Hace unos días, mi distinguido amigo el escritor, empresario y explorador social Ricardo Cozzano hizo un comentario que me retrotrajo a la niñez. Recorriendo las librerías de la feria de Tristán Narvaja había encontrado un texto de H. D.. Para las nuevas generaciones y aun para las no tan nuevas, H. D. significa High Definition, esa contribución de la tecnología al mejor disfrute (o sufrimiento) del fútbol por televisión. En cambio, para los que hace bastante tiempo que, si tenemos algo que peinar son canas, esas dos letras pueden tener otro significado. Los que en la década del 50 fuimos a la escuela seguramente estudiamos en esos libros firmados por el entonces enigmático H. D.. En algún momento nos enteramos de que eran las iniciales de Hermano Damasceno.
Se trataba de Eduardo Gilberto Perret Viragnoux (1874-1957), quien, Wikipedia dixit, fue un “historiador uruguayo de origen francés”. ¿Fue realmente un historiador? Alguien que sí lo fue, don Juan Ernesto Pivel Devoto (1910-1997), dice otra cosa. Escribiendo en Marcha en mayo de 1957, a un mes del fallecimiento del religioso, dice: “El Hermano Damasceno no era propiamente un historiador, ni un investigador, ni un erudito”. Y agrega: “Era un pedagogo, un didacta capaz de englobar dentro de las grandes líneas de un manual los conocimientos esenciales para la enseñanza de cualquier disciplina, con la claridad y don de síntesis propios de los maestros de su raza”. La precisión es importante, porque a partir de esa aseveración, Pivel desmonta todas las críticas que se le hicieron a H. D. en ese sentido. Las fuentes de su información eran las obras que se habían publicado en su época, a las que hacía clara referencia. Por consecuencia, no era a él a quien apuntar las baterías.
No obstante, las objeciones existían. Pivel atribuye esa circunstancia a “los reparos que suscitaba en muchos espíritus las frecuentes invocaciones religiosas de su autor […] en un país al que se ha querido imprimir una orientación laicista tan radical”. A título de ejemplo, veamos un fragmento del Ensayo de Historia Patria (Barreiro y Ramos 1955, Décima edición).Bajo el título “Resultados del Descubrimiento de América”, dice: “1° – Se sacó a todo un mundo de la idolatría trayéndolo al conocimiento del verdadero Dios y de su Iglesia”.
Utilidad de la historia
Si pensamos que la Constitución de 1917 derogaba el texto del artículo 5 de la de 1830 que establecía: “La religión del Estado es la Católica Apostólica Romana”, por un prescindente “El Estado no sostiene religión alguna”, la supervivencia de los textos de H. D. es verdaderamente notable. Es cierto, que nunca fueron oficiales, no obstante, doy fe desde mi propia experiencia de que eran de uso en la escuela laica, (relativamente) gratuita y (no) obligatoria a la que asistí (la obligatoriedad es hacia la escuela, pero no necesariamente pública).
Decía Rodó que muchas veces los relatos históricos obedecen a procurar “armas y pertrechos para las escaramuzas del presente”. Para el maestro, la historia era un “santuario augusto” al que había que acercarse con serenidad, sinceridad y empatía para “transportarse en espíritu al de los tiempos sobre que ha de juzgar”. En el Prólogo del Ensayo citado, H. D. dice “A los alumnos”: ”No siempre encontraréis actos de nobleza y de abnegado heroísmo […]. Repetidas veces veréis al hermano armado contra el hermano y regado el suelo patrio con la sangre de sus hijos”.
Y lo señala, “para que aborrezcáis la envidia, la ambición y la discordia, al ver los amargos frutos de estos vicios y los males tremendos que acarrearon a nuestra patria”. Y finaliza refiriéndose “al gran Artigas” y a “los inmortales Treinta y Tres”, con una exhortación a los educandos: “Como ellos sed generosos y nobles de corazón, fieles hasta la muerte a vuestra patria y a vuestro Dios… Amad, servid como ellos a esa patria que nos legaron […] patria más bella […] más digna de vuestro amor, después de la del Cielo”.
No en vano dice Pivel que, “H. D. convirtió la historia del Uruguay, hasta entonces fragmentada por absurdos temores y controvertida por los odios y las pasiones partidistas, en un tema capaz de conciliar a los orientales mediante el culto común de la tradición nacional”. Coincidente con esta es la postura de Zorrilla de San Martín. En el prólogo de La Epopeya de Artigas señala que la misión del historiador: “No es tanto la de enseñar, cuanto la de infundir ese sentimiento racional” de amor a la patria. Y si lo logra, será incluido “entre los fundadores de la Patria”. “Y esa es la misión del historiador, o no tiene ninguna”, dice tajante el poeta.
A sangre y fuego
Tanto la más aséptica, pero siempre respetuosa opinión de Rodó, como estas, más comprometidas, parecen haber sido borradas de la faz de la Tierra. Actores políticos travestidos de historiadores, entran a sangre y fuego en ese “recinto sagrado”, buscando “armas y pertrechos” para las luchas de hoy. La historia es objeto de constante manipulación para servir a fines partidarios. Ya lo señalaba Pivel en 1957, pero todo parece potenciado en estos tiempos en que los instrumentos de comunicación masiva se han desarrollado en forma exponencial. La llamada “historia reciente” es la muestra más cabal de una manipulación ideológica globalizada. La enseñanza de la historia está sesgada por el pensamiento materialista y la distorsión de los hechos. Como dice Orwell en su 1984 la idea es convertir la historia en: “un palimpsesto, borrado y reescrito tantas veces como fuese necesario”.
En 1916, en vísperas de la reforma constitucional, surgieron las primeras objeciones hacia las obras de H. D., que estaban en uso en las aulas. Así, el P. E. designó al Dr. Eduardo Acevedo para preparar una obra que sirviera de texto para la enseñanza, dado que no lo había (salvo el de H. D., claro). Acevedo realizó una obra que ocupó ocho volúmenes. Por lo que siguió usándose el texto de H. D. perfeccionado año tras año. En 1930 se presentó un proyecto en la Cámara de Representantes por el diputado batllista Modesto Etchepare: llamar a concurso para proveer textos de historia. Surge del debate, dice Pivel, que la intención expresa era sustituir a H. D.: “Ya que, en los resquicios de la enseñanza de la historia, se hace en ese texto enseñanza doctrinaria y religiosa”. Se admite, asimismo, que se trataba de un “texto casi oficial” o, por lo menos “el más difundido”. El proyecto no prosperó y, siempre siguiendo a Pivel, hasta 1956 los concursos realizados fueron desiertos, con la excepción de uno, en el que se premió a… H. D. Porque el asunto no es que el autor de una obra “sea católico o liberal, sino, sencillamente, que sea capaz de exponer con ecuanimidad”. Y ese requisito esencial, Pivel lo encontraba en los trabajos del Hermano Damasceno.
Zorrilla, H. D. y Pivel percibían con nitidez de alta definición la importancia suprema de educar en valores, que, a la inversa de la tecnología, se ha ido borroneando tristemente con el pasar de los años.
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