Se ha transitado por la Semana Santa, cuyo nombre niega de manera absurda y antihistórica la legislación de nuestro país. Durante dicha semana se conmemora un hecho que marca la historia de Occidente y cuyo protagonista es, sin duda, la referencia religiosa y moral que marcó las principales características de nuestra civilización, la que ha producido en lo espiritual y material la sociedad más exitosa de la historia.
Este protagonista, llamado Jesús de Nazaret, ingresó a Jerusalén en la semana que conmemoramos, vivado por la muchedumbre. La entrada a la ciudad es, sin duda, triunfal y se recuerda como Domingo de Ramos. El historiador judío de nombre romanizado Flavio Josefo, en el año 93 d. C., dice: “Aproximadamente en esa época vivió Jesús, un hombre sabio, si es lícito llamarlo hombre, pues fue un hacedor de prodigios, un maestro de los hombres que reciben la verdad con placer, atrajo a muchos judíos y griegos”. Luego de su entrada triunfal, Jesús expulsa a los cambistas del templo, a los que los fariseos habían permitido efectuar sus negocios en él, enardeciendo a estos últimos, a los que había tratado previamente de “sepulcros blanqueados, muy hermosos por fuera y llenos de podredumbre por dentro”.
Así es que, en Getsemaní, o sea en el Monte de los Olivos, Jesús es detenido y suda sangre, lo que da cuenta de la enorme tensión que vive en ese momento, que algunos señalan como una primera etapa de su Pasión. Posteriormente, Jesús es llevado al Sanedrín, el gran consejo judío que debía pronunciarse sobre su responsabilidad y que realiza lo que hoy llamaríamos actividad de investigación o inquisitiva. En esa instancia Jesús no se defiende ni argumenta expresamente contra las acusaciones que se le formulan. Finalmente comienza la etapa acusatoria ante Pilatos. En muestra de congruencia, como señala Winter, habiéndose juzgado a Jesús por el Sanedrín, por considerarlo incurso en blasfemia, se le termina condenando por otro delito como es el de sedición. Contrariando principios elementales de justicia, no obstante su silencio, no se le da la oportunidad de presentar pruebas ni de acudir a un abogado o defensor. Al preguntarle Pilatos si era el rey de los judíos, el acusado se limita a decir enigmáticamente: “Tú lo dices”. Condenado a la crucifixión es desnudado, flagelado, obligado a cargar la cruz y finalmente crucificado en el Gólgota, donde extenuado muere rápidamente ya abandonado por sus adeptos y hostilizado por la muchedumbre y solo acompañado por su madre, María Magdalena y algunas mujeres mirando de lejos. En menos de una semana se había diluido el apoyo de la muchedumbre y hasta sus discípulos habían huido o se habían escondido abandonando desoladoramente a quien no reclamaba nada material ya fuera poder o riqueza, sino que proclamaba principios de conducta aplicables a todos los hombres y no ya solamente al pueblo elegido.
Joseph Lemann, judío de nacimiento y luego convertido al catolicismo y ungido sacerdote, se explaya largamente sobre lo injusto del juicio y la condena. Este autor critica a Caifás, a su suegro Anás, al hijo de este último Ananías, a los que califica de poco honorables, “hombres de espíritu estrecho volcados a lo exterior de una devoción desdeñosa, oficial y pagada de sí misma […]. El hombre que van a juzgar, lejos de aferrarse como ellos a la importancia de los bienes y las dignidades de la tierra, prescribe a sus discípulos que los abandonen”, y agrega: “Demuestra asimismo despreciar […] las genealogías, los tejidos, las copas de oro, las comidas suntuosas. ¿Hace falta más para que a sus ojos resulte culpable, y digno de muerte?” Es el juicio más injusto y arbitrario de la historia de la humanidad. El ajusticiado es, sin embargo, el mayor protagonista de la historia humana y ello deja en evidencia la falencia de la justicia de los hombres, afectada por la indeseable corrupción, celos e incapacidad de los seres humanos.
Nuestro país vive el reto de evitar que la justicia humana sea la repetición del trato arbitrario e intrínsecamente perverso que recibió Jesús por sus jueces. Nuestro país parece no conmoverse por el reconocimiento efectuado por protagonistas del quehacer político de que se ha inculpado a personas con testimonios falsos. A pesar del tiempo transcurrido, no sabemos quiénes son las víctimas y quiénes son los victimarios que convierten a la justicia humana en una mueca repugnante de odio y venganza, paradójicamente respondiendo a los intereses de quienes se vieron beneficiados por una generosa amnistía que supuso el perdón de sus numerosos y graves latrocinios y el cobro de jugosas compensaciones en dinero, constante y sonante, que nos rememoran los treinta denarios de plata.