Evidentemente vivimos una época política marcada por el peso de las emociones. Si bien el componente emocional siempre ha estado íntimamente ligado a la actividad de los políticos y gobernantes, asistimos a un periodo en que se exacerba esta dimensión en detrimento de la discusión racional y argumentada.
No es objeto de esta columna entrar a analizar los porqués de esta realidad. Pero indudablemente la comunicación instantánea, las redes sociales, la frustración ciudadana, la sociedad del espectáculo y del entretenimiento, el deterioro de la confianza en los partidos políticos, entre otros factores, alimentan una forma de concebir la política predominantemente marcada por los estados de ánimo imperantes y el enfrentamiento en lugar del disenso democrático y la construcción de acuerdos.
Lo podemos advertir en los más recientes acontecimientos de política internacional, en los que parece casi obligatorio tener que tomar partido inmediatamente por algún bando en medio de un conflicto bélico, sin permitir que alguien pueda hacer lugar a un espacio prudente de observación y ponderación o sostener una opinión atravesada por múltiples matices.
No es casualidad que los programas políticos de radio y televisión incorporen el famoso espacio de preguntas y respuestas en los que el entrevistado solo puede contestar por sí o no. Un formato apropiado para sacar de contexto cualquier pensamiento, generar controversia, títulos de escándalo, acaloradas respuestas por parte de los aludidos y demás. A los programas de debates difícilmente inviten a los representantes más moderados de cada postura, sino a los más radicales porque hay mayor probabilidad de que intercambien improperios e insultos y esas escenas se vuelvan virales.
Esto va generando un culto a la intransigencia que puede llegar a extremos ridículos, a fomentar personajes de caricatura que se pelean en un ring imaginario, mientras afuera la gente lejos de aquel ruido sigue sufriendo los mismos problemas. Sobreactuar la indignación, como los luchadores del wrestling, parece ser muy redituable electoralmente. No sorprende que políticos en el gobierno y en la oposición ante la alternancia en la administración simplemente intercambien roles como si se tratara de camisetas de fútbol y quedan expuestos a flagrantes contradicciones, en uno y otro lado del mostrador. Lo hemos visto en estos días, en que jerarcas del gobierno ahora defienden la “evacuación obligatoria” de personas en situación de calle, cuando antes decían que la internación compulsiva era una práctica autoritaria. El que todo lo criticaba ahora lo justifica y viceversa.
Cualquiera que se salga de esa lógica maniquea será señalado de traidor, complotador o corrupto por esas minorías intensas que parasitan en redes sociales y generan comunidades de indignados que ante cada noticia reaccionan reforzando sus convicciones y castillos mentales. Esta es otra palabra de moda en las plataformas como Youtube: reacción. Frente a cada acontecimiento la gracia es verla la cara de enfado o regocijo a los protagonistas y “formadores de opinión”.
Es muy interesante el planteo que hace Hugo Polcan en esta edición de La Mañana acerca del desarrollo personal del sentido político. Allí advierte sobre el sentido político infantil que elude el compromiso y se expresa en prejuicios. También del sentido político adolescente que se manifiesta en el idealismo redentor. Y finalmente un sentido político adulto que implica la capacidad de revisar las motivaciones profundas, con apertura al diálogo y la escucha.
El rol de la oposición
Esta semana hemos visto un capítulo más de la virulencia que se apropia de algunos referentes y otros aspirantes a políticos en el marco de la votación de la rendición de cuentas. No faltaron los que trataron de incursionar en explicaciones teológicas para exteriorizar su disconformidad con los votos de representantes de otro partido político diferente.
Muchos periodistas y analistas siguen partiendo de un error fundamental cuando siguen hablando del gobierno y la coalición, en lugar de decir el gobierno y la oposición. Dentro de la oposición hay cinco partidos que son el Partido Nacional, el Partido Colorado, Cabildo Abierto, Identidad Soberana y el Partido Independiente. Incluso cuando se negociaron cargos de oposición en los diferentes entes la contraparte del gobierno fue la oposición, no la coalición, pero como el partido de Salle decidió no participar entonces se volvió a entreverar el asunto.
Blancos, colorados, cabildantes e independientes integran partidos distintos, así surgieron y así se mantienen. Formaron una coalición de gobierno que, contra la mayoría de los vaticinios y presagios, se mantuvo unida durante los cinco años del periodo, honrando el documento firmado por todos ellos en el llamado Compromiso País. En las elecciones de 2024 volvieron a suscribir un compromiso para gobernar, pero la ciudadanía esta vez no le dio el voto de confianza.
Finalizado el gobierno presidido por Luis Lacalle Pou, la coalición quedó disuelta de hecho porque ya no tenía razón de ser. Otra cosa muy diferente es el partido Coalición Republicana que se formó para competir en las elecciones departamentales y municipales y que por ahora no tiene ninguna vocación nacional.
Esto que es tan obvio e irrefutable, sin embargo, parece soslayarse, provocando deliberadamente una confusión. No hay ámbito formal de concertación de esos partidos de oposición, no hay voceros y no tendría por qué haberlos. Seguramente dentro de los partidos tradicionales haya posturas muy diversas desde los fusionistas hasta los defensores de la divisa.
Como es lógico, en lo que va de esta legislatura ningún partido de oposición se mantuvo en una intransigencia absoluta. Todos en algún momento acompañaron propuestas del oficialismo e incluso le dieron las mayorías necesarias tanto la simple en Diputados como la mayoría especial en el Senado. Pero en los discursos esto es imperdonable si lo hace el otro.
El rol de la oposición política es sumamente importante para nuestra democracia. Ser oposición no puede ser sinónimo de confrontación permanente y de puentes rotos. Sí ser celosos fiscales y ejercer el control de manera exigente y responsable. Mucho se criticó, y con razón, por parte del gobierno anterior la actitud mezquina del Frente Amplio durante los periodos de pandemia y sequía, tratando de rascar algún rédito de situaciones tan difíciles. Seamos coherentes, aun cuando se puede discrepar legítimamente entre los partidos de oposición respecto a la postura que se asume en cada votación. No es necesario llegar al agravio y la descalificación.
Quizás lo más preocupante de este escenario no sea la tensión entre oficialismo y oposición, sino la tendencia a que toda forma de matiz, de búsqueda de acuerdos o incluso de reflexión pausada sea descalificada como tibieza o complicidad. La política, entendida como arte de convivir con el que piensa distinto y de construir a pesar de las diferencias, se degrada así en una dinámica de aplausos fáciles y frases hechas, donde el que duda o pondera es sospechoso.
Frente a esa lógica binaria y emocional, es urgente recuperar una cultura política adulta. Una que no necesite fingir escándalo permanente para marcar posiciones, ni convertir toda diferencia en una afrenta personal. Una política que se anime a decir verdades incómodas incluso a los propios, que valore el entendimiento como parte de la democracia y que no tema al disenso sereno.
Porque solo en ese terreno puede crecer algo más profundo que la simple alternancia en el poder. Una verdadera vida cívica, donde gobernar y oponerse no sean actos de histeria ni exhibición, sino expresiones responsables de un mismo compromiso con el bien común.
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