En la vida de los pueblos ciertas modalidades culturales se van extendiendo progresivamente de tal manera que invaden toda la vida social e imponen estilos de vida, lenguaje y costumbres. Así, en nuestra realidad actual, la filosofía de vida del capitalismo anglosajón, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, predominante en las grandes organizaciones y en las escuelas de negocios, ha impuesto sus criterios hasta en la vida diaria.
Sufrimos una invasión del lenguaje económico y, aun sin darnos cuenta, utilizamos palabras de ese mundo hasta en temas que no son de ese ámbito. Y el lugar donde esa mentalidad se encarna y adquiere realidad es la empresa.
Al igual que toda organización, como cuña entre el individuo y el todo social, determina los criterios y las actitudes de sus integrantes y a la vez expande su pensamiento en la vida social. Y como los seres biológicos se enferman, las organizaciones también se enferman, provocando males dentro y fuera de la institución. Como veremos en este artículo, las grandes empresas se han convertido en organizaciones patológicas. Y si sus integrantes no logran que el accionar sea como debiera, tendrán que resignarse a vivir como no quieren.
Racionalidad y control
En la empresa, esa modalidad construida sobre la base de que “los negocios son los negocios” y donde la pura razón, el individualismo y el rigor formal son valores exclusivos, separa vida privada de vida laboral y excluye los sentimientos.
La vida en la empresa es el mundo de la racionalidad y de la búsqueda de “todo bajo control” como principios básicos, y emociones como la amistad o la gratitud son vistas como peligrosas. Para la mentalidad del orden estricto, el criterio es la interacción puramente comercial, exenta de otros valores.
Claro está que cuando los directivos se ven precisados a estimular la motivación del personal se acude al uso de términos como “lealtad”, “fidelidad” o “esfuerzo”. Pero con escaso resultado, porque en ese caso se trata de vagas formulaciones teóricas sin compromiso y sin apreciar el costo emocional que significan. Los subordinados son considerados individuos intercambiables, y el funcionamiento se reduce a intentar seguir lo más posible los “procedimientos” y evitar los riesgos que los aspectos humanos suponen. En cualquier aspecto de la vida (educativa, laboral, familiar) depositar la confianza en alguien es aceptar la posibilidad de que traicionen nuestra confianza. Pero sin confianza, la vida de relación se hace imposible.
Con frecuencia, los del nivel gerencial no están en el lugar donde se desarrolla el trabajo, sino encerrados en su oficina, planificando y programando, desconectados de los subordinados y del desarrollo del trabajo. Sin apreciar, en los sectores de producción, “la inteligencia de las manos”. Y como en ese mundo, lo que no puede ser contabilizado no existe, la reciprocidad y el reconocimiento no tienen lugar. ¿Cómo medir lo que sea confianza, cooperación o altruismo? ¿Cómo evaluar la lealtad, que justamente consiste en ser fiel, aunque algo me cueste y no me vean?
Darse por completo
En las grandes empresas del capitalismo se demanda una disponibilidad exclusiva y pierde valor lo que no sea el trabajo.
Piden darse por completo al trabajo y a la empresa y esperan compromiso, tiempo, disponibilidad absoluta. No siempre fue así. En las primeras empresas: cooperativas, talleres de artesanos, empresas familiares, tenían vigencia criterios de índole familiar y comunitario, y fuera del trabajo se apreciaban ámbitos tan valorados como el trabajo, la familia, la comunidad, el partido político y la religión.
Al principio se hacen promesas que generan expectativas, pero habitualmente luego no llegan a cumplirse. Con el tiempo, el empleado siente que el desgaste afectivo que le significó no es reconocido. Esperaría una actitud recíproca, pero la empresa entiende que no le debe nada como retorno. Y por lo tanto experimenta que “esfuerzo que hizo no sirvió para nada”.
Estado emocional precario
Pero este sistema cultural hegemónico hoy presenta grietas y flancos débiles. La situación de los ejecutivos se va haciendo crítica. Como la necesidad de reconocimiento es propia de la condición humana, está presente en la experiencia de los subordinados y no pueden dejar de expresarla de algún modo. En consecuencia, el superior no puede evitar registrarla, pero el sistema no le permite responder a esa demanda. Y, por otro lado, él mismo no encuentra quien le reconozca cuánto ha dado. Por todo lo cual, el clima de inestabilidad emocional es notorio y el estado anímico es precario en ambas partes. ¡Los farmacéuticos bien saben cuánta demanda de ansiolíticos reciben a diario! Especialmente entre los directivos del rango superior, abundan el insomnio, la irritabilidad, el cansancio crónico y variados trastornos psicosomáticos. Y escasea el “despertar jubiloso” cada mañana: ¡muchas veces el levantarse les significa una carga pesada!
Criterios humanos básicos
En cualquier mejoría que se intente del sistema, es necesario partir de tres criterios básicos:
1) Para vivir una existencia genuinamente humana, no debe darse todo por la empresa a costa de otros ámbitos de la vida: el familiar, el social, el cultural…
Esa actitud perjudicial conduce al sistema de vida que el pensador Byung-Chul Han describe en La sociedad del cansancio: una existencia agobiada por la autoexigencia desgastante que deriva muchas veces en un burnout. O en la sensación de que “uno se jugó la vida y ahora no encuentra quien lo reconozca”.
2) El trabajo significa mucho más de lo que el contrato y las cláusulas legales estipulan.
Es una experiencia humana en la que no todo es medible y donde el encontrar reconocimiento es indispensable para mantener la motivación. En la empresa moderna, es habitual que la atmósfera emocional sea la de un malestar y una tensión indefinidos. Allí, los conceptos de reciprocidad, lealtad, generosidad, gratitud o benevolencia están ausentes, eclipsados por la competencia egocéntrica. ¡Y qué decir de ciertas situaciones de despido!… Aquí nos bastará un ejemplo para recapitular ese mundo donde el sentimiento no tiene cabida. A un empleado que lleva 20 años en la empresa, sin notificación previa se lo cita en la oficina de personal. Están presentes sólo el gerente y un abogado desconocido. Allí se le notifica que, por “restructuración de la compañía”, a partir de ese momento cesan sus funciones. Se le presenta una planilla con el monto de la indemnización e inclusive ¡“se le permite” pasar a su escritorio acompañado por personal de vigilancia! El clima es más propio de un procedimiento policial que del lugar donde se vivió gran parte de la vida.
Esa mañana, al despertar, el empleado ni imaginaba que esa sería su última jornada laboral. Atónito, su vivencia es de desconcierto, irrealidad y sentimientos encontrados.
3) Los incentivos económicos no son suficientes para generar motivación.
En toda empresa, la colaboración del personal es imprescindible. Por ejemplo: si se trabaja a reglamento, cumpliendo todo el contrato, pero nada más, la empresa se paraliza. Sin el compromiso de todos, sin “poner algo de sí”, no se llegan a realizar los objetivos.
El problema es que la empresa no tiene forma de exigir cumplir con el trabajo “gustosamente” (como decía Kant). Entonces, hoy se busca generar motivación mediante el incentivo económico. Pero como el trabajo es un acto humano, expresión de toda la persona, la empresa no puede comprar la voluntad del personal y ese recurso termina mostrándose claramente insuficiente.
El empresario genuino
Cuando se trata de empresarios, lo más frecuente es encontrar un hombre que tiene “buen ojo” para los negocios, para hacer números y saber maximizar ganancias. Pero esa es una imagen pobre, distante del empresario genuino.
Empresario genuino es el que ha captado alguna necesidad social y se arriesga a aportar una respuesta. Tiene cierto espíritu de aventura, al embarcarse en una opción motivado por una fuerza interna que “no quiere dejar que el mundo siga siendo como está”. No crea una empresa sólo para ganar dinero ni es sólo por una finalidad productiva: siente que “él está hecho para eso”, que no podría ser de otra manera. Si es Industrial, está fascinado por los productos que ofrece: “sus camisas son las mejores del mercado” o “como sus galletitas no hay otras”. Trabaja de igual a igual con sus dependientes y conoce a cada uno por su nombre. Está orgulloso de las técnicas que heredó de sus antecesores y del “nombre de la empresa”.
Está claro que reconocemos que hay integrantes de empresa valiosos y respetables, de rectitud ética y de compromiso, que han procedido siempre con lealtad y responsabilidad. Pero lo habitual es que eso no sea fruto de lo generado por la empresa sino por recursos de su índole personal.
Debemos distinguir: una cosa son los individuos y otra la estructura organizacional. En este artículo nos referimos a esta última, denunciando sus falencias. Como el sistema no reconoce las exigencias básicas de la condición humana y vulnera cuestiones como reconocimiento, reciprocidad, respeto o lealtad, termina haciéndose insostenible. Hoy, la situación interpela a los niveles superiores de decisión para una necesaria humanización del mundo empresarial. La Economía actual ha sabido desarrollar ampliamente las capacidades productivas, pero no ha sido capaz de cultivar suficientemente el potencial humano y crear las condiciones para que cada uno pueda dar lo mejor de sí.




















































