En pleno siglo XXI, todavía hay quien cree que la religión no es necesaria para que la democracia prospere. Incluso hay quien opina que esta “florece mejor sobre fundamentos seculares y laicos robustos”.
Cuando Nietzsche, en La Gaya Ciencia, declara la muerte de Dios, se pregunta es si ese acto no será demasiado grande para el hombre. Y reconoce que, al matar a Dios, “una vieja y tranquila confianza se ha trocado en duda”. Si la explicación trascendente de la existencia se desmorona, el hombre, que antes vivía tranquilo, debe enfrentar su abandono existencial.
Muerto Dios, no hay punto de referencia posible. No se puede seguir hablando de valores absolutos como la justicia o la fraternidad. Si desaparece el Absoluto, todo se vuelve relativo. Lo único absoluto es la autonomía del hombre.
Nietzsche se da cuenta de que la muerte de Dios lleva al nihilismo y a la devaluación de todos los valores. “Falta el fin: falta la respuesta al porqué. Todo es en vano”. ¿Son estos los robustos “fundamentos seculares y laicos” de nuestra sociedad?
En esta misma línea, pero con menos conciencia que Nietzsche de lo que estaba en juego, pensadores como Gianni Vátimo promovieron el “pensamiento débil”, contrario a toda convicción firme como la lealtad a la patria, la familia y la religión, a los que identificaron con el fascismo. En contra de los “dioses fuertes” –al decir de Russell Reno– izaron la bandera de la debilidad. Fomentaron “valores” relativistas como la apertura, la inclusión, la diversidad y la permisividad. Paradójicamente, no hay pensamiento más hegemónico, imperativo y opresivo hoy en día que el de quienes afirman promover la tolerancia, la diversidad y el librepensamiento.
La disolución de la familia, de las comunidades religiosas y otras comunidades fuertes ha dado lugar a una sociedad de individuos solitarios, egoístas, vacíos… y débiles. Pero la naturaleza gregaria del hombre los lleva a juntarse en nuevas tribus, que se identifican por su raza, orientación sexual, etc., y que se unen para pedir, pero no para dar. Por eso, quienes van a terminar ganando esta guerra, son las personas que forman familias e integran comunidades religiosas o civiles, donde lo fundamental es el don de sí y el crecimiento en la virtud.
Hace 500 años, con la “reforma”, empezó la secularización. Y hace casi 250 años empezó la “revolución” laicista. Algunos creen que son más civilizados que los cristianos del medioevo, porque mientras ellos se mataban con flechas y hachas mirándose a los ojos y manchándose de sangre, los paganos actuales matan a sus enemigos con drones y misiles, disparados desde una cómoda oficina aislada del mundo exterior…
Son tan tolerantes que a la primera dificultad más o menos seria se divorcian y dejan tirados a sus hijos y a sus cónyuges. Luego, se rasgan las vestiduras cuando los chicos caen en las drogas a causa de la soledad provocada por el abandono de sus padres.
Se dicen solidarios e inclusivos, mientras aprueban leyes para matar niños inocentes en el vientre de sus madres, y leyes para terminar con la vida de los ancianos –improductivos–, porque la baja natalidad -provocada por ellos mismos–, los “obliga” a equilibrar la pirámide poblacional para evitar el quiebre de los sistemas de seguridad social.
Adoctrinan a sus hijos –¡y a los nuestros!– con sus perversas ideologías, contrarias a la ley natural, mientras rechazan y conculcan violentamente el derecho fundamental de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos.
No es la religión: son la secularización y el laicismo quienes provocan los males actuales, desde las guerras modernas hasta la ideología woke: si no hay una ley natural, si no hay una moral natural objetiva derivada de ella, no es posible ponerse de acuerdo. No es posible afirmar con suficiente certeza qué conviene y qué no, a la naturaleza humana y, por tanto, a la sociedad. Si los fundamentos son endebles, si la libertad no se funda en la verdad, la democracia se marchita.
Créanlo o no los enemigos de Cristo, el hombre, proviene de Dios y tiende a Dios. El hombre necesita un fundamento sólido, y ese fundamento es Cristo, que es Dios mismo. Por eso, para que la ley humana refleje la ley natural -que es la participación de la ley eterna en las criaturas racionales- es clave volver al autor de estas leyes, que es Dios. Y por eso las democracias, no deberían prescindir de la religión católica.