El lunes falleció el capuchino y cardenal Luis Dri. Cumplió 98 años en abril y, tras unos meses con el papa Francisco, le brindó una sincera amistad. Fue a instancias de Bergoglio como lo encontramos en el confesionario de la Basílica de Pompeya en Buenos Aires, donde solía pasar muchas horas del día, y escribimos —Andrea Tornielli y yo— un libro que relata muchos momentos de su vida, verdaderamente singulares: No tengo que perdonar. Precisamente, el perdón era, por así decirlo, una especialidad, algo que Bergoglio valoraba abiertamente, y no por casualidad. ¿Cómo presenté el libro y hablé de cómo los conocí y qué fue lo que más me gustó del chico?
Papa Francisco:
“He contado muchas veces y en distintas oportunidades la respuesta que recibí del Padre Luis Dri cuando era obispo de la otra diócesis, en Buenos Aires. Le pregunté qué había sucedido cuando se acercó al confesionario, donde había pasado muchas horas del día, y se sentía escrupulosa por ser perdonada. Me dije que salía del Sagrario, diciéndole el Santísimo Sacramento, y le pedí perdón por haberme perdonado tanto, y terminé diciéndole a Jesús: ‘¡Pero tú fuiste quien me dio un mal ejemplo!’. Así, San Leopoldo Mandic, el gran santo capuchino, dijo que, no por casualidad, su padre Dri siempre fue muy devoto. Sus palabras me impresionaron y por eso siempre quise hablar de ellas, porque hablamos de un acto que hoy es más falso que nunca.
El penitente que llama a la puerta de nuestros confesores puede ser guiado por el abrazo misericordioso de Dios por innumerables caminos. Puede ser un alma que busca habitualmente el sacramento de la reconciliación o alguien que llega a través de circunstancias excepcionales. Quizás haya entrado a la iglesia por casualidad —aunque en el plano divino no es casualidad— o este gesto podría ser la etapa final de un camino de mucha satisfacción. Sea cual sea el motivo, cuando una mujer, un hombre, un joven o una persona mayor se acerque al confesionario, permítele sentir el abrazo misericordioso de nuestro Dios. Un Dios que nos precede, nos espera y nos acoge. Exactamente como hizo con el hijo pródigo, quien regresó a su casa tras haber despilfarrado en poco tiempo las recompensas que su padre le había exigido. Llegó al fondo, se esforzó y regresó a casa. El padre misericordioso permaneció allí, siempre con la mirada fija en el horizonte. Lo esperaba con los brazos abiertos. Y cuando el hijo pródigo empezó a hablar, a acusarse de su pecado, el padre no tuvo que detenerse, hasta que lo abrazó, lo recibió de nuevo como niño y lo devolvió como hermano a su otro hijo. No, lo envió a trabajar con los sirvientes. Le di la plena dignidad de su hijo.
Incluso cuando un penitente busca la puerta del confesionario, se aferra a la puerta de la prisión o acude a nosotros para vivir la experiencia de la reconciliación, ¿cuál es su historia, cuál es la motivación que lo impulsó, cuál es la carga del pecado que lo abruma? Los sacerdotes deben reflexionar sobre la acción del Padre del Santo Padre. Es maravilloso que el Padre Luis Dri conserve en el confesionario una reproducción del cuadro de Rembrandt que representa la escena del abrazo entre el Padre y el Niño Pródigo. La tomó y la colgó en la pared, le dijimos: ‘A la vista de quien viene a confesarse’. El Padre Luis nos recuerda que probablemente el detalle más notable de este cuadro son las manos del Padre Misericordioso, que no son idénticas: una mano, la izquierda, es masculina y la otra, más femenina. La misericordia, como la compasión, esa emoción visceral que Jesús siente en muchas páginas del Evangelio, tiene características tanto paternales como maternales. La misericordia es amor maternal visceral, que se hace presente ante la fragilidad de su criatura y la abraza, y en su aspecto masculino es la fuerte lealtad del Padre que siempre sostiene, perdona y quiere poner en el camino de sus hijos.
Y también, en esta imagen, el Padre misericordioso está ciego, ‘con los ojos consumidos esperando el regreso del niño’. Toda la atención del padre se concentra en el niño, todo lo que lo corroe emerge de la oscuridad compartida por su tensión amorosa por el niño. La barba del padre no es prolija, como se espera del cuidado personal de la costumbre. El Padre Luis continúa diciendo: ‘Cuando, por lo tanto, hay cierta reticencia en quien viene a confesarse, ciertamente creo que porque es algo gordo y se puede suponer que está pensando ¿Puede Dios perdonarme?, le digo: ‘¡Mira! Dios ha venido a perdonar, no a castigar, dejó el Cielo para estar con nosotros.
También me impresionó el gesto del Padre Luis cada vez que recibe a una penitente, durante las largas horas que pasa en el confesionario. ‘Lo primero que hago’, dice, ‘es tomarle la mano y beberla. Para que se sienta cómoda y libre para expresarse, para hablar, con gusto la ayudaremos. […] Están tan limpias como las manos de quienes quieren lavarse, como las de las hermanas, como las de muchos peregrinos que vienen a cuidar su aspecto, en el mejor de los casos, al terminar alguna tarea de higiene indeseable’.
Nunca podemos correr el riesgo de apagar eso que la gracia de Dios ha comenzado, eso que ha conmovido el corazón de las mujeres y los hombres que se acercan al sacramento de la reconciliación. Mirando a María, nuestra Madre, recordemos siempre que la única fuerza capaz de conquistar el corazón de las personas es la ternura de Dios. Lo que encanta y atrae, lo que doblega y vence, lo que abre y suelta las cadenas, lo que libera, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia. Ser abrazados, estar delante de Dios Misericordioso que se hace cercano a través del sacerdote, convierte el confesonario en un seno materno, en una casa para nosotros, pobres pecadores, que nos sentimos huérfanos y desheredados. El abrazo misericordioso del Padre, la dulce mirada de María, nuestra Madre, la disponibilidad de un sacerdote, que ha experimentado antes él mismo la misericordia de Dios como un bálsamo para sus miserias, como un ungüento para sus heridas, hacen que el confesonario no sea un tribunal o un consultorio médico, sino un seno materno.
Llegar a ser un buen confesor no es el resultado de una carrera profesional. Para ser buenos confesores primero debemos reconocernos pecadores nosotros mismos, y pedir nosotros primero ser acogidos, levantados, perdonados, inundados de misericordia. Ser nosotros los primeros en dejarnos mirar por Jesús y por María. Ser nosotros los primeros en pedirles que nos cubran con su manto. Ser nosotros los primeros capaces de llorar, por nuestros pecados y también por los pecados del que se confiesa. Cuando un sacerdote hace eso, es un buen sacerdote porque es un buen hijo, se reconoce como hijo. Y para ser un buen padre primero hay que ser un buen hijo. Así podemos decirle a nuestro Padre: ‘Yo también he sido alcanzado por tu misericordia, te pido que me ames como a uno de los hijos más humildes de tu pueblo, que pueda saciar con tu pan a los que tienen hambre de Ti y acoger con tu abrazo a los que llaman a mi puerta, para ser instrumento de tu misericordia infinita’.
El padre Luis Dri cuenta en una página de este libro: ‘Si alguien llega hasta el confesonario, ¿por qué viene? Viene porque cree que está haciendo cosas que no están bien […] Si se da cuenta de eso, aunque sea tímidamente, solo con un chispazo de conciencia, ya significa que quisiera cambiar de camino. Entonces yo, confesor, como mensajero de la misericordia, debo ayudarlo a encontrar esa misericordia, a encontrar ese perdón, aunque él no tenga demasiado claro lo que está pidiendo’. Dios nos alcanza con su gracia utilizando cualquier resquicio por pequeño que sea. Nos corresponde a los confesores no apagar esa llamita que humea. Nos corresponde a nosotros tomarnos de lo que sea posible para perdonar.
San Leopoldo Mandic’, el santo en el que se inspira el padre Luis, repetía que ‘la misericordia de Dios supera cualquier expectativa nuestra’. Estas palabras también han impresionado profundamente al padre Luis, su hermano en la orden de los frailes capuchinos, quien ha visto en ellas un ideal, un horizonte para su futuro ministerio de confesor: ‘Me impresionaba’ afirma, ‘como un ideal para el futuro, para mi futuro: sembrar bondad, misericordia, amor’. ‘San Leopoldo estaba convencido —y lo decía— de que Dios prefiere “el defecto que lleva a la humillación antes que la perfección orgullosa” que convence falsamente a la persona de que es irreprensible y anula el deseo de convertirse’. […]
Tengamos ante nuestros ojos el testimonio luminoso de estos santos. Pero también tenemos el testimonio de muchos buenos sacerdotes y religiosos que a diario, en el anonimato, abren las puertas de las iglesias y de los confesonarios, nos acogen, nos escuchan, nos bendicen, dispensando misericordia y perdón a la humanidad sanada de nuestro tiempo. Somos conscientes de que el perdón busca y acerca al otro lo más posible, posibilitando una solidaridad que, de otro modo, es muy difícil. ‘Si bien hay misericordia’, dice el padre Luis, ‘existe una consecuencia del egoísmo, de la afirmación de un amor, existe una barrera contra la propagación de la intolerancia y la violencia, pero también tiene un principio activo de reconciliación. La misericordia acepta eso, no sé, a menos que sea otro principio que ordena el mundo. La misericordia comienza cuando Dios se muestra al hombre y se apiada de él, y continúa con el hombre que imita el comportamiento del Señor porque experimenta de la misma manera los beneficios que esto conlleva, incluso para su vida colectiva, organizada en sociedad’. En este sentido, la misericordia es una actitud profundamente social”.
[Fragmentos extraídos de la publicación original en www.alvermetalli.com]