En la madrugada del 21 de abril fallecía en Roma el papa Francisco, el sacerdote que había venido del sur del sur, a conducir los destinos de la Iglesia como sucesor de Pedro.
Jorge Mario Bergoglio, de nacionalidad argentina, había sorprendido al mundo con su designación inesperada y rompía una larga tradición europea, pues con su persona se hacía visible una iglesia del Tercer Mundo, él venía de un continente de la esperanza y del dolor como lo es América Latina. Dignísimo representante de una Iglesia latinoamericana, donde la fiesta y el dolor, la esperanza y la pobreza son los signos de su identidad histórica.
Cuando aquel 13 de marzo de 2013 se asomó al balcón de la plaza de San Pedro, recién designado pontífice mayor, todos sentimos una gran frescura espiritual con su porte austero, firme y alegre. Una de las periferias del mundo, encarnado en su persona, tomaba el centro de la Iglesia. Con él venía una tradición teológica, la teología del pueblo, nacida en su Argentina natal. La religiosidad popular pasaba a ser un núcleo esencial de cualquier programa pastoral.
Bergoglio tenía como una especie de devoción por las multitudes de peregrinos alrededor de los santuarios marianos de América Latina. Ahí, en medio de los santuaristas se sentía como un pastor con “olor a oveja”. Lo distinguió siempre un fino olfato espiritual para captar y sentir las necesidades populares. Sentía el sacerdocio como un servicio y entendió que la Iglesia del siglo XXI debía revestirse de austeridad y servicio incondicional hacia los desterrados de la historia.
Hacer como Jesús: “lavar los pies” de los llagados por el dolor, las injusticias y la pobreza. Hacer de la Iglesia, una comunidad universal de atención a los más desvalidos. Transitar los caminos de la historia levantando al costado de los caminos, como el Buen Samaritano, a los heridos y desamparados de la sociedad contemporánea.
Francisco fue un papa no convencional. Crítico de toda forma enquistada de la Iglesia y de sus superficialidades llenas de cosmética espiritual. Y muy valiente en la postura no autorreferencial de la Iglesia.
“La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de las apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal […]. Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto”. (Evangelii Gaudium, 93).
A los sacerdotes les recomendaba misericordia, valentía apostólica y puertas abiertas a todos. Lo peor que le puede pasar a la Iglesia es lo que De Lubac llamaba “mundanidad espiritual”, ponerse a sí mismo en el centro.
Evangelizar, para el papa Francisco, es generar en el otro dignidad humana. Francisco era un papa arrollador desde la ternura, desde la misericordia. En definitiva, la misericordia no es otra cosa que la ternura llevada al extremo de la donación y del perdón.
El rasgo saliente de su personalidad es la hospitalidad del corazón, que Francisco extendía como mandato evangélico a toda la Iglesia. La Iglesia es para todos, todos, todos…
La cultura del encuentro
La clave hermenéutica, la categoría existencial en donde Bergoglio miraba la vida, era la cultura del encuentro. Encuentro con su Señor, encuentro con sus hermanos, encuentro consigo mismo.
El lema del papa Francisco es “Miserando atque eligendo”, que significa “te veo con misericordia y te llamo”, que vendría a ser lo mismo que decir “sígueme”.
“Sígueme” es una invitación central en el evangelio como un llamado prioritario de Jesús a sus seguidores. Esto implica dejar cualquier atadura humana por seguir las huellas del Nazareno. Este “sígueme” recorrió toda la vida sacerdotal del padre Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco. Este camino tuvo dos dimensiones: la dimensión de la adoración eucarística, la contemplación; y la entrega a los más postergados de la vida, en un ardor misionero que se expresaba pastoralmente en “el lavado de los pies” a los más pobres.
No es posible dejar un legado de esa magnitud si no se es un hombre eucarístico. Radicalizar la entrega evangélica. Hacer carne de su carne y sangre de su sangre, el mandato evangélico de las Bienaventuranzas. Salir al mundo, a la historia a proclamar que la figura de Jesús es lo único que nos da la plenitud humana. “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14).
La mirada de Francisco partía siempre desde las periferias existenciales y geográficas. Término que él acuñó como signo de su vocabulario pastoral. Los preferidos de Jesús eran los pobres, los abatidos, los rechazados, los sin destino. En este seguimiento está la gran estatura histórica y eclesial del papa Francisco. Las manos sufridas de los que están, en lo que él llamaba la “cultura del descarte”, encontraron en su figura consuelo y amor.
Empieza su pontificado yendo a la isla Lampedusa en el Mediterráneo, lugar de refugio de los olvidados migrantes que huyen de la miseria y la explotación de tierras africanas. El papa que habla el lenguaje de los gestos. Saca a la Iglesia del coto de los buenos decires y de los rituales comportamientos para abrirla al amor de los gestos.
Hubo muchas coincidencias entre el papa Francisco y el intelectual católico uruguayo Alberto Methol Ferré. Pero hay una coincidencia suprema entre ambos que se convirtió en comunión existencial y proclamación. Methol llegó a decir que “Cristo es la revolución insobrepasable de la historia”, nada hay igual. Esta es la mayor comunión entre el papa Francisco y Methol: la salvación de los hombres y de la historia no es una idea moral ni un principio ideológico, es una persona, Jesucristo. Todo lo demás es importante, pero subordinado a esta realidad.
El papa Francisco ha muerto, pero su vida trasciende a su propia muerte. Dios le regaló a la Iglesia y a América Latina el don de su persona.
Para ser testigo de Dios a los ojos de los hombres, primero hay que ser testigo de Dios a los ojos de Dios. El papa Francisco cumplió hasta el extremo con este principio. En el servicio sin pausa, con bondad, con alegría, con humor, con dolores depurados, con la mano siempre extendida. Respondió con su vida hasta el final al “ven y sígueme” de Jesús.