La pandemia me sorprendió
desacomodado en la montura.
Me bajaron del caballo
y ahora ando de a pie.
Segundo Espósito
La pandemia apareció como una amenaza mundial a la salud y arrastró a un derrumbe económico generalizado. Los gobiernos fueron interpelados por las exigencias de la población a responder los problemas, los conmovieron los reclamos y vieron disminuidos su solvencia o su prestigio. Todos los aspectos de la vida se vieron comprometidos ante lo imprevisto e imposible de controlar. La pandemia, más que una emergencia sanitaria y una crisis económica sin precedentes o una coyuntura política inesperada, constituyó una tragedia existencial, una desestructuración del sistema de vida y una reconfiguración cultural.
Puso en evidencia una situación antropológica vital: que el virus era invisible, imprevisible e incontrolable, de modo que ningún ser humano podía estar absolutamente seguro de poder evitar el contagio, y que con ello se ponía de relieve la indefensión y la vulnerabilidad humana. Su núcleo, generador de todas sus consecuencias, lo configuraban el miedo y la incertidumbre.
De dónde venimos
El mundo no estaba preparado para tremenda prueba: las estructuras resultaron inconsistentes y a la sorpresa del presente se sumó la incertidumbre del futuro. Ahora nos damos cuenta de que habíamos vivido distraídos de las necesidades genuinas y nuestra cultura globalizada adolecía de carencias básicas. La pandemia nos sacudió, nos urgió a despertar a una realidad y nos mostró nuestra debilidad. Ni la ciencia, ni la economía, ni la política nos aseguran un sólido amparo.
Veníamos con un estilo de vida fundado en el individualismo y el consumismo; el bienestar hedonista y la distracción tenían prioridad, y la responsabilidad hacia los otros estaba opacada por la superficialidad. La ansiedad y el vértigo aventajaban a la cordura y el economicismo financiero suplantaba a la equidad social. Creíamos que la tecnocracia resolvería cualquier problema, controlaría a la naturaleza y superaría todo límite.
Nada de eso garantizaba la madurez psicológica de los individuos y la superficialidad de la vida propiciaba evadirse de la realidad y ser indiferente ante las realidades sociales. Se estimulaba el afán de vivencias y la búsqueda de libertad, se resistía a las normas y no se toleraba la frustración de deseos. ¿Qué defensas podía tener ese hombre globalizado ante esta sorpresa de la Historia?
La sabiduría de resistir y sobreponerse
En la historia humana suele causar desconcierto que personas expuestas a situaciones de alto nivel de sufrimiento hayan desarrollado comportamientos de calidad insuperable. A este fenómeno hoy se lo califica como resiliencia, la capacidad de los seres humanos para adaptarse positivamente a adversidades de especial importancia. No solo está implícita la idea de resistencia, de no quebrarse, sino también la de recuperación o restauración saludable, de superar la prueba y salir fortalecido.
Ella se prueba en situaciones de estrés, como la pérdida de un ser querido, el maltrato o abuso psíquico o físico, enfermedades prolongadas, abandono afectivo, fracasos, catástrofes naturales y pobrezas extremas. Se trata de seres humanos que, pese a nacer y vivir en situaciones de alto riesgo, no han desembocado en conductas antisociales, sino que han sido capaces de desarrollar las psicológicamente sanas y exitosas. No se la ha de entender como una capacidad innata o una cierta “resistencia de materiales”, sino como un proceso al que concurren múltiples factores, tanto individuales como familiares, comunitarios y culturales, destinado a que se salga reforzado de esa situación y se logre aprender. En especial, la influencia familiar parece ser decisiva. Esto nos lleva a la importancia de poder favorecer desde el entorno las conductas fecundas del prójimo.
Los antiguos pensadores llamaron fortaleza a la virtud o condición positiva de ser capaz de enfrentar bien una situación difícil que suponga esfuerzo y voluntad, pero no como una resistencia pasiva de simple aguante, sino como una fuerza. Con frecuencia ha sido vinculada con la paciencia, como dos cualidades que permiten sobrellevar la realidad del dolor. De todos modos, la fortaleza, paradójicamente, requiere de la humildad.
No hay duda de que la situación actual nos requiere de modo perentorio el cultivo de estas condiciones. Resiliencia, fortaleza y paciencia, sabiduría que la cultura de la globalización no ha sabido darnos.
Desenterrar anclas y desplegar velas
La creatividad es la capacidad de crear, de innovar, de generar nuevas ideas, que normalmente llevan a conclusiones novedosas, resuelven problemas y producen valiosas soluciones originales. Un descubrimiento de algo nuevo suele ser útil a otros y además provoca satisfacción en su creador. La sana creatividad nace de la imaginación y es capaz de adaptación a la realidad y a su realización concreta, sin perderse en vaguedades fantasiosas o en dispersión evanescente. Todos nacemos con capacidad creativa. “La creatividad no es una cualidad de la que estén dotados particularmente los artistas y otros individuos, sino una actitud que puede poseer cada persona” (Fromm, 1959). Para desarrollar el talento creativo debemos promover tanto aptitudes como actitudes, es decir tanto capacidades mentales como predisposición emocional. Lo necesario es adquirir hábitos y practicarlos a fin de convertirlos en una manera de ser, en una actitud vital de aplicar el pensamiento creativo en nuestra vida y en nuestra forma convencional de ver las cosas.
No hay duda de que se requiere un urgente cambio cultural que promueva la voluntad de desarrollar sustancialmente nuestras capacidades. La creatividad es una condición imprescindible en la vida social y no podemos augurar un desarrollo normal si no nos liberamos de nuestra resistencia al cambio y nos animamos a desplegar nuestro potencial creativo con originalidad y eficacia. Una población creativa que asuma los cambios necesarios garantiza el futuro de un país. Demoler estructuras que ya no tienen vigencia no es destructividad, si es para permitir que despierten y broten las capacidades constructivas potenciales.
Ninguna nación puede desarrollar sus posibilidades sin un modelo y sin un proyecto. Uno brinda una constelación de valores que le dan sentido a la acción y el otro esclarece y define la actividad precisa. El primero ilumina, orienta el rumbo y señala un horizonte; el segundo descubre el camino y busca transitarlo. En ambos se necesita creatividad: en aquel para imaginarlo (imaginación creadora) y en este para concretarlo con la sabiduría de inventar y elegir los medios (habilidad prudencial).
¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?
El principio básico de la convivencia social es el respeto del otro como persona, que lleva a la capacidad de diálogo y la aceptación de las diferencias, dentro de un clima de confianza basado en un pacto de verdad y de justicia.
Lo esencial es tratar al otro como persona. Eso significa ponerse en su lugar, tomarlo en serio, atender a sus derechos y sus razones, prestarle atención, tratar de entenderlo.
Nuestra herencia cultural individualista nos lleva a una concepción muy estrecha de los deberes ciudadanos. Creemos que cumplimos con no dañar y hasta con no odiar como muestra de nuestra honestidad cívica. Suponemos que basta con la justicia para alcanzar la paz social. La toma de conciencia de la necesidad del compromisocon los demás parece estar ausente. La noción de hacerse cargo de la situación comunitaria nos resulta absolutamente extraña y sorprendente. La responsabilidad social es algo ajeno que no nos incumbe, pero el hecho es que nos necesitamos mutuamente y que ninguno puede sobrevivir sin los otros.
Por el contrario, la solidaridad, en esencia, consiste en una actitud de disponibilidad de mi parte hacia el otro. No puede ser puramente intelectual, guiada simplemente por principios, sino que está ligada necesariamente a un cierto grado de afecto. En palabras de Kant: “Cumplir gustosamente las obligaciones que se tienen para con el prójimo”. Esto supone, a la vez, una actitud que lleva a la acción. Por eso, la prueba de la solidaridad son las obras.
La noción de solidaridad es esencial para una nueva perspectiva mental que promueva la salida de la situación de odio, violencia e indiferencia que tiene atrapadas hoy a poblaciones enteras. Al mismo tiempo, el sentir al otro solidario hace que el ser humano experimente este mundo como digno de confianza.
La naturalización con que el espíritu burgués sigue impregnando nuestra cultura ha hecho que creamos inevitable la hegemonía del individualismo, el egoísmo y el desinterés por el otro. Pero la disponibilidad hacia el prójimo ha sido el espíritu que alentó las vidas magnánimas de Gandhi y de Mandela.
Además, la solidaridad no es simplemente un sentimiento humanitario correspondiente a la esfera privada, sino que es también la actitud colectiva de disposición para construir el bien común y lo que le da significación social a la actividad política. Porque ¿qué razón tiene la política sino la de estar al servicio de las necesidades del pueblo?
En el reconocimiento de “juntos y diferentes” están incluidos todos, solo se excluyen los corruptos y los que mienten.
Resiliencia, creatividad y disponibilidad deben ser el eje de la educación, convertidas en rasgos de carácter. Hay que comenzar ahora.
* Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).
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