En el barrio Punta Carretas, el Museo Zorrilla alberga el acervo cultural y personal del poeta Juan Zorrilla de San Martín. Desde el pasado 14 de marzo y hasta el 30 de abril, realiza la exposición “China: entusiasmo insensato”, que recorre la vida personal de su nieta, China Zorrilla, en el año del centenario de su nacimiento La muestra es una invitación para conocer más sobre el legado artístico y cultural de los Zorrilla, subrayado por su genialidad artística y por una fuerte faceta humanista.
Cercana a una punta pedregosa que se hunde en el mar, coronada por un modesto faro, en una zona aún inhóspita donde abundan las arenas blancuzcas salpicadas de vegetación, el hombre que le puso una voz a una nación ha construido una casa solariega de verano, donde compartirá los fines de semana junto a sus 16 hijos. Punta Brava es aún un territorio sin explotar, similar al escenario de fondo que transcurre en la epopeya que ha publicado hace casi dos décadas atrás. Pero pronto, la zona pasará a ser balneario y más tarde a convertirse en uno de los principales barrios de la ciudad. Se llamará Punta Carretas, y el señor de la casa solariega quedará en la historia y la cultura del país, y sus escritos seguirán siendo leídos y estudiados aún un siglo después de su muerte.
Y su casa, ese hogar veraniego, será un museo visitado por gentes de otras épocas y otros devenires. Pero la cuna del arte permanecerá en el lugar y se expandirá a través de las nuevas generaciones. Ese hombre es Juan Zorrilla de San Martín y esa casa solariega, el Museo Zorrilla.
Al llegar a la calle que lleva su nombre, al número 96, uno se encuentra con una amplia casa de dos plantas construidas en dos etapas: una humilde en el año 1904 y una de ampliación en el año 1921. Conserva un estilo estético con una personalidad mediterránea, con un patio decorado con azulejos pas de calais franceses, una galería en arcada y una fuente central que le otorga una fisonomía morisca. Desde el banco azul y blanco se observa el agua del Río de la Plata. Agua hay también en la fuente: agua calma, transparente. “Los árboles de nombres primitivos, que cantan en sus pájaros tonadas de la misma lengua”, parece susurrar Don Juan, invitándonos a ver la vida desde sus ojos de arte. Hay quienes también dicen, que aún se siente en la casa su presencia amistosa y simpática, que de alguna forma todavía permanece.
El museo que hoy se encuentra a la égida de la Dirección Nacional de Cultura, conserva valiosas piezas que muestran lo fervientemente católico que fue el poeta, como unas columnas jesuíticas realizadas por guaraníes, obsequio que don Juan recibió, y que están ubicadas en la sala de la capilla que cuenta la casa, bendecida por el Papa León XIII, donde se celebraron misas, bautismos y matrimonios. Hay también allí un fresco que pintó en el comedor, que reproduce la cena de los discípulos de Emaús, conservado espléndidamente y sobreviviente a todas las travesuras de los nietos. Hay pinturas de él y de otros reconocidos artistas uruguayos, esculturas dentro de la que resalta una réplica de “El Mercurio de Giambologna”, realizada por su hijo, el escultor José Luis Zorrilla de San Martín, que evoca la mitología griega, base de la filosofía que estudió don Juan. Hay una torre desde la cual se podía espiar la República de Parva Domus o defenderla de la llegada de los ingleses desde el mar, según cuenta una anécdota. Y hay también, en los vitrales y en la araña del comedor, una frase, lema familiar y simbolismo del significado de la vida para Don Juan: “Velar se debe la vida de tal forma que viva quede en la muerte”.
A través del arte podemos llegar a la personalidad del ser. No conocimos a don Juan, pero sí su obra y ahora, su casa. Sabemos que era un hombre solemne en los discursos, pero también de muy buen humor, magnético, amigo de sus amigos, cordial y dicharachero, siempre sonriente. Así lo evoca Álvaro Secondo, coordinador del Museo Zorrilla, en diálogo con La Mañana. Una personalidad solidaria, de la cual hace mella su frase: “Dar la mano abierta toda entera”. “Dar sin ver quien recibe o esperar respuesta es el mérito más sublime”, menciona Secondo. Esta característica pareciera estar en el gen familiar y haberse transmitido a su nieta, Concepción Matilde Zorrilla de San Martín Muñoz del Campo, “China”, de quien se cumplió el pasado 14 de marzo el siglo de su nacimiento, motivo por el cual la casa alberga hasta el 30 de abril una exposición en su honor denominada: “China: entusiasta insensata”.
Una cuna de arte e inspiración
La relación entre Don Juan y China fue corta. El poeta falleció cuando ella tenía nueve años. Se sabe que, de pequeña, su abuelo, al ver como ella recitaba Tabaré, le decía: “Me vas a dar un gusto que no me dio ninguno de mis hijos, vas a ser actriz”, recuerda a La Mañana Magdalena Cerantes, curadora de la muestra sobre China Zorrilla en el Museo Zorrilla. Puede pensarse como una especie de permiso familiar, pero también debe resaltarse que la genialidad artística es algo que China mamó desde su cuna, que se sumó al talento innato. No solo su padre fue un reconocido escultor, su hermana Guma fue vestuarista, su hermana Inés, escultora, y Marica tocaba muy bien el piano. De alguna forma, todas eran muy creativas. “Creo que en el hecho de que China llegara a ser la artista que fue, influyó el apoyo de su familia, en una época donde ser actriz no estaba tan bien visto socialmente. China tuvo libertad de elección y de poder hacer lo que ella quería: seguir su vocación”, resalta Cerantes.
China heredó de su familia una visión de la vida desaprendida. Se realizaba su propia ropa, regalaba las finísimas carteras que Susana Giménez le obsequiaba, les prestaba dinero a desconocidos e invitaba al plomero a ver su última película en su casa. Escribía hasta en la más mínima esquelita la palabra Paz. Era querida por todos. Resuena aún la anécdota de su íntimo amigo Carlos Perciavale, cuando China regaló a un mendigo el único dinero que ellos tenían para comer en Estados Unidos, bajo la premisa de, “estamos en Navidad en Nueva York, qué nos importa comer”. Era alegre, jovial, humana, y también multifacética.
China actuaba en la pantalla y sobre las tablas, cantaba, escribía, cocía. Conocer su vida personal, más allá de la artística, es la invitación que hace Cerantes a través de esta exposición. “Lo que más se conoce es su trayectoria artística pero no su vida, por eso me parecía importante mostrarla, porque es una vida muy interesante, riquísima, con muchas experiencias”, explica la curadora.
Y para ello, lo hizo a través de la multifaceta misma: invitó a seis artistas diferentes a que, a través del sonido y el video, la fotografía, la pintura, las formas geométricas, la lana y el vestuario, se recreen seis etapas de la artista. De esta forma, Santiago Grandal revive su infancia y juventud, idílica, feliz. Jacqueline Lacasa recuerda el teatro y su paso por la Divina Comedia, los mejores once años de su vida, según la misma China. Francisco Lapetina y Olga Bettas recrean su paso por TCM y Nueva York. Federico Arnaud su estadía en Buenos Aires y Florencia de Palleja se dedica a su última etapa: el regreso a los escenarios uruguayos. En esta última, los visitantes pueden apreciar una pintura donde se observa un telón descorrido y una silla vacía. Pareciera que alguien que estaba allí se adentró en el paisaje del fondo, un hermoso y luminoso bosque. Que se fue así, sin hacer mucho ruido. Distraídamente, dejó su té en el piso y se quitó los zapatos para hacerlo de forma silenciosa y caminar descalza por el bosque. Es que la ausencia de China es así. Falleció hace ocho años, pero su falta no se siente. Y no es porque acaso pasó desapercibida la noticia de su muerte, sino porque de algún modo China siempre está. En los murales de la calle, en la pantalla a través de sus reconocidas películas. Está en sus historias, esos mitos populares, relacionados a su generosidad. Y así uno puede llegar a la conclusión de que fue una persona que hizo brillar el arte desde su esencia más sincera. China continúa, de algún modo, inspirándonos, como una musa que susurra al oído que no nos olvidemos del arte y de extender la mano al otro. Porque, como le enseñó su abuelo: Velar se debe la vida de tal forma que viva quede en la muerte.
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