El Poder
El hombre actual transita el proceso nunca controlable de su Historia y está viviendo hoy una transformación cultural esencial. Se vivió en un mundo donde se admiraba la naturaleza, se apreciaba la alegría de vivir, se valoraban los sentimientos familiares o de amistad o de fraternidad, se fomentaban las expresiones artísticas y poéticas y tenían fuerza los ideales y los valores espirituales de bondad, generosidad sinceridad, honestidad…
Según Romano Guardini, el hombre de hoy, desde el Modernismo, va perdiendo sus vínculos con la comunidad y con la tradición y no se atienden aspectos de la vida como la insuficiencia del niño, el carácter especial de la mujer o la experiencia de la vejez.
El “mundo” no es más que el conjunto de cosas, fuerzas y procesos que puedan ser captados racionalmente por la ciencia y dominados por la técnica. El nacimiento es solo la aparición de un individuo de la especie. El matrimonio, una vida en común con determinadas consecuencias personales y jurídicas. La muerte, el final de un proceso llamado vida.
Todo pierde su misterio y las cosas son entidades entendidas y calculables, de valor solo económico higiénico estético. El Estado es la autoorganización del pueblo que luego, con las leyes sociológicas o psicológicas, se independiza y termina dominando al pueblo.
Debemos aceptar que el monto de los beneficios materiales logrados es enorme. La medicina muestra avances extraordinarios y la ciencia extiende sus beneficios en todos sus campos. Aumentan el bienestar y el progreso. Se eleva el nivel de vida. El hombre puede liberarse del trabajo que requiere esfuerzo físico. Pero ¿estas son conquistas saludables? ¿Se obtiene una ganancia verdadera? Avanza el sistema de salud, pero ¿se gana en confianza vital?
El hecho es que no se vive más tranquilo. Aumentan la tensión, la ansiedad y las preocupaciones. Se requieren más ansiolíticos. No se vive una vida más rica sino llena de actividades vacías de sentido.
El hombre dispone de la naturaleza como dueño. Pero finalmente el sistema técnico económico estatal que tiene el Poder (los políticos del Estado, los legisladores, los militares y los dirigentes de la economía) dispone de la vida.
El poder, como una máquina que se independiza del que la creó, funciona como inmenso, autónomo y anónimo. Aunque esto es engañoso: siempre son hombres o equipos que lo imponen. Y aunque quieren desentenderse ¡son responsables!
Se ha perdido el dominio y el mundo se vive como un peligro, porque aumenta el poderío de las armas.
Ese inmenso progreso material no produce hombres más felices. Con él, coexisten la tragedia de pueblos con hambre, el horror de las guerras y los desastres ecológicos. Y hay culturas enteras en África, en Asia y aún en Sudamérica, sumergidas en una precariedad inhumana, a las que no han llegado aquellos beneficios. Ese dominio provoca en el hombre dominado un “dejar hacer” y luego un deseo de ser dominado para no ser responsable ni tener la obligación de realizar esfuerzos.
El mal de la indiferencia
El desinterés por los demás implica una degradación del vínculo entre humanos, convertido el otro más en un objeto que en un sujeto. En esa incapacidad para un vínculo realmente humano suele estar implicada la actitud de que “nada tiene importancia”. La indiferencia lleva a la vida a la apatía como verdadera patología existencial. Desaparece el entusiasmo, el guato por la existencia y el interés por las cosas. La vida afectiva se desvitaliza y desaparece todo tipo de amor.
Así, con esa carencia, el que no ama tampoco puede odiar. Esto significa que lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia. El que odia al menos está vivo; el indiferente, en cambio, parece no estarlo. De modo que la indiferencia, en cuanto insensibilidad, desvitalización y falta de afecto, es peor que el odio, porque ataca a la vida misma. Es más fácil cambiar a un rencoroso o a un violento que a un apático o a un indiferente.
Por otro lado, aquí nos interesa, en particular, señalar la gravedad del mal que la indiferencia significa para la vida social y política. Nuestra existencia es, por esencia, coexistencia. Por lo tanto, nuestra vida está necesariamente comprometida con la de los otros y aparece ligada al concepto de responsabilidad de un cuerpo social cuya vida es el resultado de la conducta de sus miembros.
Aquí se da la incongruencia de los que rehúyen la participación política y dicen: “A mí la política no me interesa” y luego protestan porque se encuentran con decisiones gubernamentales contrarias a sus deseos.
Luego de hechos aberrantes, crueldades y ultrajes en el terreno social, es inexorable que surjan cuestiones que no podemos acallar. ¿Cómo fue posible? ¿Qué hacían los contemporáneos ante esos sucesos? Una actitud ética genuina nos lleva a pensar en qué medida muchos actos nuestros de indiferencia nos convierten en partícipes necesarios.
Muchas tragedias de la sociedad sin nuestra pasividad, tolerancia o evasión no hubieran sucedido. Muchas de las acciones injustas de los otros se hacen posibles por nuestra indiferencia. ¡Claro que nos sobra capacidad para ser fecundos en inventar pretextos!…
Como ejemplo antagónico de la indiferencia, la tradición de nuestra cultura nos transmite la imagen del Samaritano (Luc 10. 21-35), el que “no pasó de largo” ni “hizo que no veía”, sino que registró la necesidad del otro y obró.
La fuerza del capital social
En los últimos años, los especialistas han identificado y jerarquizado una serie de factores cuya importancia había sido relegada, subestimada o solo vagamente considerada por las corrientes económicas vigentes. Son esas fuerzas sutiles, impalpables para el economicismo, pero de un enorme potencial energético real en la conducta de las poblaciones.
A eso se le denomina hoy capital social, como equivalente al de potencial ético. Es decir: el caudal emocional que, en una población, incluye la vigencia de sus valores y su capacidad para la vida humana. O el conjunto de actitudes que suponen: solidaridad, sentimiento patriótico, capacidad de acciones en común, identificación con los otros, con las organizaciones o con la nación, sentimientos de pertenencia, sentido de grupo, etc.
En la raíz de estas cuestiones están presentes fenómenos significativos. ¿Qué causas producen el hecho comprobado de que a más ética corresponde más desarrollo? ¿Por qué cuanto más capital social más crecimiento económico integral a largo plazo? Es que la fuerza del capital social y la vigencia de actitudes éticas no son romanticismo. En Estados Unidos se ha podido comprobar que cuanto menor es la confianza entre los ciudadanos, mayor es la tasa de mortalidad. Y aunque con un mayor ingreso per cápita, Estados Unidos tiene una expectativa de vida menor que España, Israel u Holanda, y proporcionalmente, la mayor población carcelaria. Lo que interesa destacar aquí es que, en la vida de las sociedades, estos factores poseen una virtualidad que siempre reconocieron las disciplinas humanísticas, pero que hasta ahora las ciencias económicas se resistieron a apreciar en su debida dimensión.
La condición humana tiene sus requisitos
Según las encuestas, la satisfacción de vida en Estados Unidos desde hace una década viene bajando. Un factor determinante es el aislamiento social, especialmente en jóvenes menores de 30 años. Tienen muchos contactos en Instagram, pero pocos amigos en la vida real. Y el ideal del sueño americano lo han perdido. ¡Hoy los norteamericanos son menos felices que los mexicanos! Costa Rica y México están entre los 10 países más felices. Se caracterizan por la calidad relacional: tienen más vida social, muchos viven en hogares con cuatro o cinco familiares y las familias son fuente de apoyo y de alegría. Los estudios muestran que, en América Latina, la felicidad no se explica por factores económicos sino por la fortaleza de las relaciones humanas.
En síntesis: para la felicidad, la prosperidad es indispensable pero no suficiente. La familia, los amigos y la vida social son factores claves para aumentar la satisfacción de vida.
La cultura predominante que hemos descrito más arriba, individualista, consumista y secularizada (carente de todo nivel de espiritualidad), ocupa en el presente la posición más generalizada y potente. Pero, de todos modos, no logra hacer desaparecer virtualidades humanas latentes y los pueblos se resisten a una aceptación pasiva. La esencia de la condición humana se puede reprimir, pero no destruir. Se mantiene latente.
Hay pensadores que consideran que existen vastas regiones de Asia, África y Latinoamérica, con culturas que incluyen la noción de Pueblo y cuyo estilo de vida cultiva la fraternidad y la ayuda mutua. Esto significa la emergencia del pobre como protagonista de un nuevo estilo de vida y de un nuevo momento histórico. La globalización, que busca una homogeneidad artificial, aplanadora de culturas, desconoce la noción de Pueblo y de sus valores concomitantes. Y propugna un modelo único de “ciudadano del mundo” de débil identidad y sin arraigo. Vale la pena resistir a esas presiones anestesiantes.
* Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).