Santo Tomás de Aquino, se pregunta en la Suma Teológica si la fortaleza es una virtud. Y responde que según Aristóteles “la virtud es la que hace bueno al que la posee y a sus obras buenas”. “El bien del hombre –dice Santo Tomás– está en conformarse a la razón […] por lo cual compete a la virtud humana hacer que el hombre y sus obras estén de acuerdo con la razón”. Y señala que uno de los obstáculos que impide a la voluntad seguir la rectitud de la razón es que la voluntad tiende a desviarse de la razón por algo difícil e inminente. “En la supresión de este obstáculo se requiere la fortaleza del alma para hacer frente a tales dificultades, lo mismo que el hombre por su fortaleza corporal vence y rechaza los obstáculos corporales. Por lo cual es evidente que la fortaleza es una virtud, en cuanto hace al hombre obrar según la razón”.
La fortaleza se ocupa, sobre todo, según Santo Tomás, de “vencer el temor a las cosas difíciles, que pueden retraer a la voluntad de seguir la razón. Por otra parte, es necesario no sólo soportar con firmeza la embestida de estas dificultades reprimiendo el temor, sino también atacar moderadamente, por ejemplo, cuando sea necesario eliminar esas dificultades para tener seguridad en el futuro. Y esto parece propio de la audacia. Por tanto, la fortaleza tiene por objeto los temores y audacias en cuanto reprime los primeros y modera las segundas”.
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica dice en el Nº 1808, que “la fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn. 16, 33).
Ahora, bien ¿hay algo que distinga la fortaleza cristiana de la fortaleza natural? Porque es evidente que un ateo, es capaz de vivir la virtud natural de la fortaleza. Josepf Pieper dice en Las virtudes fundamentales, que “la diferencia entre la fortaleza cristiana y la fortaleza meramente natural radica, en último extremo, en la virtud teologal de la esperanza. Toda esperanza nos dice: acabará bien, tendrá un buen fin”.
El cristiano tiene, por tanto, más motivos que el ateo para ser fuerte: si en defensa de su fe debe entregar su vida, sabe que el premio que le espera es mucho mayor que su pérdida, y por eso la acepta con coraje, e incluso con alegría. Pieper cita la frase de las Sagradas Escrituras: “Aun cuando me diere la muerte, esperaré en Él” (Job 13, 15).
“La esperanza cristiana –apunta Pieper– es principalmente y ante todo la dirección de la existencia del hombre a la perfección de su naturaleza, a la saciedad de su esencia, a su última realización, a la plenitud del ser, a la que corresponde, por tanto, también la plenitud de la suerte, o, mejor dicho, de la felicidad. Por el contrario, “la fortaleza desesperada del ‘ocaso heroico’ es en el fondo nihilista, mira a la nada; sus partidarios creen poder soportar la nada. La fortaleza del cristiano, en cambio, se nutre de la esperanza en la realidad suprema de la vida, en la vida eterna; en un nuevo cielo y en una nueva tierra”.
Además, dice Pieper, “el fundamento real de la fortaleza cristiana es el hecho metafísico de la existencia de la iniquidad: del mal humano y del mal diabólico, del mal en la doble figura de culpa y de castigo, es decir, del mal que hacemos y del mal que padecemos”.
Si no existiera el mal, la fortaleza –como la templanza– no tendría sentido porque es una virtud que se opone a una tendencia desordenada, y, por tanto, mala.
“Combatir este poder que aterra –ya sea resistiéndolo, ya atacándolo– es misión de la fortaleza”, concluye Pieper. Combatir ese mal, es un bien arduo. Y para alcanzarlo, se requiere de virtud.
En suma, existe el mal que tira “hacia abajo” nuestra naturaleza herida por el pecado. Nuestra razón, sin embargo, nos tira “hacia arriba”, hacia la verdad, hacia el bien. Si asentimos con nuestra voluntad, y rechazamos la invitación de las bajas pasiones que nos tiran hacia abajo, estaremos viviendo la virtud de la fortaleza, siendo virtuosos, conquistando el bien arduo.