Continuando con nuestra reflexión sobre la actitud resistencial, vienen las preguntas claves: ¿Es posible hacer algo ante la colosal magnitud del poder convertido en intrincada maraña organizacional? ¿Cómo lograr una descristalización de las estructuras mentales inadecuadas? ¿Cómo hacer para que el poder de la resistencia logre instalar en la sociedad un modo de vida internalizado en la valoración ética de los ciudadanos y se convierta en moral colectiva?
Señalaremos tres actitudes que consideramos básicas para una sana estrategia resistencial: la metanoia, la parresía y la paciencia.
La conversión mental necesaria
La organización del mundo actual requiere un cambio de estructuras, pero para que este sea consistente es imprescindible un cambio interior de las personalidades. Si un cambio social es puramente estructural y no logra impregnar la conducta de los individuos, si las relaciones humanas en la vida cotidiana quedan igual que antes, el cambio logrado es precario. El escritor polaco Stavar se quejaba de que “la vida burguesa continúa, con sus conflictos y sus modales, en las sociedades que se dicen socialistas”. Para ello, en primer lugar, se debe tomar conciencia, como ya señalamos, de que la historia no trascurre por sí misma, sino que es consecuencia de las acciones de los hombres. Y en segundo lugar, que el sistema de valores vigente en la mente de los ciudadanos de hoy requiere una transformación. Los criterios por los cuales se guía la conducta pública y privada en gran parte es la de los medios, inculcada por los imperialismos (militares, políticos o financieros), e instalada en el cerebro de individuos en buena medida robotizados.
La autonomía mental debe ser rescatada. Según E. Fromm, se hace necesario que un nuevo tipo de hombre reemplace al individuo que, víctima del poder actual, dentro de sociedades constituidas por “muchedumbres solitarias”, aparece indiferente, con “frialdad de corazón”, de pura “excitación sensorial”, impedido de expresar sentimientos, que sólo “vive el momento”… Se hace necesario encontrar otra forma de vida para el desasosiego burgués que incapacita a los hombres frente a los cambios y a la necesidad de asumir el mundo.
Esto requiere lo que los griegos llamaron una metanoia, o sea: una “revolución mental”, una transformación de las ideas, una nueva mentalidad y forma de ver las cosas. Se va imponiendo la necesidad creciente de poder revalorizar el acto de meditar sobre el sentido de las cosas: ¿qué es el trabajo?, ¿la ley?, ¿la propiedad?, ¿la salud?, ¿la amistad?, ¿qué es lo más importante y qué lo indiferente? Y ese pensar por sí significa hacer posible la recuperación de la “independencia de juicio” por parte de la población. Esto implica ser capaz de examinar y poner a prueba la actitud existencial de uno mismo. Y supone también una renovación del “carácter”, porque para dominar el poder se necesita el dominio de sí. Para resistir el mal se requiere una lucha contra las tendencias egocéntricas de sí mismo. En especial, para poder salir de los sistemas establecidos y hacer posible el cambio, se hace necesaria una “ascética” contra el egoísmo y el miedo.
Restauración de la parresía
Los antiguos llamaron parresía a la capacidad de expresión franca, firme y valiente frente al poder, que incluye convicción, claridad y coraje. Y ella constituye la actitud opuesta a lo más habitual en la cultura moderna: la inautenticidad e inconsistencia de la palabra, la falta de sinceridad, la mentira existencial y la “profunda superficialidad” del relativismo ético que anestesia toda verdad y compromiso.
En la tradición grecorromana, Antígona se erige como el paradigma heroico de la parresía. Y en nuestra cultura judeocristiana, la parresía está presente en el mismo inicio del anuncio evangélico. Pedro, que días antes había negado a su Maestro por cobardía, es capaz de plantarse con coraje ante el Sanedrín que le prohibía predicar: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech. 3,29).
En el último siglo, fueron adalides de la parresía Gandhi, Mandela y Luther King. En el momento presente, la prédica de los líderes religiosos como el Papa actual se ubica en ese rumbo frente a la desmesura del poder económico. Y esa debe ser la actitud de toda sana posición resistencial, porque el abuso del poder se vale del engaño, la ambigüedad, la indiferencia… recursos que siembran la confusión e inmovilizan la reacción. Toda la vida política hoy está impregnada de lo contrario a la parresía.
Una paciencia fuerte, esperanzada y de autoconfianza
En un mundo digital en que todo es instantáneo, la impaciencia y la ansiedad devienen moneda corriente y la intolerancia a cualquier demora en la satisfacción de deseos parece natural. En la impaciencia predomina la indignación, pero con una modalidad inmadura y adolescente, de ribetes épicos, que pretende y promete la solución fácil y rápida de los problemas. Quiere adelantar el reloj de la historia, y cree que para eso bastan el deseo y la voluntad. En el fondo, es imprevisora de los costos, temeraria respecto de las consecuencias, negadora de realidades, idealista y fantasiosa antes que objetiva. Es rebelde a advertir los “signos de los tiempos”.
Un cambio efectivo y duradero demanda tiempo. Esto les resulta difícil a los impacientes y muchas veces optan por la violencia. Pero la impaciencia es la madre de muchas tragedias sociales, daña a las personas y violenta la naturaleza de las cosas. El drama esencial de la actitud impaciente está al final del camino, en el momento en que logre su objetivo: “el triunfo de la revolución”. Allí encontrará los escombros de lo destruido y la decepción de las veleidades utópicas.
También la idealización del cambio posible genera impaciencia y lleva a la radicalización y a acusar de sobornados a los no extremistas. Frecuentemente, tanto los conservadores como los radicalizados atacan a los moderados. No son capaces de entender que el cambio no surge de la nada, que siempre hay una fusión de lo nuevo con lo anterior. Se produce una acomodación; las formas de vida anteriores no desaparecen sino reaparecen transformadas.
Entre la impaciencia y la resistencia al cambio está la prudencia, que los antiguos definieron como “la capacidad de tomar decisiones acertadas en sus fines y en sus medios”. No es cautela ni es pequeñez de espíritu sino percepción realista y sentido práctico. De ahí que sea la virtud esencial del buen gobernante.
Su brújula es la justicia solidaria y está asociada con la fortaleza, porque se le requiere sostener la firmeza contra los embates tanto de la ansiedad como de la resistencia al cambio. Navega en Cronos, pero atiende a Kairos, el tiempo oportuno para las decisiones. Es la sensatez del padre capaz de sacrificios, que sabe leer las necesidades de los hijos, pero no cede a sus caprichos. Es el signo de la verdadera democracia, que sabe poner el foco en la urgencia específica que corresponde a cada tiempo y a cada lugar. Es la actitud de los estadistas que marcan una huella en la vida del mundo, porque los gobiernos se miden no por lo que brillan sino por lo que dejan.
En consecuencia, es imprescindible que la actitud resistencial se muestre capaz de paciencia, pero de una paciencia sólida, comprensiva de la realidad, dotada de fortaleza, persistente en el tiempo, convencida de su propio valor y esperanzada respecto del porvenir.
La pandemia ha significado un impacto que averió al poder vigente en todos sus flancos. Ha derribado su seguridad y ha puesto al desnudo su debilidad de gran ídolo con pies de barro. Se desplomó la economía mundial, se ha puesto en crisis la seguridad social, se vino abajo el prestigio del poder político, se oscureció la certeza de la ciencia… Pero para la resistencia no es lo más importante la desintegración del sistema injusto sino la construcción de un mundo nuevo. El fin de un mal no asegura su reemplazo por el bien correspondiente. Como el virus, el poder puede perpetuar su vigencia.
La resistencia exige una constancia permanente. Y ésta se alimenta de la firme convicción de que nuestra resistencia no es sino el esfuerzo por conservar encendida la luz de la dignidad humana. O sea: mantenerse humano.
En consecuencia, se debe hacer consciente la fuerza progresiva que han ido tomando en los últimos años los movimientos de resistencia al poder hegemónico. El vigor y la magnitud de las actividades del voluntariado, de las ONG, de los movimientos sociales y de las fuerzas independientes surgidas de la necesidad de los pueblos de una vida digna, ya no puede ser ocultada por los medios ni contenida por el disciplinamiento social. Y es previsible que en poco tiempo desbordarán las estructuras políticas vigentes y van a alcanzar los niveles de decisión gubernamental de los Estados.
La necesidad de silenciarlas es una muestra de la debilidad no reconocida de un sistema que se desintegra por sus propias contradicciones internas. Y las opciones son ineludibles: si los ricos (personas o países) no usan su poder para hacerle posible la vida a los pobres, los pobres buscarán adquirir un poder capaz de hacerle imposible la vida a los ricos.
* Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).