La reciente presentación en Montevideo de una obra teatral sobre Juana de Ibarbourou, a la que no tuvimos la oportunidad de asistir, se constituyó en un incentivo para evocar su trayectoria espiritual a través de su poesía. Fue sin duda el reconocimiento que su obra poética obtuvo en su vida y después de ella lo que garantiza la perduración de su personalidad y motiva su evocación hasta nuestros días.
Iniciada tempranamente cuando a sus 25 años publica Las lenguas de diamante, la poesía acompañará y expresará la trayectoria vital y espiritual de Juana de Ibarbourou hasta el final de su vida, a los 87 años. Su consideración puede constituir una vía de aproximación a lo más profundo y significativo de su alma. A la búsqueda de tal aproximación responden las líneas que siguen.
El inmediato suceso y repercusión que tuvo aquel primer libro difundió una primera imagen de su existencia y de su poesía que es la que hasta hoy perdura. Predomina en ella la exaltación de la naturaleza, una sensualidad casi pagana en la expresión del amor humano y un lenguaje poético coloquial y comunicativo que facilitó, sin duda, la difusión que inmediatamente obtuvo y que perdura en el imaginario de lectores y críticos hasta el presente. Con todo, si se toma en cuenta su trayectoria global, hay una exigencia de rectificación, ampliación y profundización de esa imagen.
Algún poema de ese primer libro (por ejemplo, “La hora”) ilustra los rasgos mencionados a través de la ofrenda que la poetisa hace de sí misma y de su cuerpo a una figura masculina que, si bien no identificada, probablemente se asocie con la figura de su esposo, el capitán Lucas Ibarbourou, con quien había casado a los 21 años, de quien tuvo un hijo al año siguiente y de quien adoptó el apellido con el cual será conocida; dice así el poema:
“Tómame ahora que aún es temprano,
y que llevo dalias nuevas en mi mano
ahora que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la primavera.
Después… ¡ah, yo sé
que ya nada de eso más tarde tendré.
Hoy y no mañana. Oh amante, ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?”
Otro poema (“La pastora”) en que reaparece esta conflictiva y es expresada a través de un diálogo alternado consigo misma, dice:
“–Mañana… –Mas, ¿quién piensa de veras en mañana?
–Tu rebaño de estrellas, pastora sobrehumana…
–¡Oh, cállate, profeta! No adelantes el mal.
(Y da una nota falsa la flauta de cristal)”
El filósofo y poeta español Migue de Unamuno, a quien Juana envió esta primera colección de poemas y que afirmó gustar de ellos y los elogió, objetó, sin embargo, la aparición de estas premoniciones de transitoriedad y caducidad presente en su poesía, afirmando que lo sincero y natural en ella era la alegría simple de vivir y de amar. Cupo, sin embargo, a Alberto Zum Felde en su Proceso intelectual del Uruguay rectificar ese juicio parcial, señalando que “esa coexistencia de ambos sentimientos: el de la vida y el de la muerte, era lo más natural. La idea de la muerte acompaña al gozo de la vida como la sombra al cuerpo”.
Esta temprana intuición de Zum Felde se verá ratificada en la evolución posterior de Juana. Después de un período de aparente silenciamiento poético entre 1930 y 1950, retomará, con el significativo título de “Perdida”, su expresión versificada.
Y esos 20 años transcurridos después de su etapa inicial fueron en verdad significativos, tanto en el reconocimiento a su producción artística como en datos existenciales que dejarán su huella en los años posteriores. Además de dos libros significativos de poesía (Raíz salvaje, La rosa de los vientos) que complementan al libro inicial, Juana recibe en 1929 un expresivo homenaje en el Palacio Legislativo en presencia de poetas e intelectuales de toda América; y por propuesta del poeta peruano Santos Chocano recibe el título de “Juana de América”. Zorrilla de San Martín, amigo de la poetisa y padrino de su casamiento sacramental, impone en su mano un anillo conmemorativo del evento.
Pero lo más significativo de ese período intermediario es, a nuestro parecer, la redacción y publicación en 1934 del libro de poemas en prosa Loores de Nuestra Señora, en que manifiesta su amor por la Virgen del Perpetuo Socorro, devoción que remite inclusive a su infancia en Melo. En la serie de expresivas alabanzas a María que va tejiendo a través de sus letanías revela, además, que su relación con Ella le ha permitido retomar la esperanza vital que se vio a riesgo de perder, diciendo: “Ese culto ingenuo y fresco poco a poco se ha transformado en una devoción consciente y profunda, en una dolorosa ansia de fe pensativa. La vida –la vida maravillosa de bondad y sufrimiento, de confianza y desengaño– ha ido convirtiendo esa fe juvenil en una honda y ardiente necesidad del espíritu. Tras mis dulces versos de borrasca –¡oh exaltado corazón de veinte años!– vienen ahora estos pequeños poemas tan sencillos… Lo que lecturas sin control y decepciones ácidas pudieron haber transformado en negadora filosofía… lo que pudo ser extraviada rebeldía en esa embriaguez de vivir que se me hizo desolado conocimiento humano, tórnase ¡gracia altísima! en fervor consciente y probado, en deslumbrado encontró e inconmovible afirmación… Yo no tengo, aparte de mi fe viva y quemante, nada más que estas páginas fervorosas para ofrecérselas a la dulcísima y divina amparadora que me ha concedido la serenidad y la indulgencia, la nueva sonrisa y la nueva esperanza”. Transcribimos a continuación uno de esos poemas en prosa que, sin dejar de ser alta poesía son, al mismo tiempo, verdaderas oraciones.
Spes ultima
“Cuando la vida ha deshojado todas sus margaritas y la sombra nos va ganando los ojos, es, muchas veces, cuando recién empezamos a verte, ¡oh, Madre! Millonarios de esperanzas, no nos caben en las manos, de tantas que son, las moneditas de oro. ¡Cómo luego las vamos perdiendo por el camino, o dándolas, mercaderes tontos, a cambio de lo primero que nos deslumbra, así sea un alfiler de cobre pulido, una cuenta de vidrio brillante, o un pájaro que no sabe cantar! Solo cuando ya no nos queda ni un poco de polvo dorado sobre las palmas vacías, levantamos los ojos hacia ti, verdad inmutable y dulce. Y por ti volvemos a soñar con los ángeles y a confiar en la redención, porque tú eres la idealidad suprema, el triunfo de la luz sobre el cieno, el arco iris levantándose de un mar que ha sido conmovido por el tifón hasta la entraña. Cuando creemos que ya no nos queda nada, descubrimos, encontrándote, que acabamos de conquistarlo todo. Y en ti, la última esperanza, se nos hace visible el camino alfombrado de suaves musgos que nos ha de conducir hasta la montaña de la serenidad definitiva, desde donde el alma ya empieza sus diálogos con Dios”.
Permítasenos aquí una pequeña anécdota. Admirando la profundidad de estas oraciones, tradujimos todo el libro al portugués e hicimos de él, además de una edificante lectura espiritual, un delicado presente que ofrecimos en circunstancias significativas para algunas personas, inclusive seminaristas, con ocasión de su ordenación sacerdotal. Gustaron de ello. La poetisa ratificó así su merecido título de Juana de América.
Como lo decía ella misma, en el período transcurrido ente 1930 y 1950, además del reconocimiento a su creación artística, acontecieron diversas probaciones existenciales que fueron modificando su imagen del mundo, su experiencia vital y su poesía. Ello es visible ya en el primer libro de poemas de esta segunda época (Perdida, de 1950) y perdurará en los que aparecerán después hasta el fin de su vida (Romances del destino, Dualismo, Oro y tormenta, etcétera).
Acontece en ellos una renovación de las temáticas evocadas, acorde a las nuevas experiencias vividas. Esto torna ahora a su poesía más intensamente humana. Y si a ello acrecentamos que, en el nivel específicamente estético, su lenguaje nada ha perdido de perfección en sus imágenes, en su estructura y en su capacidad comunicativa, constatamos que esta etapa final de su poesía constituye el momento más significativo de su trayectoria.
Uno de los temas recurrentes es la nostalgia de la juventud y el bendecido asombro con que percibe cuanto hubo para ella de una providencia favorable. Así, por ejemplo, en “Oro y tormenta”:
“Asida de una rama de neblina
dialogo con mi ayer, oro y tormenta…
El ayer… Ah, qué mundo tan lejano
de esta avidez de presa de mi mano
halcón menudo que cazó centellas,
ave de paraíso ya perdida
entre la selva helada de una vida
que iluminaron todas las estrellas.”
Otras veces se une a esa evocación la confrontación con la muerte de seres queridos para ella en la cual, sin dejar de trasparecer el dolor consiguiente, se yergue solitaria y firme ante el misterio:
“Se alza la alondra para el canto y lleva
la cruz ceñida a las abiertas alas;
surge el jazmín y en su blancura lúcida
está el marfil de estirpe funeraria.
¡Cómo vivía yo cada minuto
y me moría jubilosamente,
para tornar a renacer tan clara
como los puros musgos de las fuentes!
Ahora asisto con inmóvil párpado
al continuado juego de la muerte.”
Pero es sobre todo en el poema titulado “Angor Dei” que la elevación de su espíritu, de su fe y de su capacidad de expresión alcanza, en nuestra opinión, su máxima realización. Trátase de un diálogo con Cristo en el que, al evocar un panorama general de desunión, codicias, rivalidades, guerras y amenazas apocalípticas, Juana se sitúa ante el Señor y se ofrece en sacrificio expiatorio por el bien de la humanidad, uniendo su entrega a la de Cristo. Y aquella persona, aquel cuerpo que antes se entregaba en busca de una unión integral con alguien, percibiendo anticipadamente que tal finalidad no sería alcanzada en plenitud, se ofrece ahora integralmente en sacrificio para que, en unión con Cristo, pueda ser vencido el mal en el mundo. La capacidad de amar ha llegado a su máxima expresión con la renuncia a sí misma por el bien de los otros. No nos sorprende, pues, que junto con esa elevación espiritual, también la poesía alcance su máxima expresión.
Dejamos, pues, al lector ante ese texto para que lo considere, lo medite verso a verso y comparta la elevación que en él se alcanza.
“Cristo que prometiste regresar para el Juicio,
para la redención y para el pleito
del demonio y tu Padre,
para la hora eterna sin daga ni cilicio,
el triunfo del amor, la caridad que labre
la dulce aurora única de la alianza del hombre
con el lobo; las bodas de los pueblos
Estamos en el triunfo duro y enrojecido
del odio que te lleva, ¡oh Cristo! a la derrota.
¿Qué hacemos si no cumples ahora tu promesa,
si no vienes y curas la fiebre de las cosas?
¡Ahí, si yo fuera digna de la crucifixión,
blanca, y cual tú, emisaria de una nueva esperanza,
si pudiera cegar la amenaza del átomo,
destrozar los fusiles, mellar todas las lanzas
y hacer de cada hombre un tranquilo labriego
atento sólo al pan abundante del mundo,
a la fruta de azúcar, al ensueño y al canto,
al cacharro más bello, al amor más seguro,
a la mujer sin joyas con sus hijos sin llanto!
Si yo me mereciera la cruz y su agonía
y la tierra adviniera tranquila, rica y clara
a cambio de mi sangre, tómame Cristo mío,
y hazme tu capitana.
Porque tal vez estás quemándote, vidente,
en otros tristes mundos de guerras y sollozos,
con la frente en el polvo te ofrezco el cuerpo mío
para comprar con él las legiones del odio.”
Esperamos, pues, que una imagen más plena de Juana de Ibarbourou se haya revelado ante nosotros.




















































