Poco a poco los uruguayos nos vamos acostumbrando de nuevo a convivir con el desempleo. La economía venía destruyendo trabajos bien antes de que comenzara la pandemia, consecuencia de años de atraso cambiario y una carga fiscal y regulatoria cada vez más insoportable para las micro, pequeñas y medianas empresas, las principales generadoras de empleo. Pero la pandemia vino a agravar la situación. El efecto más visible es de carácter cíclico, colocando a la economía en una profunda recesión de la cual todavía no hemos emergido. El efecto más duradero se hará sentir sin embargo en una adopción más acelerada de nuevas formas de trabajo, especialmente en los sectores de servicios, los más intensivos en la utilización de mano de obra.
Como respuesta, los países desarrollados han calibrado sus políticas económicas al nuevo mundo que prevén emergerá una vez terminada la pandemia. Ya no alcanza con estímulos monetarios y fiscales que permitan sacar a la economía de su pozo recesivo. También es necesario intervenir de forma más efectiva en el mercado de trabajo, procurando que los trabajadores actuales se adapten de la mejor manera posible a un futuro que llegó mucho más rápido de lo que podríamos haber anticipado pocos años atrás.
Mientras tanto, en nuestro país, discutimos el porcentaje de aumento de salarios como si se tratara de la única dimensión del problema. Sin un aumento en la productividad, los aumentos de salarios tienden a afectar desproporcionadamente a los sectores de ingresos más bajos, en particular a los jóvenes que se incorporan por primera vez al mercado de trabajo. Desde un rincón del espectro político, se critican los reclamos por aumentos de salarios por contribuir a un mayor desempleo, provocando una transferencia de ingresos regresiva desde los sectores menos privilegiados a favor de aquellos que gozan de empleos estables. Mientras tanto, y desde el rincón opuesto, se argumenta que la solución al problema no puede pasar por una baja generalizada de los salarios reales ya que ello podría llevar a la precarización del trabajo. Y, por qué no, a la degradación de las personas.
Abstraerse de esta dialéctica infructuosa –y que solo favorece a los intereses de siempre–, requiere apuntar todas las baterías a la implementación de medidas que contribuyen a una mejora de la productividad. Como explica el economista Dani Rodrik: “los buenos empleos y las buenas empresas van de la mano”, y por tal motivo, no alcanza con que el Estado promueva programas de educación y entrenamiento. Para salir de esta trampa, Rodrik puntualiza que las políticas sociales y de crecimiento son complementarias, y por tanto deben diseñarse acordemente.
¿De qué sirve darles más dinero a institutos como INEFOP si cada vez hay menos empresas con capacidad de generar nuevos empleos? ¿No sería mejor dirigir los beneficios a las empresas que se preocupen en capacitar a sus propios trabajadores para hacerlos más productivos?
Para encontrar soluciones a este dilema, el año pasado Francia convocó un panel de expertos que, liderados por Olivier Blanchard y Jean Tirole, presentaron el mes pasado un informe titulado “Grandes desafíos económicos futuros”. Con la mira puesta en la generación de buenos empleos, los autores recomiendan vincular las políticas laborales con las políticas industriales, regionales y de innovación. Al mismo tiempo destacan la importancia de llevar adelante políticas activas en coordinación con las empresas, reorientando las políticas industriales y regionales existentes desde los subsidios fiscales hacia la creación de bienes públicos que favorezcan la creación de buenos empleos a todas las empresas, y no solo a aquellas favorecidas con exoneraciones. Recomiendan además fomentar la incorporación de innovaciones que permitan potenciar a los trabajadores en lugar de reemplazarlos.
Estas recomendaciones resultan intuitivas y ayudan a inspirar la formulación de políticas consistentes desde el punto de vista fiscal. ¿Es rentable socialmente para el Estado otorgar exenciones a enclaves fiscales cerrados? ¿O resultaría más eficiente aplicar esos recursos para beneficiar una amplia gama de empresas que deseen incorporar nuevas tecnologías, como hace Europa con el auto eléctrico? ¿Imaginan a Europa otorgando licencias de zona franca para desarrollar motores eléctricos? ¿Tiene sentido seguir insistiendo con los cursos de INEFOP cuando podemos potenciar la UTU? Son todas preguntas que corresponde hacerse.
El problema del trabajo es lo suficientemente complejo como para informar todas las decisiones de política. El caso de Italia es emblemático; es un país que se define en el artículo 1 de su Constitución como “una República democrática basada en el trabajo”. Y vaya si habrá hecho honor a esta consigna durante el proceso de reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial. Uruguay debería inspirarse en antecedentes como estos, y vertebrar todas las políticas y energías en concebir y preparar al país más adecuadamente para el futuro del trabajo.
No queda mucho más espacio para especulaciones. Ningún dirigente político, empresarial o sindical puede escapar la responsabilidad de procurar un ámbito de dialogo que permita, mancomunadamente, comenzar a resolver el problema del trabajo nacional. Es justamente esta búsqueda de consensos la motivación principal por la cual Cabildo Abierto reclama desde inicios del año la convocatoria al Consejo de Economía Nacional, figura prevista en el Art. 206 de nuestra Constitución. Si bien no resulta sorprendente que la propuesta haya recibido críticas de izquierdas y derechas, hasta ahora parecería que ningún otro sector político ha logrado articular una alternativa mejor. ¿Por qué motivo se descarta entonces la propuesta de Cabildo Abierto?
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