Días atrás el Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación de España lanzó su mapa de peligrosidad en el mundo 2025, en el que clasifica a todos los países en distintos niveles de riesgo que sus ciudadanos deben tener en cuenta a la hora de viajar. En esa línea, nuestro país fue incluido por primera vez en el mismo nivel que Paraguay y Bolivia, considerándose ahora un destino al que se debe viajar con “precaución”.
Para los que vivimos en Uruguay desde hace décadas y conocemos la realidad cotidiana actual de este país sabemos muy bien que lo que sugiere el gobierno de España está dentro de lo lógico, ya que ciertamente la convivencia social se ha deteriorado enormemente. Pero nos parece importante observar –no para sacarle el peso al gobierno anterior ni a este, sino para comprender mejor este fenómeno– que la inseguridad y los problemas coaligados al crimen organizado trasnacional se incrementaron no solo en nuestro país y en la región a partir de la pandemia de covid-19, sino en todo el mundo, siendo este un fenómeno que se repitió y se expandió a nivel global.
De hecho, la principal conclusión del Índice Global de Crimen Organizado 2023 es que los niveles de criminalidad aumentaron en todo el mundo, mientras que los indicadores de resiliencia se estancaron en la mayoría de los países. Esto quiere decir, con otras palabras, que se está ensanchando la brecha entre el aumento de los niveles de criminalidad y las medidas o instrumentos que tienen la sociedad y los Estados para encarar este problema. Especialmente teniendo como telón de fondo un orden global y nacional más fragmentado e inestable.
De cierta manera, la paradoja del mundo pospandemia es que nos encontramos frente a una sociedad global más interconectada, con mayores avances tecnológicos, pero que al mismo tiempo tiene más desigualdades y mayores tensiones geopolíticas que antes. De forma que este contexto –en el que la globalización está cada vez más conectada y las sociedades nacionales cada vez más afectadas por los problemas económicos y políticos– resulta ser el escenario ideal para que los actores criminales encuentran nuevas oportunidades para el comercio ilícito. No solo porque las estructuras del Estado fallan en sus controles, sino también porque al deteriorarse el tejido social las poblaciones que viven en situación de vulnerabilidad se ven mayormente traccionadas hacia la informalidad y el crimen.
Esto último es fácilmente visible en Uruguay, donde la pobreza crónica y la ausencia del Estado en algunos territorios se ha convertido en un caldo de cultivo para las organizaciones delictivas de todo tipo. Y esta situación ha puesto bajo los focos el problema de la pobreza infantil.
Sin embargo, hay que entender, con base en los antecedentes de lo que se ha venido haciendo en las últimas décadas, que este tipo de problema no se resuelve únicamente con prestaciones económicas, sino con una política que se afuste al territorio y sus necesidades.
Según mencionaba el economista Diego Aboal para esta edición de La Mañana los elementos más estructurales que propagan la pobreza de generación en generación “son los vinculados a niveles educativos insuficientes (una de cada dos personas en Uruguay vive en hogares donde al menos un miembro no tiene un nivel educativo suficiente), informalidad laboral y precariedad en la vivienda (por ejemplo, pisos de tierra, techos de material de desecho, etc.). Estos tres factores tienen alta prevalencia en los hogares pobres y se retroalimentan y propagan la pobreza de una generación a otra. A la vez evidencia que la pobreza y la pobreza infantil no son solo un problema de ingresos, sino de privaciones estructurales que deben ser atendidas”.
En esa línea, es importante destacar que invertir en la infancia tiene retornos económicos y sociales comprobados. Según estudios del BID y Unicef, cada dólar invertido en la primera infancia puede generar entre 3 y 17 dólares de retorno futuro en productividad, salud y reducción de la pobreza crónica, dependiendo del tipo de intervención y el contexto en el que se realice.
En contraposición, el crimen organizado trasnacional tiene costos importantes para el Estado, que incluyen pérdidas de productividad, gastos en seguridad privada y pública, y daños a la infraestructura. Además, el crimen organizado frena la inversión extranjera, reduce el turismo y provoca migraciones masivas, exacerbando la pobreza y la desigualdad, convirtiéndose en un problema que se retroalimenta a sí mismo. Porque, en definitiva, el crimen organizado ha encontrado nuevas maneras de adaptarse a vulnerabilidades específicas de los Estados y su población para sacarles provecho. Y teniendo en cuenta que cada país tiene sus propias características –pues lo que hace que un Estado sea vulnerable al crimen organizado puede ser irrelevante para otro– el diagnóstico y la estrategia a implementar no pueden ser exclusivas y mucho menos demasiado abstractas.
Por este motivo, conviene recordar la importancia que tienen las diferencias contextuales, sobre todo para comprender cómo se han formado las economías criminales y cómo se han diseñado los indicadores de resiliencia en función de cada contexto.
Y ese es el motivo por el que a pesar de que el gobierno anterior trató de encontrar una solución a este problema –aunque sin tener en cuenta todas las propuestas que estaban sobre la mesa: recordemos que las de Cabildo Abierto en materia de seguridad fueron ignoradas en su mayoría por el Ejecutivo anterior– los resultados de las políticas llevadas adelante por Diego Sanjurjo se hicieron lamentablemente esperar. Principalmente, porque no se puede adaptar lo que funciona en un territorio a otro completamente diferente. Y en ese sentido las propuestas de Sanjurjo no pasaron de ser una simple adaptación.
Por otro lado, el gobierno entrante parece más abocado a buscar un marco institucional nuevo para combatir la inseguridad, anunciando como caballito de batalla un “Sistema de lucha contra el crimen organizado y narcotráfico” (Silcon), y la posible creación de un Ministerio de Justicia que tenga en su seno al Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) y la Fiscalía General de la Nación.
Ambas iniciativas ya cuentan con varias críticas. Pero además, en referencia al Silcon, llama la atención que habiéndose creado por medio de la Ley 19.513 una Comisión de lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado transfronterizo, en 2017, que funciona en la órbita de la Presidencia de la República y está integrada por el prosecretario de la Presidencia de la República, los subsecretarios del Ministerio del Interior, el Ministerio de Defensa Nacional, el Ministerio de Economía y Finanzas, el Ministerio de Relaciones Exteriores, el Banco Central del Uruguay y la Secretaría Nacional para la Lucha Contra el Lavado de Activos y el Financiamiento del Terrorismo (las mismas carteras y organismos que integran el Silcon), se haya creado otra comisión con características similares.
Entonces, cabe preguntarse ¿por qué la nueva administración replica una comisión que ya existe y funciona? ¿Tiene esto que ver con hacer más efectivo al Estado? ¿O está detrás lo que mencionó el exministro del interior Nicolás Martinelli acerca de que la única intención clara que tiene el decreto 95/025 –que creó el Silcon– es que elude los controles parlamentarios que estaban incluidos en la comisión que creó la Ley 19.513.
Sabemos muy bien que el poder es un elemento indispensable en la lucha contra el crimen organizado trasnacional y, en ese sentido, cualquier carencia de poder, sea territorial, económico, tecnológico, político, armamentístico, es aprovechado por los actores criminales para desarrollar sus negocios ilícitos. En esa medida, es obviamente necesario que el Poder Ejecutivo disponga de todos los elementos a su alcance para combatir el crimen, pero al mismo tiempo es esencial preservar la división entre los poderes del Estado y las funciones que cumple cada uno, entre las que se encuentran, en el caso del Parlamento, la de contralor. Porque para que el poder sea efectivo en su servicio a la República depende de sus necesarios contrapesos.