En su primera encíclica (Ubi arcano Dei consilio), el papa Pío XI analiza las causas de las calamidades que afligen a los hombres de su tiempo y observa que nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen el imperio de nuestro Salvador. Además, exhorta a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, porque “no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo”.
En Quas primas, su segunda encíclica, publicada el 11 de diciembre de 1925, el papa instaura la Fiesta de Cristo Rey, la escribe para realzar el reinado de Jesucristo, porque “ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas”.
Que Cristo es Rey, lo anuncia el Antiguo Testamento y lo confirma el Nuevo. El arcángel San Gabriel le dice a la Virgen que “el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”. Y el propio Jesucristo lo confirma en varias ocasiones. Sobre todo cuando Pilato le pregunta si él es Rey y le responde “Tú lo dices. Yo soy Rey”.
¿En qué se fundamenta la realeza de Cristo? Según san Cirilo, “en virtud de su misma esencia y naturaleza”. O sea, en la unión hipostática, que es la unión de la naturaleza humana de Cristo con su naturaleza divina. Por esto todos, hombres y ángeles, le debemos obediencia en cuanto hombre. Además de “por derecho de naturaleza”, Cristo impera sobre nosotros por derecho de conquista: fue él quien nos compró la redención con su sangre.
Pío XI recuerda las palabras de León XIII, “el imperio de Cristo se extiende a todo el género humano. Cristo es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de Él no hay salvación, pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual deban salvarse.
Y es por eso por lo que “desterrados Dios y Jesucristo de las leyes y de la gobernación de los pueblos, hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual se sigue una violenta conmoción de toda la humana sociedad, privada de todo apoyo y fundamento sólido”.
De ahí la necesidad de que los hombres reconozcan pública y privadamente la regia potestad de Cristo, porque solo a partir de ese momento vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia.
Las razones para instituir esta fiesta son dos: la primera, es poner remedio a la peste del laicismo, ideología impía que se venía incubando desde mucho tiempo atrás: primero, se negó el imperio de Cristo sobre los hombres; luego, se negó a la Iglesia el derecho de enseñar las leyes de Cristo y conducir a los pueblos a la eterna felicidad; se igualó a la religión cristiana con las demás religiones falsas; y finalmente, se la sometió al arbitrio del poder civil. Tampoco faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios. Todo esto, trajo discordias, odios, rivalidades y codicias desenfrenadas… cuyas consecuencias sufrimos hasta hoy.
La segunda razón, es preparar y acelerar el retorno de los gobiernos y los pueblos a Jesucristo. Aquí, el papa critica la apatía y la timidez de los buenos, “que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia”. Por eso alienta a los católicos a “militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, y a llevar a Dios de nuevo a los rebeldes e ignorantes”.
El papa decreta que la Fiesta de Cristo Rey se celebre anualmente, porque sabe que para instruir al pueblo en las cosas de la fe son mucho más eficaces las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas del eclesiástico magisterio.
“Cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad”.
Viendo el estado actual de la sociedad, no queda más que gritar con Pío XI, en alta y clara voz: ¡Viva Cristo Rey!




















































