Se puede citar a Cesare Lombroso como uno de los padres de la criminalística italiana, iniciando en la península una escuela que abriría un camino que haría a dicho país una referencia ineludible en los estudios de Derecho Penal. Lombroso en realidad era médico y en el siglo XIX fue de los iniciadores de la escuela criminalística positivista que, a grandes rasgos, podemos decir que pretendía basar sus afirmaciones en la ciencia al margen de cualquier consideración religiosa o filosófica.
Este estudioso pretendió determinar la existencia de rasgos físicos de las personas que indicaban una predisposición, cuando no un rasgo determinante de la inclinación a un comportamiento criminal. La forma del cráneo, la de la mandíbula, la de las cejas o de los ojos podrían determinar una predisposición física de origen genético al comportamiento criminal. Esta escuela carece modernamente de recibo en los círculos académicos de prestigio, en los que se atribuye la propensión del delito más a razones de orden educativo, económico, psicológico o de otra índole, que a un determinismo biológico, ya que hay delincuentes de la más variada apariencia o características físicas, por lo que, como dice la canción, “la pinta es lo de menos”.
El desgraciado hecho por el que un padre decidió suicidarse y simultáneamente quitarles la vida a sus dos hijos ha consternado al país, pero ha contribuido a resucitar y fogonear organizaciones del feminismo radical, que más que defender los derechos de la mujer resuman odio a lo masculino y resucitan consignas que todos hemos oído como “Muerte al macho” o bien “Los hombres son todos violadores”. Estas extremistas seguramente deben odiar a su padre, a sus hermanos y suponemos a sus hijos varones, en caso de tenerlos, lo que pone en la picota al cincuenta por ciento de la población mundial. Desde las organizaciones internacionales se fogonea una política de odio, a la que pocos se animan a controvertir con sensatez, especialmente en un país en el que la igualdad de derechos del hombre y la mujer se declaró por Ley 10.783 de 18 de setiembre de 1946, debido precisamente al impulso de una gran mujer como lo fue Sofía Álvarez de Demichelli, a la que el feminismo ignora olímpicamente. Seguramente ello se debe a que la citada jamás integró el olimpo o paraíso marxista ni alentó ningún tipo de enfrentamiento, como sistemáticamente se pretende por quienes hacen de la confrontación el motor de la historia.
Quienes atizan el odio a lo masculino reclaman más legislación tuitiva, seguramente del tipo de la Ley 19.580, que contrariando la mejor tradición de nuestro derecho ha derogado, de alguna manera, el principio de inocencia, generando culpables sin derecho a controversia inmediata y efectiva. Para la defensa de una disposición aberrante se ha llegado al colmo de esgrimir encuestas de más que dudosa exactitud sobre la cantidad de falsas denuncias de violencia, pero además, como no podía ser de otra forma, dinero para organizaciones de discutible utilidad, por no decir otra cosa, ya que las mismas son a todas vistas poleas de trasmisión de intereses políticos, a despecho de que simultáneamente no se tiene en cuenta que dichas disposiciones no solo perjudican al hombre denunciado, sino también a la abuela paterna, a las tías paternas y en general a todas las mujeres de la familia paterna.
Pero, además, este odio de fundamento lombrosiano, ya que coloca en situación de sospecha a todo hombre, por lo que una característica biológica como la masculinidad parecería presume una disposición al delito, ignora hechos recientes igualmente dolorosos, como el protagonizado por una mujer que se arrojó desde un balcón provocando su muerte y la de una pequeña hija, mientras que otras dos lograron zafar del intento homicida de su madre. En realidad, la violencia y la enfermedad mental afectan a hombres y mujeres por igual, sin distinción de sexos, siendo un grave error estimular los conflictos que naturalmente existen en toda sociedad humana, cuando lo que corresponde sensatamente es tratar de conciliar los intereses de los opuestos para procurar soluciones de conciliación que despejen tensiones y ayuden a quienes sufren el conflicto a encontrar caminos de entendimiento que nos den paz a todos. Los fogoneros del conflicto deben ser neutralizados para evitar situaciones como las que comentamos, en que por debilidades emocionales hay semejantes que pierden la sensatez y causan daños irreparables.
En definitiva, digamos que la pretensión de demonizar al sexo masculino es de un razonamiento absurdo y antinatural, porque la violencia no es patrimonio exclusivo de un sexo determinando, sino que es un defecto de todos los humanos, contra el que debemos combatir con serenidad y comprensión, en lugar de estimular con móviles espurios o por infundados prejuicios el conflicto que puede concluir con efectos devastadores como el que hemos referido. No dudamos de que, en lugar de dedicar dinero a tratar el resultado de un conflicto, estimulado por prejuicios o interés político, corresponde trabajar por una efectiva salud mental que suministre herramientas para superar las diferencias con sensatez.
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