Como todos saben, el mundo en este momento está entrando en una escalada de violencia. ¿Era forzoso que esto ocurriera? ¿Por qué unos países se involucran más que otros en las guerras? De hecho, el mundo está atravesando una suerte de III Guerra Mundial fraccionada, guerra caliente, no solo guerra fría, desde al menos la guerra de Vietnam (1955-1975), Afganistán (1978-1989), Centroamérica (1980-1989) y las Guerras del Golfo (1980-2011)
No será la primera vez que oigamos decir que los conflictos son resultado del choque de intereses, de ideologías o de valores. No vamos a repetir interpretaciones que ya los autores antiguos conocieron. Nuestra cultura mestiza, en su vertiente mediterránea, cuenta con reflexiones como las de Sócrates, Tucídides, San Agustín, Santo Tomás o Francisco de Vitoria. La Ilíada de Homero o de los homéridas, comienza diciendo: “¿Quién sembró entre ellos [aqueos y troyanos, y entre los mismos aqueos] la cólera para que pelearan?”. La respuesta es, reformulada: un estado de desequilibrio entre los hombres y entre los dioses.
En Ciencia Política se usan los adjetivos “agonístico” y “antagonístico” para caracterizar las mentalidades de sociedades que consideran el conflicto y la competencia como inherentes y beneficiosos para la vida social. Los autores liberales y neomarxistas han recuperado un nombre griego, “agón”, el espíritu del conflicto, para diferenciar dos modelos, dos formas de sentir y de pensar que orientan la política interna y que se trasladan a las relaciones internacionales.
Eso significa –interpretamos nosotros– que la guerra no es una fatalidad: la contradicción, conflicto, competencia u oposición de intereses no tiene por qué saldarse con esa opción. Chantal Mouffe ha elaborado los conceptos de “democracia agonística”, “sociedad agonística”, “capitalismo agonístico”, para adjetivar aquellos modelos sustentados en una cultura política, social y económica que considera inherente el conflicto y la competencia de intereses, y al mismo tiempo, que ese “agonismo” es socialmente beneficioso, puede gestionarse, mantenerse dentro de ciertos límites y fortalecer al modelo. Autores como J. Habermas y T. Adorno, creen que el conflicto puede gestionarse a través de la deliberación y la comunicación. Consideramos que liberales, socialdemócratas, socialistas “de mercado”, razonan así. Pero –dice Ernesto Laclau– en la competencia por la hegemonía, base de la lucha política, el modelo “agonístico”, puede derivar o no en “antagonístico”. En la tragedia griega, el conflicto se encarna en dos figuras enfrentadas: el protagonista, que desarrolla la acción, y el antagonista, que lo confronta. La agonía, la “lucha” puede ser entre estas figuras y también puede ser interior. El modelo social “antagonístico” es aquel en que el conflicto se sale de los límites en que es posible gestionarlo, los grupos sociales no solo se consideran adversarios sino enemigos, e incluso se plantean la eliminación del otro, porque existe una profunda división dentro de la sociedad. Una suerte de “todos contra todos hobbesiano”. La antagonística puede ser una fase inicial, luego encaminada como agonística, pero el problema es que sea una fase degenerativa y final. Creemos que el marxismo clásico, algunas formas de neomarxismo, el ultraliberalismo, el capitalismo “salvaje”, el socialismo “real”, el nacional socialismo y algunas otras formas del nacionalismo pueden ser expresiones de esta mentalidad.
Estas creencias, prejuicios, mentalidades y sensibilidades pueden mantener o no dentro de ciertos límites el accionar de los Estados en el ámbito nacional e internacional. Países donde se cree que la competencia es beneficiosa, pero dentro de ciertos límites, estarán más interesados en conservar la paz que los países que por tradición responden a una mentalidad antagonística, que están más dispuestos a que el conflicto escale y se salga de sus límites. Ya no es la competencia lo que los guía, sino el interés en la destrucción del otro. Estos países –conjeturamos– tienen una historia violenta de la cual se han favorecido, y por eso han desarrollado esa mentalidad. Señalamos por nuestra parte el espíritu de “apostador”, de alto riesgo, de “ruleta rusa” con el que orientan su política interior y exterior.
Proponemos un tercer modelo. Se nos perdonará el neologismo: “harmonístico”. Esta palabra no está registrada en el diccionario de la lengua española de la Real Academia, aunque sí lo están “harmonioso” y “harmónico”, que pueden escribirse con o sin h. No obstante, “harmonístico” puede aparecer en otros diccionarios y en otras lenguas, como el Nuevo Diccionario de la Lengua Portuguesa de Cándido Figueiredo, con la siguiente definición: “Harmonística, f., Proceso de conciliar los diferentes pasajes del Nuevo Testamento que parecen contradictorios”. En este caso es un adjetivo sustantivado, como cuando decimos “la patrística” para denotar un método que habría surgido con Taciano, en Asiria, en el siglo II. En Tillich, “harmonística” es una de las tres razones que motivan la actividad providencial de Dios. Se encuentra también el término en derecho, como un método crítico de interpretación de los textos antiguos, como los del derecho romano. Hemos rastreado hasta el francés Maurice Goguel la creación del neologismo, a fines de los años 1920 y principios de los años 1930, con el sentido de método crítico intertextual ya señalado y el esfuerzo por conciliar la razón y la fe. Pero en ningún caso se lo usa en el mismo sentido que en esta nota.
En español, escrito con h, conserva su etimología griega, que nos remite a la diosa Harmonía, la misma que en Roma llamaban Concordia. Y aunque “harmonístico” sea un neologismo que proponemos para esta nota, en lugar de armonioso o armónico, sigue la estructura y sonoridad de agonístico y antagonístico, adjetivos formados por el sufijo de origen griego –ista, que significa “partidario de”, y de –ico/ica, con el sentido de “relativo o perteneciente a”, por lo cual “harmonístico” debe leerse como “partidario de lo que está en relación o pertenencia con Harmonía”. Es decir, van más allá de lo que podría ser una cualidad en un modelo social: para indicarla bastaría usar los adjetivos armónico y armonioso. Como la diosa griega Harmonía y la romana Concordia representaban la paz, no solo a escala de los seres humanos, sino de las divinidades, del cosmos, el equilibrio, la conexión, unión, fraternidad, la armonía propiamente dicha, proponemos por “harmonístico” el equilibrio y coherencia que en una sociedad produce un estado de bienestar, de salud general, una sensación agradable de concordia y concordancia, orden, equilibrio, proporción, prudencia, mesura en la medida que esa sociedad apunta a virtudes trascendentes.
El conflicto no es inherente sino aparente, porque los opuestos no son antagónicos sino complementarios: Dios ha permitido las imperfecciones para que el camino de perfección consista en introducir la cooperación, la compasión, la solidaridad, y la caridad, que llevan por sí mismas a la regulación de las contradicciones. El conflicto es resultado del pecado original, que ha bloqueado las capacidades humanas, y que la humanidad, para salvarse, con la gracia de Dios, debe superar.
Se comprende entonces la diferencia con “sociedad armoniosa” que tiende a significar un estado o cualidad de lo social. China se decanta como partidaria de este horizonte con Hu Jintao a partir de 2004, entendiendo por “sociedad armoniosa” la que tiende a la reducción de la desigualdad socioeconómica y los contrastes entre el medio rural y urbano; la resolución de los conflictos entre grupos de intereses diferentes, el bienestar colectivo y la cohesión social, manteniendo el ritmo de crecimiento económico, desarrollo tecnológico, y su aspiración de liderar la globalización. Pero es evidente que ese proyecto se sustenta en raíces milenarias y un enfoque de “chinidad” compartido. El modelo de sociedad armoniosa en China es un esfuerzo del Estado por limar las asimetrías a través de una apertura gradual del mercado y planificando la distribución de la renta para suavizar las contradicciones. En cuanto a la competencia en China, no es individual, está vinculada a la mentalidad tradicional de dejar bien parado el honor de la familia y del grupo.
Conclusión: los países de tendencia “harmonística” (en relación o pertenencia con Harmonía, espíritu de la paz, y partidarios de ella) tienen mucho para aportar en materia de relaciones internacionales, sobre todo en la actual coyuntura. La guerra no es una fatalidad que nace del conflicto de intereses. Puede haber grandes diferencias, pero el tipo de mentalidad sobre la cual descansa cada sociedad, su modelo, su antropología, su intrahistoria, es lo que de veras decide el discurrir histórico: su espiritualidad más que su base material. Somos herederos de una riqueza civilizatoria que nos ofrece las claves de la concordia.
* Profesora e investigadora. Magíster en Historia Iberoamericana.
Bibliografía y hemerografía
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