–En su libro Una sociedad mejor, usted habla de las ventajas que se derivan de la globalización y del posible conflicto entre la globalización y la política interna de los Estados-nación. ¿Las ventajas de la globalización tienen más peso que sus costos?
–Un pequeño detalle: soy uno de los asesores del diccionario American Heritage en lo que respecta al uso del idioma, y no acepto el término “globalización” [globalization]. ¡Es una palabra muy fea! Tengo, eso sí, la firme esperanza de que haya relaciones internacionales más estrechas en campos como la economía, la cultura, las artes, los viajes y las comunicaciones, porque una de las causas de desastre en este siglo ha sido el nacionalismo incontrolado, que me gustaría ver menos en el futuro. El comercio, junto con los intercambios culturales y los viajes, limitan ese riesgo. Una empresa internacional con actividades en varios países no querrá suscitar conflictos entre gobiernos, como ha ocurrido en el pasado, sobre todo antes de la primera guerra mundial cuando la industria pesada era un aliado militar del gobierno y un campeón del nacionalismo. Yo respaldo firmemente la idea de establecer relaciones internacionales más estrechas.
–La tendencia hacia una mayor integración de los países en la economía mundial ha creado ciertos temores, por ejemplo, de que los países industriales pierdan puestos de trabajo a favor del mundo en desarrollo, donde la mano de obra es más barata. ¿Se justifican estos temores? ¿Cree usted que se producirá una reacción negativa, contraria a la integración?
–La pérdida de puestos de trabajo es inevitable. Tenemos que aceptarlo. Debemos ser conscientes de que, entre otras cosas, esto favorece a personas que también necesitan muchísimo un trabajo y que pueden salir de la extrema pobreza gracias a él. Se pueden hacer cosas a nivel internacional para mejorar las condiciones laborales, y me parece bien que se hagan, pero yo estaría dispuesto a aceptar cierta transferencia de empleo hacia las personas mucho más necesitadas. Cuando hablamos de los bajos salarios de Tailandia, olvidamos que están mucho peor las personas que no reciben esos salarios.
–A medida que los países en desarrollo se integran cada vez más en la economía mundial, ¿cómo pueden reducir su vulnerabilidad ante las perturbaciones externas? ¿Qué podemos aprender de la reciente crisis financiera de Asia oriental?
–Mi punto de vista al respecto es muy diferente. Debemos dar por sentado que habrá crisis económicas, sobre todo en los países jóvenes. La historia nos ofrece muchos ejemplos de locura financiera en los países de reciente industrialización, entre otros las colonias británicas de América o, de hecho, Estados Unidos en el siglo XIX; Gran Bretaña en el siglo XVIII con el gran fiasco comercial de los mares del sur; los Países Bajos durante la “tulipamanía” que azotó al país en el siglo XVII; Francia durante la gran fiebre del oro en Luisiana, oro que lamentablemente todavía no se ha descubierto. Es probable que surjan crisis en el futuro. Hay algunas cosas que podemos hacer –que el FMI puede hacer– para paliar los daños, pero insisto en dos aspectos: el capitalismo es inherentemente inestable y lo es especialmente en su juventud. Esto es inevitable.
–Tras la crisis de Asia, un país, Malasia, impuso controles sobre el capital, y algunos economistas empezaron a señalar que estos controles podrían justificarse en determinadas circunstancias.
–En ciertas circunstancias podría observarse algo especialmente imprudente, pero el control de las corrientes de capital no es fácil. Yo diría que es menos importante que estrechar las relaciones internacionales basadas en una intensa cooperación y una restricción inteligente. También hay que tener presente que las crisis financieras tienen un aspecto útil. Recordando a un colega –Joseph Schumpeter, con quien he estado a menudo en desacuerdo–, yo haría notar que una crisis financiera elimina la incompetencia en el sistema bancario, el sector industrial y, en cierta medida, en el gobierno. Es un asunto importante en países viejos y nuevos por igual, aunque lo es más en los países jóvenes. Esto me lleva a algo que defiendo desde hace tiempo en relación con el FMI, del que soy firme partidario. Me gustaría que el FMI estuviera más dispuesto a tomar “medidas higiénicas” –tome nota del término– en relación con banqueros y empresarios incompetentes, y que tenga una actitud más compasiva hacia la gente que sufre inocentemente y cuya demanda agregada es necesaria para la economía.
–En Una sociedad mejor, usted sostiene que las economías industriales deberían coordinar su política socioeconómica. ¿En qué foro debería llevarse a cabo esa coordinación?
–En la época de Bretton Woods yo era un joven redactor. Como todos los de mi generación, reaccioné con gran entusiasmo. Sigo pensando que los años que marcaron el nacimiento del FMI y el Banco Mundial fueron de mucha innovación. Y desearía que este proceso continuase, por ejemplo, con la Organización Mundial del Comercio y que se establecieran normas comunes en relación con el comercio internacional. Desearía que hubiese también más coordinación internacional en el campo científico y en la orientación de la política económica. Las medidas internacionales adoptadas en conferencias y por intermedio de instituciones como el FMI, el Banco Mundial y la OMC son parte esencial del internacionalismo que yo recomiendo con entusiasmo. Observe que utilizo la palabra “internacionalismo” y no globalización.
John Kenneth Galbraith, profesor emérito de economía en la Universidad de Harvard (cátedra Paul M. Warburg), examina los hechos más destacados de este siglo y los desafíos que nos depara el futuro en una conversación con Asimina Caminis, Redactora Principal de Finanzas & Desarrollo.