Este año se cumplieron 120 años de los hechos de 1904, que marcaron el fin de un proceso que se había iniciado con los prolegómenos de la Guerra Grande, desde mediados de la década del treinta del siglo XIX, y que marcaron la identidad de los dos partidos políticos tradicionales del Uruguay, con sus respectivas divisas, la blanca y la colorada, y sus respectivos héroes, Oribe y Rivera. Más allá de la influencia internacional que tuvo este conflicto –la Guerra grande–, lo que estaba en disputa eran dos modelos, o mejor dicho, dos formas de entender y proyectar el futuro de una nueva nación que se abría paso en un mundo en crisis, entre el viejo orden que se desmoronaba y el nuevo que emergía. En ese sentido, es importante considerar el valor y el proceso que llevó a nuestra nación a tener una institucionalidad republicana fuerte, asentada en el espíritu de su propia ciudadanía. Y aunque en 1904 los que se enfrentaban eran Aparicio Saravia y José Batlle y Ordóñez, el conflicto era la continuación de un proceso fundacional que todavía no había finalizado.
Hay que recordar que nuestra patria, como tantas otras, en su proceso independentista quedó huérfana de su prócer, con la prisión y exilio de Artigas en Paraguay. Esa falta hizo más notorias las diferencias que había entre aquellos caudillos que fueron los primeros en colocar la piedra fundacional de nuestra república, porque aquel elemento aglutinante que había sido Artigas había desaparecido.
De hecho, la elección de los representantes nacionales para designar el gobierno provisorio y convocar la Asamblea Constituyente de acuerdo a lo establecido en el artículo 4 de la Convención Preliminar de Paz, no fue ajena a varias dificultades. Y desde noviembre de 1828 a julio de 1830 la Asamblea sesionó 386 veces. Según el libro de Pivel Devoto Las Ideas Constitucionales de José Ellauri (1955), hubo muchísimas dificultades para que el cuerpo no se desintegrara por las sucesivas renuncias provocadas por los conflictos que ocasionaban los intensos debates. El 9 de marzo de 1829 fue presentado el texto inicial por una comisión especial a la Asamblea General Constituyente.
“Ellauri lideraba en la Asamblea las ideas de la escuela política francesa, opuesta a la mirada norteamericana, liderada por Santiago Vázquez. La primera se caracterizaba por la desconfianza hacia los desvíos del poder de un Ejecutivo que no fuera debidamente controlado, se oponía a la presencia de militares en el Parlamento, defendía el sufragio indirecto, aspiraba a la libertad de cultos y no estaba convencida de un nuevo Estado independiente, por lo que se reservaba la posibilidad de federarse. La segunda apuntaba a la independencia absoluta de poderes, admitía la presencia de militares en el Parlamento, defendía el sufragio universal, reconocía la religión católica como oficial, aunque predicaba la libertad de conciencia para quienes no la profesaban y tenía confianza absoluta en el nuevo Estado (Bauza, 1953: 241-243). Pero además de las diferencias ideológicas entre los miembros de la Asamblea existía una pluralidad de orígenes políticos y compromisos con el pasado que suponía asumir diversas actitudes” (Diego Moreno, Análisis historiográfico contrastado de la Constitución de 1830 como programa político).
De esa forma, la Constitución de 1830, más allá de los aciertos y errores que tuvo, fue un llamamiento a la paz nacional. Sin embargo, el carácter censitario para el ejercicio de la ciudadanía provocó entre otros factores que muy rápidamente aquella transitoria paz se disolviese, generando que nuestro país tuviera desde muy pronto dos gobiernos, uno regulado por la institucionalidad, de carácter urbano, y otro de hecho, de carácter rural.
Por eso, cuando en 1904 se desataban nuevamente los vientos de la revolución, lo que estaba en juego era la institucionalidad y prosperidad de un país que pretendía avanzar hacia la modernidad, pero que todavía no había resuelto los problemas generados desde 1830 en adelante y mantenían en vilo al desarrollo nacional. Y es necesario mencionar que tras la revolución de 1897, las bases que habían sido aceptadas por Aparicio Saravia y Diego Lamas y enviadas al presidente Idiarte Borda expresaban que “el país confiará la solución de sus grandes problemas políticos y financieros al gobierno que se constituya y el Partido Nacional espera que se atenderá entonces, ante todo, a la reforma de la ley electoral vigente, a fin de que todos los orientales, sin distinción de colores políticos, estén garantidos en el derecho al sufragio que el derecho político primordial y cuyo uso legítimo aseguraría para siempre la paz interior del país” (Carlos Manini Ríos, 1904. El juicio de los mauser).
En esa línea era fundamental para nuestro proceso institucional realizar una modificación a la Constitución de 1830 para establecer efectivamente el sufragio universal. Cosa que no se hizo hasta después de las elecciones legislativas de 1916. Frente a esa situación en que la concordia nacional parecía imposible se desataron los enfrentamientos entre el Ejército Nacional y las fuerzas revolucionarias que concluyeron tras la muerte de Aparicio Saravia el 10 de setiembre de 1904.
En aquel momento dramático para Uruguay, llegó la paz, una paz definitiva que extinguió las administraciones departamentales nacionalistas y desvaneció su fuerza militar. Terminó un ciclo que se había iniciado desde nuestra independencia y en el que las diferentes posturas políticas entre los caudillos se revolvían en un campo de batalla.
De aquellas conversaciones de paz en Aceguá participó un joven Pedro Manini Ríos que era de la confianza y del círculo político de Batlle y Ordóñez y redactor en funciones de director del diario El Día. Además, había estado en la guerra como capitán secretario de Pablo Galarza y en este cargo mantuvo contactos directos con Basilio Muñoz, y también con Juan José Muñoz, Bernardo Berro y Luis Alberto de Herrera, quienes habían sido designados para formar parte de la comisión para redactar las bases de la paz. En un telegrama enviado a Batlle por Basilio Muñoz, desde Bagé el 25 de setiembre de 1904 expresaba: “En corroboración a mi comunicación que supongo haya transmitido ayer a V. E. el señor Manini, puede quitar o modificar lo que juzgue conveniente a las bases ampliatorias propuestas por los jefes revolucionarios en la seguridad de que todo ello será aceptado por el que suscribe. La paz es obra grande y patriótica y la haremos” (Ibidem).
En definitiva, los hechos de 1904 nos llevan reflexionar en este año electoral acerca del valor que tienen las instituciones republicanas y la importancia que tiene vivir en una democracia plena. Sin olvidar el costo que nuestros ancestros tuvieron que pagar para que hoy nuestro país sea un ejemplo en ese sentido. Recordemos que Uruguay es la “democracia más plena” de América Latina y la 14ª del mundo.
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