La proximidad de un nuevo aniversario del nacimiento de José Enrique Rodó (15 de julio de 1871) es oportuna para retomar la consideración de su personalidad y esclarecer algunos aspectos de esta no siempre bien entendidos y valorizados.
Reconocido en la historia literaria hispanoamericana como una figura de relieve en la primera mitad del siglo XX, subsisten, entre las alternativas de valoración de su pensamiento y persona, algunos aspectos que puede ser oportuno considerar. En el breve espacio de este artículo, aludiremos sucintamente a ellos.
Entre algunas de las críticas que todavía hoy se escuchan respecto a su persona y obra, mencionemos algunas de las más frecuentes:
- Haber sido un hombre de personalidad imperturbable que no vivió experiencias afectivas significativas.
Un conocimiento más íntimo de su persona, rescatado por algunos de los biógrafos que se han ocupado de él, desmiente claramente esta simplificación. - Ser un admirador incondicional de la cultura clásica griega y haber vivido ajeno a su circunstancia histórica y geográfica.
En verdad fue, sí, un entusiasta admirador de la cultura clásica; mas reconoció sin titubeos que en la correlación y síntesis entre la cultura grecolatina y el cristianismo están las bases de la cultura occidental; lo que, a esta altura, nadie con un mínimo conocimiento histórico puede cuestionar. - Haber vivido personalmente y promovido en su obra un idealismo desencarnado de las condiciones económico-sociales de la existencia.
Atribuyéndole esa visión reductiva, se omiten datos significativos de su vida personal y social. Recordemos –apenas a título de ejemplo– alguno de ellos. Participó activamente de la política local, siendo inclusive electo parlamentario del país. En tal condición, fue miembro informante del proyecto de ley que instituyó el horario laboral máximo de 8 horas –iniciativa pionera en América Latina en su época– y declaró en la fundamentación del proyecto: “Cuando todos los privilegios indebidos sean superados, quedará un único privilegio: el de la nobleza del trabajo”.
Calificar a un hombre con esa visión –como se ha hecho– de “conservador”, parece no sólo una injusticia sino un desenfoque y una ignorancia deliberada de su persona. - Vivir un esteticismo y una espiritualidad abstracta, sin indicios en su obra de una inquietud existencial y religiosa más profunda.
A pesar de no haber adherido, en su vida adulta, a una determinada confesión religiosa, hay indicios claros en su obra de una actitud de profundo respeto y valorización de la dimensión religiosa del hombre, y una inquietud espiritual personal poco reconocida más muy reveladora. Tal posicionamiento y actitud resultan significativas también, entre otras cosas, por haberlas vividas en un contexto cultural poco favorable a ellas.
Sin pretender ahora encarar todas estas cuestiones, nuestra aproximación de hoy apunta apenas a considerar este último aspecto.
Ya en su juvenil ensayo El que vendrá (1896, Rodó tenía entonces 24 años), el primero que llamó la atención sobre su personalidad, dice: “Los que llevan la voz del pensamiento contemporáneo podrían llorar, en nuestro ambiente, privado casi de calor y de luz, el sentimiento de la ‘soledad del alma’. […] La duda es, en nosotros, un ansioso esperar, una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra, por mucha parte, el ansia de creer, que es casi una creencia. […] Esperamos, no sabemos a quién. Nos llaman, no sabemos de qué mansión remota y obscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido”.
Sin desconocer la intencionalidad predominantemente estética que motivó la redacción de ese texto, su tesitura anímica y la profusión religiosa de su lenguaje religioso permiten suponer, sin miedo a exagerar, que algo más personal y espiritual está por tras.
En el texto de 1900 que hizo famoso a Rodó en todo el ámbito de la cultura castellana y más allá, Ariel, volvemos a constatar esta característica. Finalizando el discurso de Próspero a sus discípulos, el texto se cierra con expresiones simbólicas que llaman la atención: “Los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito: Aldebarán, Sirio, como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza.” Y culmina: “Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y obscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto; la vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador.”
Recordar que el lenguaje simbólico manifiesta realidades más profundas que las que la propia conciencia capta; y que suele revelar estratos más íntimos y profundos de la personalidad de quien se expresa a través de ellos nos parece extremamente relevante para dilucidar la dimensión religiosa en Rodó.
En un texto periodístico posterior a Ariel, suscitado por una decisión de la comisión de Salud Pública de la época de retirar el símbolo de la cruz de los hospitales públicos, argumentando que su presencia podía significa una presión indebida sobre los pacientes, Rodó, que cuestionó fuertemente esa decisión, entró en polémica sobre el asunto, lo que dio lugar a la publicación de una serie de réplicas y contrarréplicas recogidas y editadas posteriormente por Rodó con el título de Liberalismo y jacobinismo. El texto es de una gran riqueza de ideas y una estupenda lección de cultura histórica; y vuelve a suscitar la pregunta sobre el verdadero significado del cristianismo para Rodó, a través ahora de su confrontación con un símbolo de cabal significado religioso, indisolublemente unido a la persona de Jesús. Su posicionamiento es nítido: aunque declara una postura “independiente” en el sentido dogmático y eclesial, ello no le impide reconocer no solamente la elevación “altísima”de su figura sino también la benéfica influencia de su doctrina, reconocible, según afirma, para quien no esté ofuscado por la intolerancia.
En abierta discordancia con algunas expresiones vulgares que circulaban en el ambiente de la época afirma, con una nítida comprensión del valor de los símbolos: “No se menosprecian con el mote grosero de fetichismo, formas sensibles en que cuaja la savia de idealidad y entusiasmo de una fe secular. […] No se inventan ni reemplazan ni modifican en un día estos signos seculares; se los recibe de la tradición y se les respeta tal como fueron consagrados por la veneración de las generaciones”. Y acrecienta aún: “Ya no se infaman épocas enteras de la Historia del mundo: se las explica y comprende, y eso vale mucho más. La Historia ya no es una forma retrospectiva de la arenga y el libelo como en los tiempos de Gibbon y Voltaire”.
En estas afirmaciones emerge también la firmeza y autenticidad de Rodó en un contexto cultural prevenido contra la dimensión religiosa y tributario de los preconceptos de la filosofía de la Ilustración en los que ve, con acierto, el origen del espíritu “jacobino” que denuncia. Si por un lado se identifica como “independiente” ante el catolicismo como confesión religiosa explícita, por otro es notorio, en la forma como se refiere a la persona de Cristo y al significado histórico de su doctrina, que siente una profunda atracción por Él.
De 1911 data otro texto de Rodó intitulado Mi retablo de Navidad, incorporado después a su libro El mirador de Próspero. Aparece en él una intimidad y un estilo bastante diferentes a los que se le suelen atribuir. Predomina en él el afecto y la pureza infantil, en relación con una imagen del Pesebre que de niño contemplaba y que evoca ahora, como adulto. Dice así: “De toda la pintoresca variedad del Nacimiento vistoso –con el divino Infante, la Madre doncella, el Esposo plácido, las mansas bestias del pesebre– no venía a mi mente más dulce embeleso ni sugestión más tenaz que los que traía en sí esta idea inefable: ‘Dios en aquel día, era niño’. […] Niño en el cielo, niño de verdad, como lo representaba la figura. […] ¿Cuándo la idea del Dios humanado, del Dios hecho hombre por extremo de amor, pudo mover en corazón de hombre tan dulce derretimiento de gratitud, mezclado a la altivez de tamaña semejanza, como en el corazón de un niño la idea del Dios hecho niño?”.
Fue positivo pues que un entrañable recuerdo de infancia viniese a su mente para que se explayase su delicada sensibilidad religiosa. Y culmina: “¡Niño Dios de mi retablo de Navidad! Tú puedes ser un símbolo en que todos nos reconciliemos. […] Hermanos míos: no hagamos ruido de discordia; no hagamos ruido de vanidad, ni de feria, ni de orgía. Respetemos el sueño del Dios Niño que duerme y que mañana será grande. ¡Mezamos todos en recogimiento y silencio, para el porvenir de los hombres, la cuna de Dios!”.
Significativamente, será nuevamente una instancia navideña la que dará ocasión a una nueva manifestación de Rodó en torno a Jesús y a su mensaje. Se trata de un artículo periodístico enviado en diciembre de 1916 desde Turín a la revista argentina Caras y Caretas titulado “La esperanza de la Nochebuena”, situado, como lo indica la fecha, en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Comenta Rodó: “Presencié desde mi asiento en el tren una escena de despedida en que una mujer de cabellos blancos decía a una niña vestida de luto: ‘Ve, hija mía, que esta Nochebuena nos traerá la paz’. El tren partió. Y aquellas palabras quedaron vibrando en mis oídos […]”. Se interroga después a sí mismo: “¿Por qué será que, a pesar del mensaje de paz transmitido por los ángeles en el momento de nacimiento de Jesús haber resonado hace veinte siglos, continúan las guerras fratricidas entre los hombres?”. Después de algunas reflexiones vuelve en sí y reconoce que no está siendo totalmente espontáneo en sus raciocinios: “Todo este razonar se viene al suelo apenas hago llegar hasta él el soplo de una reflexión más honda y reconozco la incongruencia de mi análisis. Quien está en lo cierto, desde el punto de vista de la Vida, es usted, señora, y no yo. Yo tengo la lógica, que no es más que la verdad paralítica; pero en usted habla el instinto vital de la esperanza, madre de toda energía, y al cabo, de toda verdad. […] Habrá siempre –y debe haber– señoras de cabellos blancos, creyentes y confiadas, que digan a la niña llorosa que tiembla por el padre, por el hermano o por el novio: ‘Ve, hija mía, que esta Nochebuena nos traerá la paz’”.
El texto ilustra la tensión que había en su espíritu en relación con esa “ansia de creer que es casi una creencia”, como lo había manifestado ya en El que vendrá. También Arturo Ardao, en su libro Etapas de la inteligencia uruguaya, editado por la Universidad de la República en enero de 1971, ratifica que la dimensión religiosa no era algo ocasional en Rodó, sino que lo asediaba cada vez que, estimulado por un símbolo oportuno, se conectaba con ella. Así lo manifiesta: “Semejante posición frente al sentimiento religioso por un lado y a las religiones históricas por otro expresaba en el plano de la inteligencia y de la doctrina una dualidad radical en su espíritu: el racionalismo eminente y rector, en contraste con un oculto misticismo asentado en los estratos más profundos de la personalidad. Se sospecha que ese dualismo espiritual –del que fue reflejo estético e ideológico la simultánea devoción por el paganismo helénico y el cristianismo primitivo aprendida en Renan– se tradujo en un lacerante conflicto viviente, en una titánica lucha presidida por aquellas sus deidades compañeras, la Duda y el Dolor”.
Concluyendo nuestro itinerario a través de la obra de Rodó, podemos decir que, si bien no alcanzó la “iluminación de la fe” que admiraba, tuvo siempre una actitud de profundo respeto por la dimensión religiosa y por la actitud vital de las personas que la profesaban; actitud significativa en el contexto histórico y cultural en que se movió. No es un aspecto menor que rescatar en un hombre y un escritor que fue y es timbre de gloria para nuestro país.
(*) Sacerdote uruguayo. Superior de la Institución Dalmanutá en Brasil.