Aquella mañana que Juan García cumplía 11 años, despertó sobresaltado por el llamado de su hermano, quien lo apuraba para salir de la cama con la promesa de un regalo. Apenas de pie, se vistió con ropas viejas (tal como le habían pedido) y a paso apurado siguió al hermano. Llegaron a la panadería del barrio y, entre la confusión y el asombro por la situación, Juan siguió al hermano adentro. “Este es tu regalo de cumpleaños”, escuchó. “Un empleo”. Ese hecho quedó para siempre en su memoria y le marcó la vida, una en la que pasó más de medio siglo, de forma ininterrumpida, trabajando.
En la panadería estuvo hasta cumplir la mayoría de edad, compartiendo la jornada entre la escuela primero y la secundaria después. Hoy García, que nació en el año en el año 1954 en una familia de seis hermanos en Piedras Blancas, compartió sus memorias de sacrificio y trabajo en una entrevista con el semanario La Mañana.
A sus pueriles seis años, y luego del fallecimiento de su padre, se trasladó con la familia a la localidad de Progreso. Con su madre en la cabecera familiar, alquilaron “una casita” que más tarde, y como fruto del trabajo, pudieron comprar.
Pero cuando García cumplió sus tan esperados 18 años debió elegir una senda que por aquella época se debatía entre dos únicas opciones: la del trabajo o la del estudio. Eran fines del año 1972 y un compañero le comentó sobre la posibilidad de ingresar a la Armada Nacional. Motivado por un futuro seguro en la formación de valores, armó un pequeño bolso donde colocó una toalla, un jabón y algunas prendas, entre las que se encontraban unas zapatillas que la madre había comprado con lo ganado en las tareas de limpieza. Se encaminó hacia la estación de tren hacia Montevideo y una vez allí se dirigió caminando a la Armada Nacional, en la Aduana.
En un principio, García quedó como agregado. “En ese tiempo uno trabajaba por la comida y la casa, cumplía funciones y la oficialidad los evaluaba”, recordó. Como el tiempo pasaba y no lo designaban aún para ingresar, juntó nuevamente sus pocas pertenencias y cuando se encaminaba para retornar a su hogar, lo llamaron para decirle que finalmente quedaba. Era el primero de agosto del año 1973 cuando ingresó oficialmente. “Tengo excelentes recuerdos en la Armada, fueron mis mejores años”, contó.
Se desarrolló en valores y disciplina, y dos años antes de retirarse, cerca del año 1986, ingresó como mozo en la mítica confitería La Esmeralda. Por ese entonces, ingresaba a la Armada a las siete de la mañana para terminar su servicio a la una de la tarde y, una hora más tarde ingresaba a la confitería, donde trabajaba hasta la medianoche “con suerte”.
Fueron dos años de esos trajines, de idas y vueltas de un lugar a otro, y luego a casa, donde esperaban sus cuatro hijos. Así sucedió hasta que finalmente se jubiló en el servicio y continuó en el comercio por 38 años más.
De esa época conserva también tragos amargos. “En esa época se notaba más la diferencia racial. Me tocó pasar por un momento desagradable que fue el puntapié inicial que me hizo forjarme interiormente. Me dije a mi mismo que esa barrera la iba a sortear, y así fue. No tenía otra opción”, rememora.
De La Esmeralda se llevó muchos amigos, algunos de ellos, advirtió, personas públicas que hoy ya no están más. Asistió a cumpleaños de hijos de personas que el común de la población solo veía por televisión; ese grado de confianza fue fruto a su humildad y educación.
De entre todas las anécdotas que guarda de ese lugar, eligió una para relatar. García contó cómo durante una jornada normal de trabajo entró a la confitería una persona que le llamó la atención por lo desalineado que estaba. Claro, había que tener mucha cintura y tratar de que la presencia de esta persona no trascendiera mucho ante los demás comensales, así que calmo pero firme se acercó a conversar con él. Durante la charla se percató que el rostro de esta persona le era conocido y se lo confesó, y este le respondió que su sospecha era cierta. Se trataba de Roberto Sánchez, más conocido como Sandro, quien trataba de camuflarse entre la sociedad a modo de disfraz para poder caminar tranquilo por las calles montevideanas. “Luego nos hicimos amigos. Él venía a Montevideo seguido y, cuando sucedía, me avisaba para que le reservara un lugar”, indicó.
Actualmente García se encuentra jubilado y continúa viviendo en Progreso. Sus días los dedica a trabajar en una agrupación de Cabildo Abierto en la localidad de 18 de Mayo. “Soy referente en la agrupación y trabajo con mucho gusto”, dijo, y, a pesar de que reconoció no tener experiencia política, sostuvo que cuenta con la mejor disposición para aprender.
A la vez, confesó estar transitando por un camino nuevo pero atractivo y enriquecedor. “Nos enriquece porque no se atienden las necesidades de uno, sino de todos. Siempre es bueno el compartir”, alegó.
Por último, expresó: “Cabildo Abierto me sacó del ostracismo, porque al haberme jubilado luego de 50 años trabajando había caído en un pozo emocional. Trabajo desde la escuela y, al parar de golpe, no sabía qué hacer. Cuando el General me invitó fue una bendición. Soy un agradecido de la vida porque siempre que conocí a alguien fue para bien”.
El legado
García señaló que dentro de su libro de aprendizajes y anécdotas que le dio la vida, tomó las mejores enseñanzas para sus hijos, a quienes les inculcó la cultura del trabajo casi de forma indirecta. “Nunca necesité llamarlos para que fueran a estudiar o a su empleo. Les transmití que tuviesen responsabilidad en todo”, sostuvo.
Hizo hincapié, aunque de forma modesta, que fue la Armada la que le transmitió los valores de lealtad, honestidad y responsabilidad. “Tuve la suerte de compartir muchos momentos y luego apliqué lo enseñado en mi familia. Los hijos son el reflejo de cómo uno se condujo en la vida, y aún en los momentos de discrepancia, siempre conservamos una conducta de respeto”, manifestó.
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