Pese a todo nuestro progresismo e idealismo, la cultura política estadounidense es incapaz de escapar de su pasado. Puede que vivamos en una democracia del siglo XXI, pero esa “democracia” se parece cada vez más a algo que podría haber sido sacado de la Europa feudal o, quizás, más exactamente, del Japón feudal. Durante gran parte de su historia, la política japonesa se caracterizó por conflictos entre sus daimyo (ndr: señores feudales), y más tarde entre los grandes zaibatsu industriales, que los sustituyeron como poderes dominantes. Del mismo modo, en la actualidad la política de Estados Unidos se está caracterizando por una guerra civil, no entre clases, sino dentro de la propia élite capitalista dominante.
En un rincón se encuentran los daimyo de la élite corporativa, procedentes en gran medida de las filas de los oligarcas tecnológicos y de gran parte de Wall Street. Su objetivo es la creación de una utopía capitalista basada en el dominio paternalista del Estado, en la línea del “Great Reset” corporativo (ndr: el “gran reseteo”, concepto acuñado por el Foro Económico Mundial de Davos). En el otro rincón, en cambio, se encuentran sus oponentes hacia la derecha, integrados en gran medida por quienes poseen capital privado y, por lo tanto, están ansiosos por no ver restringidas sus actividades. Estas divisiones reflejan profundas diferencias en la industria, que recuerdan los conflictos del siglo XIX entre los comerciantes aristocráticos y los fabricantes británicos, o el que estalló entre los daimyo que abrazaron la industria y los samuráis que se aferraron obstinadamente a las formas tradicionales. Partiendo de este antecedente, el economista francés Thomas Piketty divide acertadamente a nuestra clase capitalista en lo que él llama “la izquierda brahmánica” y la “derecha mercantil”.
Una parte tiende a verse a sí misma como más iluminada espiritualmente, como si se tratara de sacerdotes de la religión secular progresista. El lado de los pequeños y medianos empresarios, sin embargo, está más preocupado por la competencia del mercado (especialmente de China), el costo de los productos y el impacto de las políticas regulatorias en sus actividades productivas. Hoy en día, la “izquierda brahmánica” tiene su base en las grandes corporaciones e inversores, aliándose con los círculos académicos y los medios de comunicación, financiando organizaciones sin fines de lucro y apoyando a un Estado cada vez más intrusivo. Por el contrario, la derecha mercantil obtiene su apoyo natural de las clases medias tradicionales –trabajadores calificados, empresas familiares y pequeños propietarios– que también se han convertido en el baluarte del Partido Republicano trumpiano. Hasta hace poco, estas dos formaciones capitalistas opuestas coexistían casi pacíficamente. Pero la reciente y extendida histeria entre los progresistas por la venta de Twitter a Elon Musk podría señalar el inicio de un conflicto más acalorado.
Parte de esto se ve reflejado en la entendible preocupación por las políticas energéticas de Biden y los impuestos sobre la economía analógica, donde se cultivan los alimentos, se fabrican y envían los productos, y se extrae el petróleo y el gas. En los últimos años, los republicanos han cosechado el apoyo de muchas de las familias vinculadas a la “vieja economía”, aquella que comercializa productos tangibles. Lo que hace a Musk tan diferente de sus colegas tecnológicos es que sigue siendo, principalmente, un industrial, más en el molde de los grandes fundadores de Silicon Valley, como Robert Noyce o Jerry Sanders: construyendo coches, naves espaciales y máquinas para hacer túneles. Por el contrario, Meta, Google, Apple y Microsoft no fabrican casi nada en Estados Unidos, y ganan su dinero principalmente a base de publicidad o cobrando por servicios sin mucha competencia. Así que, aunque muchas empresas industriales apoyan algunas medidas proteccionistas contra China, Silicon Valley se resiste en gran medida a la idea. Al fin y al cabo, en las raras ocasiones en las que fabrican productos, subcontratan su producción más crítica a China.
Por poco romántico que parezca, las clases medias y trabajadoras dependen de la competencia política entre las élites para sobrevivir, ya que las obliga a hacer concesiones a los que están por debajo. El enemigo del progreso de la población en general está en la uniformidad de las élites: cuando prospera la autocracia, y cuando un pequeño grupo de personas –ya sean señores feudales, oligarcas o cuadros de partido– controlan el campo político, son las clases medias y trabajadoras las que sufren.
Joel Kotkin, en “Do we need a capitalist civil war?” (¿Necesitaremos una guerra civil capitalista?), columna publicada por Unherd.
* Joel Kotkin es una autoridad mundialmente reconocida en tendencias económicas, políticas y sociales a nivel global. Su trabajo durante la última década se ha centrado en la desigualdad y la movilidad de clases, así como en el modo en que las distintas regiones pueden hacer frente a estos problemas. El Prof. Kotkin es docente de urbanismo en la Universidad de Chapman (Orange, California). En su último libro, “Do we need a capitalist civil war?” (¿Necesitaremos una guerra civil capitalista?), Kotkin argumenta que, tras un período de notable dispersión de la riqueza y las oportunidades, estamos regresando inexorablemente hacia una era más feudal, marcada por una mayor concentración de la riqueza y la propiedad, una menor movilidad ascendente, un estancamiento demográfico y un mayor dogmatismo.
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