Para una persona no violenta, todo el mundo es su familia.
Ghandi
Somos con otros
Cuando Ortega y Gasset dice: “Yo soy Yo y mi circunstancia”, esta no es otra cosa que el mundo humanizado que me rodea. En el fondo, toda conducta humana es vincular: implica una relación con el otro (real o virtualmente presente).
Sin los otros, no llegaríamos a ser “personas”. El niño no nace con autoconciencia ni tiene una imagen de sí. Despierta a la realidad de su Yo dentro de la red de interacciones con los otros Esto significa que el surgimiento de una personalidad humana supone ya la existencia de una sociedad. Gracias al grupo humano que nos recibe a partir del nacimiento, aprendemos a convertirnos en humanos: no solo miembros de la especie sino integrantes de la sociedad.
Esto implica que “somos, esencialmente, con otros” y existir es coexistir. Somos comunitarios por naturaleza. Por lo tanto, “mi” mundo no es otra cosa que “nuestro” mundo. Y el destino de cada uno es, inexorablemente, un destino con otros.
El hecho de compartir una misma condición humana y protagonizar una misma historia funda una inevitable solidaridad para con todos, es decir: un vínculo de fraternidad universal. La naturaleza común de sus integrantes es lo que unifica a la comunidad humana.
El principio olvidado
Esto nos lleva a una cuestión histórica significativa. La democracia occidental de los últimos siglos se abrió con la Revolución francesa, cuyo ideario se sintetizó en el tríptico Libertad, Igualdad, Fraternidad. Pero la fraternidad ha resultado un principio prácticamente olvidado. Al parecer, el espíritu del modernismo, racionalista e individualista y de tajante separación entre lo público y lo privado, creyó ver en el tercer principio resabios religiosos o contenidos propios de la afectividad de la vida privada. No supo ver que tanto la libertad (defensora de los derechos individuales), como la igualdad (que vela por la justicia de los deberes ciudadanos) no pueden concretarse en la vida política y social sin la fraternidad, que se hace insustituible. Y que, siendo componente esencial de la condición humana, no puede ser excluida de la vida pública. La fraternidad viene a constituir la armonización (única genuina y sustentable) de las otras dos.
En consecuencia, se impone la tarea de ir tejiendo la red de una vida comunitaria basada en la fraternidad y lograr introducir una actitud existencial de compromiso hacia el otro que impregne todos los ámbitos de la vida de la sociedad.
Fenomenología de la fraternidad
El principio básico de la convivencia social es el respeto del otro, que lleva a la capacidad de diálogo y la aceptación de las diferencias, dentro de un clima de confianza basado en un pacto de verdad y de justicia. Así como la sistemática deslegitimación del otro hace imposible la convivencia democrática.
Lo esencial es tratar al otro como persona, a cada hombre, a todos los hombres. Y tratarlo como persona significa ponerse en su lugar, tomarlo en serio, atender a sus derechos y sus razones, prestarle atención, tratar de entenderlo… “La persona justa es tal en la medida en que procura darle al otro lo que le corresponde” (Josef Pieper).
Por eso el mayor ultraje que podemos inferir a otro es la descalificación, el ignorarlo, el que nos resulte “una cosa” o el usarlo como tal. Así como, por el contrario, al no convertir a los otros en cosas, defendemos el propio derecho de cada uno a no ser nosotros una cosa para los otros.
Nuestra herencia cultural individualista nos lleva a una concepción muy estrecha de nuestros deberes ciudadanos. Creemos que cumplimos con “no dañar” y hasta con “no odiar” como muestra de nuestra honestidad cívica. Suponemos que basta con la Justicia para alcanzar la paz social y la toma de conciencia de la necesidad del compromiso con los demás parece estar ausente. Es una actitud sintetizada magistralmente en la expresión bíblica de Caín: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?”. Y la noción de “hacerse cargo” de la situación comunitaria nos resulta absolutamente extraña y sorprendente y suponemos que “responsabilidad social” es algo ajeno que no nos incumbe a nosotros.
Por el contrario, la fraternidad, en esencia, consiste en una actitud de disponibilidad de mi parte hacia el otro, hacia todos los otros.
Además, en ningún caso puede ser puramente intelectual, guiada simplemente “por principios”, como lo pretendería algún filántropo racionalista, o puramente espiritual, como lo querría una perspectiva “mística”, sino que está ligada necesariamente a un cierto grado de afecto. Y esto supone, a la vez, una actitud que lleva a la acción; por eso, la prueba de la solidaridad son las obras. En palabras de Kant: “Cumplir gustosamente las obligaciones que se tienen para con al prójimo”.
Por otro lado, el sentir al otro solidario hace que el ser humano experimente este mundo como digno de confianza. Esta noción de fraternidad es esencial para una nueva perspectiva mental (necesidad de una metanoia) que, por el camino de la paz, promueva la salida de la situación de odio, violencia e indiferencia que tiene atrapados hoy a millones de seres humanos.
La “naturalización” con que el espíritu burgués sigue impregnando nuestra cultura ha hecho que creamos inevitable la hegemonía del individualismo, el egoísmo y el desinterés por el otro en nuestro estilo de vida, y nos hace ciegos a la percepción de otros valores que no sean aquellos. Se desacredita toda concepción humanista de la vida social, considerándola fruto de un “idealismo romántico” falto de realismo práctico, pero ese enfoque de la realidad social ha sido el espíritu que alentó las vidas magnánimas de Gandhi y de Mandela.
Política humana
Puede parecer una obviedad hablar de “política humana”. Debería serlo. Pero podemos darnos cuenta de que no lo es si atendemos a una distinción. Una política que busca ante todo responder a las necesidades de la condición humana y donde gobernar es servir, a todos y sin discriminaciones, es humana; es decir: de los hombres y para los hombres. Y una política para imponer ideologías, o para llegar al poder con el fin de dominar o alcanzar privilegios, o que no atiende al derecho de todos y a la libertad de todos, es acción deshumanizada y deshumanizante. En la vida pública de los países del mundo actual, no se ve que hayan encontrado concreción principios fundamentales como el compromiso ético, la concepción democrática y republicana o el sentido social de opción por los pobres.
Esto expresa la necesidad de una verdadera metanoia, una transformación de las ideas y una manera diferente de pensar y de hacer política. Y ello remite naturalmente a la exigencia de plasmarse en una praxis social, es decir: en un nuevo estilo de vida pública.
No siempre se interpreta el camino hacia el poder como medio para la concreción de un país con un pueblo animado por valores como la participación genuina de la ciudadanía, la transparencia de la gestión, el diálogo y la aceptación de las diferencias, y la búsqueda del desarrollo a través de la paz y el rechazo de la violencia. El desafío fundamental es el esclarecimiento de la forma de hacer realidad esos ideales. Se trata de la instalación de una nueva cultura en la vida ciudadana.
Un país es democrático no cuando así lo expresa su Constitución, sino cuando el funcionamiento de sus instituciones y la vida de sus ciudadanos se desarrolla democráticamente.
Pacto de la misericordia
No podemos desligar totalmente lo público y lo privado. Según E. Fromm, si hay valores esenciales a la condición humana, como la ternura o la compasión, ¿por qué virtudes como la sinceridad o la fraternidad no deben se legitimadas como categorías políticas debidamente reconocidas y valoradas? ¿Por qué aquellos valores reconocidos como “humanos” y calificados en la vida privada no han de ser legitimados en la vida pública? Esto significa que cabe asignarles a la fraternidad y a la misericordia jerarquía de categorías con entidad y legitimidad en el ámbito político. Eso que el lenguaje habitual llama “el amor al prójimo” tiene derecho a ser reconocido en esa esfera y a ser nombrado allí como tal, de manera que se lo rescate de su reclusión en la vida privada en la que ha sido relegado hasta el presente. Con este enfoque, la política no se convierte en una mera lucha de intereses o en un juego burocrático estéril, sino en una política realmente humana; o sea: la búsqueda del bien común, de los hombres y para los hombres.
En el momento actual, podemos encontrar múltiples expresiones que señalan la aspiración de un cambio de mentalidad y de criterios. Esto indica que estamos en el camino que marcan “los signos de los tiempos”.
Según fuentes de información suficientemente fundadas y que merecen la mayor credibilidad, desde los más altos niveles de la esfera gubernamental de México, se ha comenzado a pensar en el desarrollo de un Pacto de la Misericordia, cuya idea esencial es que los países no solo incluyan este principio en las decisiones políticas internas, sino que se acuerde un compromiso que impregne este criterio en las relaciones entre países.
Esto es francamente revolucionario, porque implica una verdadera metanoia en la mentalidad política internacional, transformación de los criterios vigentes y en total consonancia con los conceptos vertidos en el presente artículo. Como vemos: la Historia comienza cada día. Y su curso es impredecible.
Por nuestra parte, sostenemos con firmeza la convicción de que, en cualquier país del mundo, la vida social debe descansar sobre un principio básico: Todos los hombres, sin excepción, tienen derecho a lo necesario, pero mientras en el mundo haya hambre que los humanos podríamos evitar, nadie tiene estricto derecho a lo superfluo. Esto lo pide la condición humana.