En muchas ocasiones puede suceder el hecho de encontrarnos con una figura monumental, y tal vez nos podemos preguntar: “¿Cómo hizo?”. Si quisiéramos responder a este interrogante, sería, en definitiva, una respuesta bastante difícil de dar. No obstante, en tanto que el mundo sea inquietante, valdrá la pena naufragar para intentar dar una respuesta acorde a nuestra incógnita inicial. En ese sentido, G.K. Chesterton (1874-1936) se encarnó como una figura que luchó contra el pesimismo desde su polo opuesto, esto es la sana alegría, y, justamente, desde el misterio y asombro que descubrió a lo largo de su vida. Todo le resultaba maravilloso, tan maravilloso que no se permitió ser un pesimista.
Sin embargo, la realidad a veces plantea una trampa mortal, puesto que nos puede volver pesimistas o, contrario sensu, nos puede llevar a un psuedo optimismo basado en el “placer” que nos hace descuidar nuestra vida llena de profundidad, precisamente porque también se trata de un pesimismo, aunque oculto, en tanto y en cuanto se utiliza la vida para sacarle un máximo provecho inventado, una utilidad casi estadística que, finalmente, nos lleva a desperdiciar la vida. Estas formas de pesimismo moderno son dos caras de la misma moneda: en apariencia opuestas, pero en el fondo idénticas.
Chesterton, muchas veces tocó el tema del pesimismo como del optimismo. En su Autobiografía, expresó: “Es la idea de aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido. El sacramento de la penitencia otorga una nueva vida y reconcilia al hombre con todo lo vivo, pero no como hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad: el don tiene un precio y está condicionado por un reconocimiento. En otras palabras, el nombre del precio es la Verdad, que también puede llamarse Realidad: se trata de encarar la realidad sobre uno mismo. Cuando el proceso sólo se aplica a los demás, se llama Realismo”.
En Monstruos y lógica, dijo: “Había mucho pesimismo en la época en que comencé a escribir. De hecho, fue en buena medida a causa del pesimismo que comencé a escribir. Naturalmente, se esgrimirá como argumento a favor de los pesimistas el que yo haya comenzado a escribir. No obstante, se plantea aquí una cuestión importante. Cuando era niño, el mundo realmente estaba dividido entre optimistas y pesimistas. Ninguno de los dos términos es filosófico y acaso ninguno de estos dos tipos podría ser un verdadero filósofo. Sin embargo, ambos eran verdaderas personas”.
Hay que darle un buen crédito tanto a los pesimistas como a los optimistas, ya que Chesterton puso su talento y pluma al servicio de una cruzada noble, es decir, desbaratar a través de la alegríaa los que pretendían un mundo de angustia o falsas y utópicas ilusiones mundanas.
No obstante, hoy se puede esgrimir que la balanza está inclinada rotundamente hacia el pesimismo. Y Chesterton vio a todas luces este fenómeno: “Me parece que el problema radica justamente no en que haya muchas personas que encuentran motivos para el descontento, pues siempre las ha habido, sino tantas que quieren estar descontentas. Mucha gente se siente descontenta sino puede estar descontenta”. No solo en las obras mencionadas tocó los tópicos del optimismo y, sobre todo, del pesimismo, tal vez la que fuera su mejor obra: Ortodoxia,sea la más lúcida de sus respuestas:
“Cuando yo era niño había dos hombres curiosos que iban de una parte a otra, y eran llamados optimista y pesimista. Constantemente yo utilizaba esas palabras, pero confieso alegremente que nunca tuve una idea clara de lo que ellas significaban. Lo único evidente era que no podían significar lo que decían, pues la explicación verbal ordinaria era que el optimista pensaba este mundo tan bueno como podía serlo, mientras que el pesimista lo pensaba tan malo como podía serlo, uno tenía que buscar otras explicaciones. Un optimista no podía significar a un hombre que pensaba que todo está bien y nada está mal. Pues eso es una insensatez: es como decir que todo es derecho y nada es izquierdo. Por encima de todo llegue a la conclusión que el optimista pensaba que todo es bueno, excepto el pesimista y el pesimista que todo es malo, excepto él mismo”.
Nuestra mente navega sobre una realidad de contrastes, pues quien es alegre también de vez en cuando se siente inclinado a la tristeza, como consecuencia que en estos tiempos estamos en un mundo que es más pobre de lo que debería ser. En este sentido, para contrarrestar ciertas realidades opacas se ha descubierto el arte, quizás como un vehículo que bien direccionado nos transporta a la esperanza, como Chesterton que lo hizo a través de las letras para trascender la realidad y, consecuentemente, para que el espíritu pueda danzar con alegría sobre esa misma realidad que nos toca enfrentar a diario. Esto nos lleva a otro umbral o, en otras palabras, al hecho de descubrir el fino paso de la realidad hacia el milagro de la esperanza, como un pasillo oscuro que nos lleva a una puerta y detrás de ésta se halla contenido un sol que busca alumbrar como un fuego vivo toda nuestra vida. Queda ver, en efecto, si la puerta permanece cerrada o se abre. El hombre siempre tiene la libertad y la posibilidad de elegir. Más aún, todo ser humano puede redimirse y cambiar, siempre y cuando esté abierto a escuchar el llamado.
Con los males de la sociedad actual es fácil ser pesimista y hasta es posible que esté justificado –cuestión que no debería ser así–. Vuelvo a retomar la idea anterior, que este mundo no es ese lugar que tendría que ser, más allá de encontrarnos con muchas visiones de la vida. El filósofo alemán Gottfried Leibniz (1646-1716), dijo algunos siglos atrás que vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque su filosofía parte del racionalismo optimista del siglo XVII. Podemos admitir que estos argumentos pueden contener verdades metafísicas, aunque de corte racional, pero al fin y al cabo son veraces. Empero, que lo más convincente sería decir que todo podría ser peor o tal vez mucho mejor en miras a nuestra existencia concreta; porque simplemente estamos en ese punto medio que depende de nosotros que sea mejor o peor, y no de los falsos idealismos e ideologías que alimentan este mundo. No obstante, cuando nuestra voluntad interior falla por cierta coacción externa y se pierde en una vida desesperante, toda nuestra vida se inclinará por esta última opción: que el mundo es un lugar lúgubre, sin sentido y sin orden trascendental. Chesterton luchó para desbaratar esta visión sesgada de su tiempo y del nuestro, puesto que el mundo está lleno de luz, de sentido, de misterio y, ante todo, de milagros, como en toda la obra del escritor inglés. Jorge Luis Borges (1899-1986) fiel admirador de G.K.C., lo describió cabalmente: “La obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad”.
Sin embargo, la realidad actual puede que esté cargada de ruido, pero en el fondo, si uno hurga, se encontrará con un silencio estremecedor. Se necesita del ruido para que el gélido silencio no haga estragos en la vida de tantos, porque el mayor peligro es transitar una vida sin valores, ese norte que necesitamos como alimento para el espíritu y que ayuda a nuestra frágil naturaleza en los momentos de debilidad, ya que allí siempre encontraremos un salvavidas a mano para salir a flote. Los pesimistas niegan ese elemento vital, esa herramienta indispensable ante un naufragio, prefieren ahogarse y si arrastran a muchos con ellos, disfrutarán. Para el pesimista no hay nada mejor que el mundo sea oscuro. Allí halla su justificativo. Pero la verdadera valentía es mostrar que tiene luz, incluso cuando uno tiene que esforzarse por encontrarla, a veces perderse un buen tiempo en su búsqueda, como quien peregrina y sabe que tarde o temprano llegará a destino a pesar de las vicisitudes.
Chesterton visualizaba lo eterno en lo cotidiano y al hombre sencillo como una persona que trasciende. Ver esas almas que transitan con sentido común, que aspiran con bondad y que tienen vidas íntegras, es el mayor anhelo que se puede tener. Es la mayor esperanza que se puede encontrar. También defendió este principio contra los pesimistas que atacaban al hombre y la vida corriente. En una magnífica biografía de G.K.C., la primera en el mundo, de un amigo cercano a él, llamado W.R. Titterton (1876-1963), dijo: “Al defender al hombre de la calle contra el experto, al hombre de la calle y su derecho a sus propias costumbres, al hombre de la calle contra el Estado, y sobre todo al hombre de la calle y su derecho de gobernar su propia familia y ser dueño de su propiedad”.
Y el príncipe de las paradojas llevó de cabo a rabo esta defensa. Seguramente llegó a la santidad, porque se atrevió a soportar la adversidad del mundo con bondad. Allí está la naturaleza y la virtud de los santos. No viven en un país de ilusiones, ven lo que todos vemos incluso más de lo que se puede soportar, pero, a diferencia del resto de los mortales, ven con la llama de la luz, a los ojos de la esperanza como una estrella firme y bien parada en el firmamento que no se atemoriza ni se deja apagar ante la oscuridad del inmenso espacio que le rodea –en nuestro caso el mundo–.
Chesterton trascendió porque su noticia era eterna y no del momento –la excusa era el momento, pero el propósito eterno–. Por eso, hoy podemos leer todas sus noticias y algo nos dicen, tal vez mucho, casi cien años después. Y es posible que en la actualidad nos sirva más que en su tiempo, cuando las cosas han empeorado en el mundo. Nuevamente W.R. Titterton, escribió:
Yo le digo a todo el periodismo, y era todo literatura. Pero toda la mejor literatura es periodismo. El periodismo falla cuando no relaciona la noticia del momento, o el comentario inmediato de la noticia, con la verdad eterna. G.K Chesterton nunca falló en ese sentido.
Finalmente, entre los mitos de encasillamiento que hay en el mundo moderno, y el absolutismo de tener que sucumbir a las modas materialistas que socavan nuestra propia identidad arraigada en lo perenne, Kierkegaard sostuvo que el ser humano es una “síntesis”: “El hombre es una síntesis de infinito y finito, de temporal y eterno, de libertad y necesidad, en resumen, una síntesis”. Hay que ser un poco –tan solo un poco– materialista en el buen sentido para amar y comprender el mundo y, en efecto, de la realidad ver un milagro conectado al “otro mundo”, pero, sobre todo, hay que ser muy espiritual para trascenderlo y encontrarle sentido. Esto sería un hombre en equilibrio, un hombre que no cae en el horror del pesimismo ni en el ilusionismo optimista de nuestra era –o de pesimismo disfrazado con una falsa sonrisa–. Más bien en un hombre esperanzado que acepta la realidad con una alegría sin disimulos.
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