El mundo se vuelve más sombrío, más huérfano, más desvalido cuando muere una persona que ha ejercido una gran paternidad creadora, afectiva y transformadora, como la ha ejercido en su vida el monje benedictino Mamerto Menapace.
El sacerdote Menapace ha sido y es una figura rutilante de la Iglesia argentina y latinoamericana de las últimas décadas. Por vocación y convicción monástica sus increíbles aptitudes para la comunicación a través de la palabra y sus escritos resultaron de un magisterio espiritual para varias generaciones de católicos y no católicos, de una ascendencia poco común por la riqueza diversa de sus planteos.
Menapace nació en la ciudad de Mal Abrigo, en el Chaco santafesino el 24 de enero de 1942 y falleció en la provincia de Buenos Aires el 6 de junio de 2025. Una larga vida llena de dones, que cultivó y desarrolló al extremo.
El mensaje del evangelio es donde se reciben dones para desplegarlos en orden a un servicio de vida sin límites. En esto consiste la maestría existencial de Mamerto Menapace. La oración, la reflexión y el compromiso con los pueblos sufridos, fueron las tres columnas de su arquitectura espiritual. No se entiende su vida si falta alguno de los tres elementos.
En la sociedad contemporánea, tan afecta a las estridencias superficiales y a los ídolos alienados y alienantes, la figura de un monje es algo extraño y ajeno a este vértigo de euforias nihilistas y cosificadoras.
Vivimos en un mundo de terroristas de la palabra, de griteríos seudo conceptuales, de expresiones tiradas al viento sin ningún valor de dignificación del otro y de los otros; devaluando la palabra hasta hacerla un arma mortal de destrucción. En esta cultura de la destrucción, la cultura del descarte (como decía el papa Francisco), los silencios solo se dan cuando son silencios de muerte.
Entonces, ¿qué fue lo que pasó para que la muerte de un monje tuviera tanta repercusión masiva, y sobre todo en las generaciones jóvenes? Vamos a una pequeña explicación preliminar.
La vida de la Iglesia es un poliedro de carismas. Múltiples rostros espirituales que convergen hacia una unidad de un mismo cuerpo. Carisma es la inspiración que suscita el Espíritu Santo para responder a los desafíos misioneros de cada época.
Para que la Iglesia sea la Iglesia de Jesús, debe ser una Iglesia orante, fraterna y misionera. La primera gran tradición corporativa que tiene la Iglesia, en cuanto a Órdenes religiosas, es la tradición monástica a partir del siglo V con san Benito de Nursia. Aparecen los monasterios benedictinos. El lema de san Benito “Ora et labora”: la oración contemplativa, personal y comunitaria; y el trabajo, en este caso, intelectual, artesanal y agrícola.
Los monasterios en la Edad Media fueron los centros culturales que preservaron con sus copistas toda la tradición de la Edad Antigua. Pero por sobre todas las cosas fueron la gran reserva espiritual de la Iglesia.
El P. Luigi Giussani, un teólogo contemporáneo, decía que orar es el acto más humano que el hombre puede realizar, porque se vincula con el origen de su humanidad, que es Jesucristo, el Dios de la vida. La oración es medular en la Iglesia. Como dijo Methol Ferré: “La liturgia es el alma de la Iglesia”.
Cualquier capilla, por humilde que sea, contiene ese misterio de comunicación inexplicable con el centro de la vida, que es el Dios vivo y encarnado en la historia. Los monasterios son el cimiento espiritual de la Iglesia toda. La usina espiritual que genera luz y discernimiento a los desafíos y los compromisos de cada época histórica.
Los monjes no salen a la gente, simplemente los atraen hacia sí. Hoy los grandes centros de atracción religiosa en la Iglesia católica son los santuarios marianos y los monasterios.
En los santuarios nos sentimos pueblo peregrino, pueblo en marcha, pueblo hijo de un misterio salvífico; en los monasterios somos personas que buscan en el silencio fecundo de la oración compartida los designios de Dios en nuestras historias concretas.
El monje benedictino es un hombre de silencio y oración que rumia lenta y permanentemente lo que le dice la palabra de Dios. Ese silencio de búsqueda, que es un silencio de paz, hace descubrir lo que deben decir sus palabras. La reflexión y su palabra son hijas de ese silencio rumiador.
De este mundo monástico benedictino salió el P. Mamerto Menapace. Un día un periodista le preguntó a Mamerto en qué se diferenciaba un monje de un cura de parroquia, y él contestó: “Lo específico del cura es ser de Dios para los hombres, y la del monje es ser un hombre para Dios. El cura debe escuchar a Dios en la oración y luego transmitirles su voluntad a los hermanos hombres. El monje tiene que escuchar a los hombres y transmitirle su clamor a Dios. Debe interceder en la montaña a favor de su pueblo que lucha y sufre en el llano, como cuentan que lo hizo Moisés”.
El legado del P. Mamerto Menapace
Primero, fue un gran predicador, con un gran don de palabra, de lenguaje sencillo y penetrante. Su condición de abad del monasterio, que él entendía como un servicio de paternidad, le permitió predicar en muchos países, llevando sobre sus hombros su amado monasterio. Podríamos decir que su persona reflejaba un monasterio itinerante.
Segundo, fue un gran consejero espiritual, con un don que Dios le dio y que él cultivó al máximo: el don del discernimiento, el don de distinguir. Fue un hombre de consuelos y de misericordia. Por su celda monacal pasaron personalidades políticas, artísticas, literarias y simples hombres de pueblo, artesanos, obreros, obispos, religiosos, etcétera. Todos buscando esa palabra justa, adecuada, consoladora, ante los dramas de cada situación. Desde los ámbitos orantes y silenciosos de un monasterio y sin medios tecnológicos audiovisuales, el P. Mamerto era un hombre de los más informados de la sociedad argentina y más allá.
Tercero, fue un monje gaucho, sabio, sagaz, lleno de humor y alegría. Su lenguaje lugareño inculturó a la Iglesia en la idiosincrasia argentina, eminente rural, criolla y gauchesca, del mate y del poncho, del folclore y de los versos camperos. Muy cercano a la teología del Plata, es decir, a toda expresión de religiosidad popular.
Su vínculo con los sacerdotes Lucio Gera y Rafael Tello, modelos de sacerdotes creadores de una teología de la religiosidad popular, fue muy profundo en estas dimensiones pastorales. Es muy conocida su vinculación con el humorista Luis Landriscina. Hicieron varias “patriadas” por pueblos de las provincias argentinas contando cuentos criollos. Menapace era un contador excepcional de cuentos. Tenía un vivaz sentido del humor y una enorme capacidad para llegar con su mensaje a cientos de miles de personas, que crecieron y se formaron con su palabra transparente, sencilla, de reflexiones, que llegaba al corazón de todos.
Cuarto, fue un escritor de la mejor tradición martinfierrana, de tradición criolla. Escribía conversando, con metáforas de campo en ambientes pueblerinos y muy reconocibles en sus paisajes rurales. Dotado de una sencilla expresión que nos introducía en forma fácil y discreta en la vida del evangelio. Muy reconocido por escribir relatos bíblicos en tono gauchesco.
Sus mayores éxitos literarios fueron Un Dios rico de tiempo (1975), Madera Verde (1978), Cuentos rodados (1983) y El Paso y la espera (1992). Debido a su aporte a la literatura juvenil recibió el premio Konex en 1994.
Hace un año, cuando ya se sentía un poco enfermo escribió: “En cualquier momento Tata Dios me llama a ingresar a la estancia La Eternidá, que tiene galpón y parrilla para todos”.
Un gran jesuita que se llamaba Theilard de Chardin dijo una cosa para sí que se puede aplicar perfectamente a la vida del monje benedictino Mamerto Menapace: “Todo lo que asciende, converge… Solo anhelo ser echado en los cimientos de lo que está destinado a crecer”.
Cuando se recorra la historia de la Iglesia latinoamericana de los últimos cincuenta años, el nombre testimonial de Mamerto Menapace será una brújula estelar de paz y alegría evangélica.