En los últimos días hemos sido impactados por los sucesos de Río de Janeiro. Las imágenes de decenas de cadáveres apilados en la calle de una de las más grandes favelas de aquella ciudad recorrieron el mundo y nos mostraron una realidad que a los uruguayos nos puede parecer lejana.
También nos parecieron lejanos, hace unos años, los casos de sicariato que nos mostraban los noticieros en otros países del continente. Y nos parecieron lejanos los índices de homicidios de algunos países centroamericanos, a los que muchos no dudaban en calificar como Estados fallidos, ya que no podían cumplir con su función básica de juez y gendarme. Hoy nuestra realidad nos dice que el sicariato es moneda común en nuestras calles y que los índices de homicidios son similares, si no peores, que aquellos que mirábamos con horror hace no mucho tiempo.
El baño de sangre en las favelas de Río de Janeiro debe constituir un llamado de atención para los uruguayos. Cuatro policías asesinados, un centenar de delincuentes abatidos y varios simples vecinos muertos por estar en el lugar y el momento equivocados es el saldo trágico de una acción policial decidida para retomar el control de un sector de la ciudad que nunca se debió haber perdido.
Dentro del propio Brasil las aguas se dividieron a favor y en contra del gobernador carioca, Claudio Castro, que fue quien dio la orden de actuar a su Policía. El presidente Lula criticó al gobernador y manifestó que no es esa la forma de terminar con el problema, sino a través de operaciones de inteligencia que golpeen sus bases de financiamiento y la acción social. Y le negó el apoyo de fuerzas federales, ya fueran policiales o militares. Por supuesto que el juez Alexandre De Moraes ya intervino y promete que la Justicia será implacable… con los policías.
A nivel de la opinión pública del estado de Río de Janeiro, la acción de su gobernador recibió el apoyo de una amplia mayoría de la población.
Pero ¿cómo es posible que ciudadanos comunes respalden una acción que generó decenas de muertos? El hartazgo tiene que ser descomunal. El infierno en que viven millones de personas víctimas del accionar de bandas criminales lleva a que muchos razonen ya no como pacíficos ciudadanos, sino como justicieros impotentes ante el fracaso de todas las políticas implementadas hasta el momento.
En el Parlamento uruguayo un legislador increpó al ministro del Interior por el deterioro existente en materia de seguridad pública y le espetó un “aquí hay que hacer lo de Río de Janeiro”. Le abrió el arco para que el ministro le contestara que “eso sería lo último que haría”. El solo hecho de que se entable un diálogo de esta naturaleza muestra que nuestra realidad no está tan lejana de la de nuestros hermanos brasileños, al menos no más lejos de lo que estábamos del sicariato y de los números récord de homicidios.
¿Realmente pensamos que acá no vamos a llegar a lo que vimos en estos días en Brasil? Si seguimos por el camino que venimos transitando desde hace un par de décadas en materia de seguridad pública la pregunta correcta no sería si vamos a llegar a eso, si no cuándo llegaremos.
Tal vez estemos a tiempo de evitarlo, pero no será haciendo más de lo mismo que lo lograremos. Desde Cabildo Abierto hemos hecho propuestas concretas, no solo vagas expresiones de deseo o, lo que es peor, críticas inconducentes sin ninguna idea para solucionar el problema.
Sabemos que nuestras propuestas chocan con el formato ideológico de muchos, pero es hora de entender que ya no hay lugar para prejuicios ni estigmatizaciones. Que tal vez lo que ayer podía eludirse ya hoy no se puede ignorar, porque la ola nos está pasando por arriba… ¡Y es grande!
No debemos seguir perdiendo tiempo en diagnósticos reiterados y diálogos inconducentes. Es hora de actuar.
Urge la declaración de Emergencia Nacional en Seguridad Pública. Urge la adopción de medidas y la implementación de una campaña para disminuir el consumo de drogas en nuestra sociedad y declarar la guerra, que sí se puede ganar, al narcotráfico en todos sus niveles. Urge el blindaje en serio de fronteras. Urge un cambio profundo en nuestras cárceles: la separación de los presos más pesados del resto de la masa carcelaria y aquellos con medidas estrictas de seguridad. Es impostergable tomar las medidas para la rehabilitación efectiva de los presos, estableciendo el trabajo obligatorio. Sí, obligatorio, les guste o no les guste.
No vemos mal, al menos mientras no se revierta la actual realidad penitenciaria, las medidas alternativas para determinados delitos menores siempre y cuando se disponga de la capacidad humana y tecnológica para la efectiva supervisión de su cumplimiento.
Un viejo dicho nos recuerda que haciendo más de lo mismo los resultados serán los mismos. Mientras tanto, las imágenes de Río de Janeiro nos hacen difícil conciliar el sueño…





















































