Budapest y Praga tienen en común su pasada historia como ciudades del Sacro Imperio romano germánico y luego del Imperio austrohúngaro. Ello está presente en sus hermosas calles y parques, en sus palacios reales e imperiales, en sus iglesias góticas y barrocas y, en definitiva, en su actual prosperidad material.
Es de resaltar que también en ambas ciudades se recuerdan las épocas oscuras de las dictaduras comunistas, que asolaron dichos países durante el siglo XX. Es inevitable que sus pobladores se refieran con desprecio a ese periodo histórico, que sumió a Europa Oriental en la miseria y la opresión y de la que, en lo material, solo queda el recuerdo de algunas monótonas y esperpénticas construcciones y, en lo moral, las huellas de una experiencia que casi unánimemente no se quiere repetir.
De todas formas, es de destacar que dicho periodo dio para dejar en el recuerdo conductas de memorable valor, que la historia no podrá olvidar. Así en Budapest se recuerda con veneración la resistencia del cardenal József Mindszenty y en Praga la inmolación de Jan Palach. El citado cardenal está enterrado en su sede episcopal de Esztergom y su tumba es objeto de peregrinación por quienes le admiran por su oposición al comunismo, que le valió en 1955 ser encarcelado, lo que fue representado en la película El Prisionero. A su vez, Palach se inmoló en una plaza de Praga en protesta por la invasión de su país por el comunismo soviético, que pretendía derogar las reformas liberalizadoras de Dubcek. En definitiva, estos pueblos han vivido la experiencia liberticida del comunismo, que es de esperar que tengamos la inteligencia de evitar en su nueva cara globalista.
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