En nuestra columna “Virtudes teologales”, vimos que la fe es una de las tres virtudes teologales. Ahora bien, ¿qué es la fe? No es un concepto fácil de explicar, como la duda, la opinión o la certeza.
“Creer –dice Josef Pieper en Las virtudes fundamentales– quiere decir que se tiene una afirmación por verdadera y lo afirmado por real, por objetivamente auténtico”. Pero cuando decimos: “Creo que Dios existe”, estamos afirmando como certeza una realidad que, objetivamente, no conocemos. ¿Cómo es eso posible? Esta es precisamente “la dificultad teórica de esclarecer la estructura del acto de fe como la dificultad de justificar dicho acto como algo que tiene sentido y está acorde con la responsabilidad intelectual”. En palabras de santo Tomás de Aquino, “la fe no puede referirse en absoluto a algo que se ve…; y tampoco pertenece a la fe lo que puede ser demostrado”.
De todos modos, el creyente debe tener algún conocimiento propio de aquello en lo que cree. Porque como dice Santo Tomás, “el hombre no podría asentir por la fe a ninguna proposición, si no la entendiese de alguna manera”. Pero ese “yo creo”, no equivale al “me parece” del lenguaje vulgar. Primero, porque tener fe implica creer algo a alguien y, segundo, porque según Santo Tomás “pertenece al concepto mismo de la fe que el hombre esté seguro de aquello en lo que cree”. ¿A quién le creen los católicos cuando dicen “yo creo en Dios”? A la Iglesia, que durante siglos ha transmitido la fe a millones de hombres y mujeres en toda la tierra.
¿Qué nos dice sobre la fe, el Catecismo de la Iglesia Católica? “La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios”. Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, CIC, N.º 1814).
El Catecismo se refiere, obviamente, a la “fe sobrenatural”, a la fe en Dios. Porque hay, también, una fe humana: cuando vamos tomar el ómnibus, hacemos un “acto de fe” en que el ómnibus pasará. Cuando asistimos a una clase de Historia, hacemos un “acto de fe” en el profesor.
La fe sobrenatural, por su parte, es un tipo de fe que nos lleva a creer en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado a través de las Sagradas Escrituras y de la tradición viva de la Iglesia. Las Sagradas Escrituras y la tradición constituyen lo que se denomina “el depósito de la fe”.
La fe, además, no puede prescindir de la libertad: nadie puede tener fe si no es libre de creer y de entregarse a Dios por su propia voluntad. Pero ¿qué significa “entregarse a Dios”? ¿Qué hay que hacerse cura o monja? No necesariamente. Lo que significa, es que todo bautizado, está llamado a vivir de acuerdo con lo que Dios le pide. ¿Y cómo sabemos lo que Dios nos pide?
Estudiando el Catecismo o algún texto del Magisterio, podremos conocer lo que Dios nos pide a todos los católicos en general: ahí están “las reglas de juego”. En su predicación o en la dirección espiritual, un sacerdote nos podrá guiar por un camino seguro hacia Dios. En la oración personal, en ese encuentro que podemos tener mano a mano y en cualquier lugar con Dios, podemos pedirle también que nos haga ver que quiere de nosotros…
Dice más adelante el Catecismo que “la fe sin obras está muerta” (CIC N.º 1815). En otras palabras, no basta con creer en Dios: hemos de mostrar con nuestras obras, con nuestra propia vida, que somos coherentes con nuestra fe. Por ejemplo, procurando hacer muy bien nuestro trabajo, no porque nos lo mandan o porque queremos quedar bien, sino por amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres. Lo mismo se puede aplicar para nuestras relaciones familiares, donde la mayor muestra de fe es amar incondicionalmente al cónyuge y a los hijos.
El cristiano –sigue el Catecismo– no debe solo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (CIC N.º 1816). El cristiano que realmente tiene fe, estará dispuesto a profesarla y testimoniarla hasta las últimas consecuencias. Por eso la cruz, es el símbolo cristiano por excelencia: hay que estar dispuesto a llevarla con dignidad cuando se nos presente, y del modo que se nos presente.