Conocido por su estilo cercano y reflexivo, Olaizola ha logrado tender puentes entre la espiritualidad y los desafíos contemporáneos. Su presencia en redes sociales y sus libros –que abordan temas como el silencio, la fe, la fragilidad y la esperanza– lo han convertido en una voz escuchada más allá del ámbito religioso. En entrevista con La Mañana durante su paso por Montevideo –donde ofreció charlas abiertas y espacios de reflexión espiritual–, abordó cuestiones tan humanas como la búsqueda de sentido, la salud emocional de los jóvenes, la compasión en tiempos de crisis y el papel de la fe (o su ausencia) en la vida cotidiana.
En tiempos en los que muchos buscan sentido, ¿cómo descubrió usted el suyo? ¿Qué le sostuvo –o aún le sostiene– en ese camino vocacional?
Fundamentalmente, la fe da sentido a mi vida. Me ayuda, de alguna manera, a encajar todo lo demás. Me ayuda a hacer una lectura creyente de la vida, del mundo y de mi propia historia.
Ha escrito mucho sobre el perdón, la ternura y la fragilidad. ¿Qué lugar tienen en nuestras relaciones hoy?
Yo creo que tienen un lugar necesario. Pero, de alguna manera, me da la sensación de que vivimos en una sociedad… ¿cómo decirlo? Nos está tocando habitar una sociedad furiosa.
No sé si en Uruguay es parecido, pero al menos en lo que vivo a diario en España –lo que leo en los medios, lo que se ve en la política internacional– percibo una sociedad crispada, muy dura. En ese contexto, las relaciones se dan en un marco donde no entra el perdón, sino una exigencia constante. El que se mantiene se mantiene. Pero el que cae lo hace de una forma furibunda y devastadora.
Y luego está la ternura, que tiene muy mala prensa. Queda reducida, casi exclusivamente, al terreno de las relaciones íntimas: la pareja, la familia, tu círculo más cercano. Pero para mí sería necesario recuperar cierta calidez también en otras esferas: en el trato profesional, en lo cotidiano. Hay muchas formas de ternura. No se trata solo de la ternura materna o de pareja; hablo también de la amabilidad, de los gestos humanos. Creo que todo eso es muy necesario.
¿Entiende que la sociedad está más violenta, más predispuesta a estas situaciones que antes? ¿Qué puede estar influyendo en esto?
Creo que sí. La sociedad está más furiosa. Y los motivos son muchos. Algunos de fondo. Por un lado, el auge de los populismos y una cierta deriva antidemocrática han hecho que cuestiones que antes se daban por asumidas ahora se pongan en duda. Hay una especie de olvido: se olvidan las enormes tragedias que atravesaron el siglo XX y que, de algún modo, generaron una conciencia compartida. Una conciencia de que era necesario empujar todos en la misma dirección, porque si no, la convivencia se volvía imposible. Eso favoreció un período de varias décadas –los últimos 30 años del siglo pasado y los primeros de este– en los que se luchaba por el bien común, la redistribución, el cuidado de los más frágiles. Hoy se han olvidado las razones que daban sentido a ese esfuerzo por convivir y se están resquebrajando los pilares de una sana convivencia.
Y luego están las redes sociales, que, aunque ya no sean tan nuevas, cambiaron de forma radical nuestra manera de relacionarnos. Hoy el vínculo es más brutal, más incisivo, más superficial. Ya no hay diálogo o argumentos, sino golpes verbales, reacciones inmediatas. Todo tiene que ser ya. Y como muchas cosas en la vida no pueden serlo, eso genera frustración. Y de esa frustración brotan muchas de las actitudes agresivas que vemos.
Vivimos en una sociedad hiperconectada, pero muchas personas se sienten solas o vacías. ¿Qué cree que nos está faltando?
La conexión digital no puede suplir la cercanía humana. A veces la favorece, la facilita, sí. De hecho, en Bailar con la soledad dedico un capítulo a este mundo de las conexiones virtuales. No es algo totalmente bueno ni totalmente malo. Las redes pueden ayudar a mantener vínculos, a sostener relaciones, a sentirte parte de un entorno. Pero no reemplazan el encuentro real. No es lo mismo tener tres buenos amigos con quienes compartir tiempo, preocupaciones, alegrías y dolores –alguien con quien hablar de verdad– que tener 3000 contactos en redes. Porque esos 3000, muchas veces, representan otro tipo de vinculación: más superficial, menos comprometida, que no entra en las dimensiones más hondas de la vida. Y la soledad, cuando es profunda, no se resuelve a base de likes o mensajes. No se puede suplir simplemente con conexiones. Hace falta encuentro.
Hablamos sobre la situación de la sociedad hoy. ¿Cree que tenemos más etiquetas que antes y eso nos divide mucho más?
No sé si más etiquetas, porque también es verdad que hoy hay un mundo de lo políticamente correcto, donde etiquetas que se utilizaban en el pasado no se pueden utilizar porque inmediatamente hay reacciones y a veces son reacciones valiosas. Pero lo que yo creo que hay es muchísima más fragmentación de identidades. Es decir, cada persona se relaciona con los que piensan, son, opinan y viven como ella. Entonces, es verdad que en ese sentido hay más etiquetas. Yo pongo muchas veces, el ejemplo del feminismo. Ya no hablamos del feminismo, sino de los feminismos. Y dependiendo del enfoque sobre determinados temas, aparecen divisiones, tensiones y hasta enfrentamientos internos. Y quien dice esto lo podría decir en muchos otros ámbitos, como el catolicismo, pues muchas veces nos relacionamos desde etiquetas: “¿Tú de qué grupo, de qué sensibilidad, de qué espiritualidad, de qué cuerda eres o a qué papa apoyas?”. Al final terminamos generando un mundo tremendamente fragmentado y sectario, y esto es un problema.
Tiene una presencia activa en redes sociales. ¿Cómo gestiona ese espacio sin caer en la superficialidad?
No es fácil. No estoy obsesionado con alimentar mis redes sociales. Es verdad que tengo perfiles muy activos en X, en Facebook, en Instagram, en YouTube, de maneras diferentes. Pero en ningún caso tengo una estrategia ni una lógica del tipo “hay que publicar todos los días” o “todas las semanas”.
De alguna manera, el compromiso que asumí conmigo mismo –y que también me parece un compromiso con la gente que elige seguir tu perfil– es que solo publico cuando tengo la sensación de tener algo que decir. No hago videos para llenar un espacio, sino que cuando creo que algo puede ser interesante entonces lo hago.
Después hay una parte en la que tengo la sensación de que las redes, en mensajes cortos, no permiten un discurso muy elaborado. Pero en mensajes sostenidos en el tiempo, sí lo van permitiendo. Entonces, uno debe tener claro el ir trazando un discurso consistente: una manera de plantear las relaciones, la sociedad, la interacción, la fe –en mi caso–, y todo eso hacerlo de manera coherente. Y entonces, con el tiempo, sí que vas pudiendo ofrecer hondura.
En una de sus publicaciones escribió: “Hay rendiciones que son el principio de las victorias”. ¿Qué significado tiene esa frase? ¿Qué tipo de rendiciones pueden convertirse en un acto de fortaleza?
Muchas veces, por ejemplo, es asumir que en un conflicto hay que dejarlo estar, o aceptar que en ocasiones se pierde, que no te puedes empeñar en tener siempre la razón, o reconocer proyectos que han tenido su tiempo, su historia. Creo que una de las lecciones que la experiencia te enseña es que hay cosas que nacen y, de la misma manera, tienen que morir. Muchas veces, eso nos produce una mezcla de nostalgia, inseguridad, una sensación de que habríamos hecho mal, y no. Pienso que hay proyectos que sirven para lo que sirven en un tiempo determinado. En muchas de las cosas que hacemos, hay que saber también cuándo echar el telón, cuándo parar.
¿Qué lugar cree que tiene hoy la espiritualidad para alguien que no se considera creyente?
Creo que hay que distinguir, depende de cómo utilicemos las palabras. Para mí, hablar de espiritualidad inmediatamente alude al espíritu. No digo que tenga que ser el Espíritu Santo en el que creen los católicos, pero de alguna manera entiendo que implica la creencia en alguien, en algo.
Otra cosa es que existe la vida interior, que existe la capacidad de hondura, la capacidad de trascendencia, un cierto anhelo de sentido. Entonces, yo diría que para el creyente la espiritualidad es una vía de acceso a aquello en lo que cree. Para el no creyente, creo que hay todo un mundo relacionado con tratar de habitar el silencio, de ponerle nombre a muchas dimensiones de la vida que no son puramente materiales ni anecdóticas. Y ese equilibrio entre silencio y búsqueda interior es lo que está en el corazón de la vivencia de lo que, para mucha gente, es espiritual.
La espiritualidad es una búsqueda en lo profundo de algo más. Lo que digo es que cuando la búsqueda es religiosa, ese algo más, de alguna manera, no eres tú. No es que me encontré conmigo mismo, sino me encontré con algo más, algo mayor, algo más profundo. Cuando no es desde esa fe, a lo mejor el nombre que uno le pone o lo identifica como algo más personal.
Durante su estadía en nuestro país tiene programada una charla con jóvenes. En Uruguay, los índices de depresión y suicidio juvenil son alarmantes. ¿Qué cree que está fallando como sociedad para que tantos jóvenes lleguen a sentirse tan solos o desesperanzados?
Esto requeriría, primero, conocer con detalle la realidad concreta de Uruguay, que en ese sentido no conozco tanto, y supongo que influyen muchas cosas diferentes. Con esa prevención, lo que sí creo es que vivimos en una sociedad donde el valor sagrado de la vida, de alguna manera, ya no está presente. Se cuestiona en muchos aspectos. Está el proyecto de la eutanasia, el índice de abortos…
De alguna forma, no debería sorprendernos que en una sociedad que considera que la vida es opinable en ciertos momentos o casos también haya personas que cuestionen su propia vida o que consideren que vivirla es peor que quitarla. Por eso creo que necesitamos recuperar un discurso sobre el valor sagrado de la vida y afirmar que es lo más importante, al final, lo que tenemos.
Además, necesitamos una sociedad donde la gente, especialmente los jóvenes que desde muy temprano están expuestos a un escaparate constante –el de las redes sociales, la aprobación, la valoración de los demás, el “me gusta”–, pueda entender que mostrar una vida exitosa no lo es todo. Porque todo lo que se expone en las redes –y no digo que sea mentira, a veces sí, pero es una realidad filtrada– es la foto bonita, el momento amable, los vínculos positivos. Y claro, quien no está viviendo eso en ese momento siente que todos tienen vidas mucho más plenas, y puede llegar a pensar que, si comparte sus problemas, añade patetismo a su vida. Y eso no es verdad.
Creo que debemos recuperar la capacidad de darnos permiso para atravesar túneles, para estar mal. Una de las cosas que me parece muy tramposa es que, ante una crisis o dificultad, inmediatamente todo el esfuerzo es “hagamos que pase pronto”, lo que genera una presión enorme sobre la vida. Se la psicologiza, la terapeutiza o la espiritualiza, me da igual, pero al final, “en una semana vas a estar fenomenal”. Y no, a lo mejor en una semana no puedes estar fenomenal; puede que tengas que pasar un año de desierto y no pasa nada. La vida es muy larga. Un año de desierto es duro, pero se pasa.
Por eso creo que debemos recuperar la posibilidad de decirle a la gente: “Cuando los días son radiantes, disfrútalos; pero cuando viene la tormenta, la dificultad, no pienses que es culpa tuya, que no hay salida, que a los demás no les pasa. No tengas miedo de compartirlo y de pedir ayuda”. Al menos, esa sería mi primera respuesta.
¿Cómo puede acompañarse a un joven que dice que no le encuentra sentido a nada? ¿Qué papel podemos jugar los adultos, las comunidades e incluso la espiritualidad en este acompañamiento?
En general, mi experiencia es que tú no le puedes decir a la gente: “Mira, yo te voy a decir cuál es el sentido que debe tener tu vida”. No puedes. Pero tú lo que le puedes decir es: “Yo te voy a contar el sentido que tiene la mía, dónde yo encuentro felicidad, qué significa para mí el amor, dónde encaja para mí la renuncia, qué hago o por qué cuando llega el sufrimiento no me tumba, aunque me duela”. Entonces, con el testimonio –en unos casos será el testimonio creyente, en otros será un testimonio más humanista– al final lo que tenemos que hacer es compartir dónde encontramos sentido. Lo que no valen son recetas falsas, porque se nota; lo que no valen son teorías, porque la gente ve muy rápido la coherencia. O sea: “¿Qué me estás contando si yo te veo vivir, si te veo actuar, si veo cómo reaccionas ante algunas cosas? ¿Qué me estás contando si te veo furioso con más frecuencia?”.
Quiero decir que, de alguna manera, la propia vida también es un refrendo de eso que cuentas. Pero para mí, la mejor manera de ofrecer sentido es contar el sentido que tú encuentras en tu vida y, sin apurar, contar el sentido que otros encuentran. A lo mejor no es el mismo. A lo mejor alguien me dice: “Yo no tengo fe, que tú me cuentes que para ti la fe es muy importante, me alegro por ti y ya me gustaría a mí tenerla, pero yo no la tengo”. Entonces, a lo mejor lo que tienes que compartir es: “Mira, hay gente que esto lo lee así, que lo vive así, que lo procesa así y le sirve”. Bueno, pues ahí está.
En la juventud hay una cierta rebeldía. Más que nada a escuchar y hablar: “Yo estoy mal, me siento mal y no, nadie me puede sacar de esta situación en la que me siento mal”.
Creo que es rebeldía y contradicción, porque al mismo tiempo es verdad que hay una cierta resistencia a que venga nadie desde fuera a ayudarme, pero al mismo tiempo hay una necesidad de ayuda. Entonces, hay que hacerlo desde una actitud de: “Mira, aquí está mi mano tendida, si quieres, agárrala, y si ahora no quieres, que sepas que tendida queda”. Dar ese mensaje también ayuda, que es respetar los tiempos de la gente, porque de verdad que a veces queremos, hasta para ayudar, hacerlo a nuestro ritmo, en nuestro tiempo y en nuestro momento, y a veces la gente necesita: “Bueno, ahora no, pues cuando tú quieras, aquí estoy”. Y yo creo que eso ayuda.
¿Qué lugar tiene la fe en momentos de crisis existencial?
O sea, para mí, todo; como lo tiene también en momentos de fiesta, y de pasión y de alegría. Una de las cosas que siempre digo es que Dios no nos ha engañado, o sea, no nos ha prometido que si creíamos la vida siempre iba a ser un camino suave, llevadero y, como tiene sentido, entonces todo encajaría perfectamente. No, el sufrimiento es parte de la vida humana, porque somos limitados, porque experimentamos desde la enfermedad, la muerte, el fracaso, el rechazo, todas estas experiencias tan humanas que cuando llegan te doblan. La fe no nos dice que eso no va a pasar, la fe lo que nos dice es que si sufres que sea por algo por lo que merezca la pena, es decir, no te encadenes a ídolos, no te encadenes a aspectos tan superficiales de la vida.
Muchas veces pongo el ejemplo de la imagen: cuánta gente sufre muchísimo por su imagen. Pero somos mucho más que una imagen, muchísimo más. Yo creo que la fe te enseña a mirar ese “mucho más”, a reconocer que algunas dimensiones de la vida son cruz. Y cuando toca, está la cruz que uno elige, que abrazas, que tiene que ver con los compromisos concretos que adquieres para pelear por un mundo mejor. Pero la fe también te dice que la cruz no tiene la última palabra. Nosotros creemos que después de las pequeñas muertes hay resurrecciones. Y después de la muerte, hay resurrección. Y todo eso ayuda.
Además, la fe te dice que el amor no es una capa romántica de bienestar que se le añade a la vida. El amor es algo mucho más profundo: es capaz de asumir la cara fascinante, alegre y compartida de la vida, pero también es capaz de sostenerse cuando las cosas se tuercen, en la tormenta. Todo eso, para mí, te lo dice la fe.
En un mundo en el que muchos discursos de psicología positiva insisten en que siempre tenés que estar bien, y que te van a enseñar cómo estar bien siempre… ¿para qué? A veces eso genera frustración o huida. Porque si quieres estar bien siempre, lo que vas a hacer es huir de todo aquello que te haga tambalearte en algún momento. Entonces, para no estar mal, huyes. Pero a veces hay cosas por las que merece la pena apostar y pelear. Y si te llevas alguna herida, no pasa nada. Es parte de la vida.
¿Qué le gustaría que quede como huella de su paso por este mundo?
No lo sé. Si pienso en ese final, diría que Dios dirá qué fue la vida. Sí sé que, en estos últimos 20 años, la dimensión más clara de lo que hago tiene que ver con las palabras. Es decir: yo escribo, publico, hablo. Y las palabras no son un puro entretenimiento para decir cosas bonitas. De alguna manera, para mí, las palabras tienen que ser eco de esa Palabra con mayúscula que le da sentido a la vida. Esa Palabra, en la fe, es Dios. Me gustaría que las palabras que queden sean palabras que ayuden. Que hayan contribuido a sanar heridas, a ofrecer sentido, a tender puentes para el encuentro entre las personas, y también para una mirada un poco más trascendente de la vida. Que sean palabras que provoquen a ponerse manos a la obra, a transformar para bien el mundo en el que vivimos. Palabras que ayuden a la reconciliación.
Al final, las personas pasamos… pero las palabras quedan. Y luego, también terminan yéndose. Pero la palabra que tiene que quedar no es la mía. Para mí, la que debe quedar es el Evangelio. Esa es la Palabra que permanece.
José María Rodríguez Olaizola es jesuita, sociólogo, teólogo y escritor. Nacido en Oviedo, Asturias, en 1970, ha dedicado su vida a tender puentes entre la espiritualidad y los desafíos del mundo actual. “Soy asturiano de origen, sociólogo de formación, y me gusta mucho, además de escribir, la música como herramienta de evangelización, y todas las posibilidades que ofrece la palabra, a través de poemas, charlas, talleres, homilías, etc.”, dice sobre sí mismo. Es autor de más de veinte libros, entre ellos Bailar con la soledad, Contemplaciones de papel y En tierra de todos, donde reflexiona sobre el sentido, la fragilidad, el silencio y la búsqueda interior. Coordinó proyectos digitales como Rezando Voy y PastoralSJ, y es secretario de Medios de la Compañía de Jesús en España. Su lenguaje cercano y poético, junto a una fuerte presencia en redes sociales, lo han convertido en una referencia más allá del ámbito religioso. En cada charla y texto, Olaizola propone pensar la fe como un camino abierto, humano y compasivo, accesible incluso para quienes no se identifican con ninguna creencia.