Una de las principales amenazas para el agro uruguayo, así como para el del resto de América Latina, lejos de ser productiva, es política. Según el doctor en Economía nacido en Estados Unidos, Douglas Gollin, la imprevisibilidad de las políticas comerciales de Donald Trump implica una considerable incertidumbre en los mercados agrícolas, lo que hace que las inversiones en el sector sean riesgosas. En diálogo con La Mañana, el experto profundizó al respecto y analizó las oportunidades de la actualidad para el desarrollo rural, entre otros temas.
Douglas Gollin tiene un máster en Relaciones Internacionales y es doctor en Economía. Actualmente se desempeña como profesor de Economía en la Universidad de Tufts (Estados Unidos) e investigador sénior del Departamento de Economía de la Universidad de Oxford (Inglaterra). Su investigación se centra en el desarrollo y el crecimiento económico, con énfasis en la transformación estructural. Además, tiene especial interés en la productividad y la tecnología agrícolas, y su trabajo también ha analizado la movilidad rural-urbana y los procesos de urbanización, así como los patrones espaciales de desarrollo.
Algunos de los ejes abordados por el especialista fueron el desarrollo rural y el rol del agro en un contexto global cada vez más incierto. A más de cuatro años de su último diálogo con La Mañana, el académico reflexionó acerca de las oportunidades de las políticas territoriales, la relación entre áreas rurales y urbanas, y los efectos de la política arancelaria de Estados Unidos sobre los mercados agrícolas y las inversiones en países como Uruguay.
En su última entrevista con La Mañana, hace más de cuatro años, usted dijo: “Los gobiernos podrían crear incentivos para que más empleadores se radiquen en áreas rurales”. ¿Sigue viendo esto como un camino viable para promover el desarrollo rural? ¿Es realista pensar en eso en el contexto actual?
Sin duda existen formas de hacerlo, y las políticas basadas en el territorio son bastante comunes: van desde subsidios directos hasta intervenciones más indirectas, como inversiones en infraestructura focalizadas geográficamente. Cuando están bien diseñadas, pueden ser eficaces para destrabar inversiones privadas que beneficien a las zonas rurales. Por ejemplo, proveer infraestructura eléctrica confiable en un área rural puede respaldar inversiones privadas en lechería o agroindustria, donde el almacenamiento en frío es fundamental. Así que sí, creo que hay oportunidades realistas para avanzar en esa dirección.
¿Qué tipo de políticas públicas podrían fomentar una diversificación rural genuina, es decir, que a la larga impliquen más industria, servicios e innovación en el campo?
Mi impresión es que existen pocos obstáculos para la expansión de los servicios en el medio rural. La tendencia de largo plazo es que tanto las economías urbanas como las rurales, prácticamente en todos los países del mundo, se están desplazando hacia los servicios. En las zonas rurales, esto se da principalmente en el comercio mayorista y minorista, el transporte y una serie de otros servicios específicos del territorio. En algunos lugares, el turismo cumple un papel relevante. En otros, donde los pueblos y pequeñas ciudades son algo más grandes, se observa una gama amplia de servicios.
La industria es más difícil, francamente. Más allá del procesamiento agroindustrial, no hay muchos sectores industriales que tengan razones específicas para ubicarse en áreas rurales, y existen múltiples incentivos para que las empresas manufactureras busquen localizaciones cercanas a proveedores y, de manera quizás más sorprendente, a sus competidores. La razón es que estos competidores suelen apoyarse en el mismo ecosistema de proveedores y mano de obra calificada. Estas son las fuerzas que dan lugar a los clústeres industriales, que a menudo emergen en lugares sin ventajas naturales particulares, producto simplemente del azar o de accidentes históricos.
Vale la pena señalar, aunque sea de pasada, que algunas tecnologías actuales (por ejemplo, data centers, parques solares o eólicos) parecen adecuadas para ubicarse en zonas rurales con abundancia de tierra. Que generen empleo es otra cuestión.
Por último, conviene tener presente que en muchos casos lo relevante para la aparición de industrias no es estar físicamente en una ciudad, sino el acceso a ella y a sus servicios. A veces esto favorece ubicaciones que son técnicamente rurales, pero que están situadas a lo largo de líneas férreas, rutas o redes de transporte fluvial. Así, la proximidad a las áreas urbanas puede ser compatible con distancias muy largas respecto de los centros urbanos.
¿Cómo evalúa la relación actual entre las áreas rurales y urbanas, que es un tema que usted ha estudiado en profundidad, y la capacidad de las regiones rurales para generar empleo? ¿Ha sido afectada de algún modo por la crisis inflacionaria y el giro hacia políticas más proteccionistas que hemos visto en los últimos años?
Tiendo a pensar que los desafíos de conectar las áreas rurales y urbanas son problemas de más largo plazo y de carácter estructural en las economías. Todo se ve afectado en cierta medida por grandes shocks macroeconómicos como la crisis inflacionaria, tal como mencionabas, y el entorno actual de políticas plantea muchos desafíos. No quiero minimizar estas fuerzas. Pero no veo que estos cambios recientes en el escenario macroeconómico estén reconfigurando las estructuras espaciales de la actividad económica.
En esa línea, ¿qué efectos ha observado en el nuevo escenario global marcado por una administración de Trump más proteccionista que la anterior, sobre las cadenas de valor agrícolas en particular? ¿Qué oportunidades podría generar esto para países exportadores de alimentos como los de América Latina?
Los impactos más evidentes son los cambios masivos en la demanda global de soja y productos relacionados, con China reemplazando efectivamente importaciones desde Estados Unidos por importaciones desde América Latina. En el corto plazo, esto tiene efectos positivos claros para la economía agrícola de la región, aunque no debemos olvidar los posibles impactos negativos, como los ambientales, cuando existen incentivos para expandir rápidamente la producción. Sin embargo, estos beneficios económicos también vienen acompañados de desafíos vinculados a la imprevisibilidad del entorno de políticas. ¿Deben los productores de Uruguay o de los países vecinos realizar grandes inversiones en su capacidad productiva? Es riesgoso.
¿Por qué? ¿Cuáles serían esos riesgos para nuestros países?
Porque un cambio de política puede producirse prácticamente de un día para el otro, socavando la ventaja de mercado de la que hoy gozan. ¿Cuánta confianza pueden tener las empresas agropecuarias en la configuración futura del mercado global? El mensaje más amplio es que los mercados agrícolas prosperan en entornos de políticas relativamente estables. La agricultura ya está expuesta a muchos otros riesgos (clima, plagas, entre otros), por lo que la estabilidad de las reglas de juego es crucial. Hoy estamos en un momento en el que una de las mayores economías del mundo parece cambiar sus políticas de un día para el otro, en función de factores aparentemente arbitrarios. Esto es malo para los productores, es malo para América Latina y, francamente, es malo para el mundo.
¿Cree que el sector agropecuario en Uruguay, por ejemplo, o en otros países de la región, puede liderar un crecimiento sostenible en este nuevo contexto global, o aún estamos lejos de poder lograrlo?
Los últimos cinco años han traído enormes desafíos para la economía agrícola mundial: la pandemia, la invasión rusa a Ucrania (con sus impactos en los mercados de granos, fertilizantes y energía) y los grandes cambios en la política comercial de Estados Unidos. El hecho de que el sector agropecuario uruguayo se mantenga robusto y resiliente ya es una buena señal de su importancia.
Si la agricultura puede liderar el proceso de crecimiento en Uruguay y en la región es una pregunta difícil de responder. En el corto y mediano plazo, ciertamente está desempeñando un papel. Me gusta decir que, para lograr un crecimiento inclusivo, una economía necesita que algún sector genere empleo a gran escala, que otro impulse el crecimiento de la productividad y que otro aporte divisas. No es necesario que un único sector haga todo. En Uruguay, la agricultura no va a generar empleo masivo, pero sí puede experimentar mejoras de productividad y sostener a la economía como fuente de ingresos por exportaciones. En ese sentido, puede ser parte del proceso de crecimiento, pero necesita complementarse con otros sectores –probablemente servicios no transables– que sí generen empleo a gran escala.
En aquella entrevista que le mencionaba que brindó a La Mañana en 2021, en plena pandemia, usted explicaba que la baja productividad agrícola en los países en desarrollo estaba vinculada a mercados ineficientes y altos costos de transporte. ¿Cómo es el panorama más de cuatro años después? ¿La brecha de productividad se amplió o se redujo?
No he visto datos recientes que permitan responder esta pregunta, pero me sorprendería que hubiera grandes cambios. Aunque cinco años puedan parecer mucho tiempo, los factores que moldean la productividad agrícola suelen desarrollarse en horizontes mucho más largos. ¡Así que pregúnteme de nuevo dentro de 15 años!
Dado el avance tecnológico y el auge de la inteligencia artificial (IA), que han impactado en la agricultura, ¿cree que estas herramientas pueden ayudar a cerrar la brecha de productividad o no necesariamente?
Es una pregunta enorme. No he investigado este tema y no he visto demasiada evidencia sólida sobre cómo la IA y otras nuevas tecnologías afectarán a la agricultura. Así que mucho de esto es especulación. Soy algo escéptico respecto a la IA, en el sentido de que creo que la agricultura comercial ya está bastante optimizada. No pienso que la IA vaya a ayudar demasiado a productores que operan en la frontera tecnológica y que ya toman decisiones de gestión muy sofisticadas. Tal vez les permita mejorar la capacidad de pronosticar el clima o los movimientos de precios, y cualquiera de esas dos cosas sería valiosa. Probablemente, lo más relevante en términos de tecnologías futuras sean las biotecnologías, posiblemente vinculadas a la IA. La capacidad de realizar edición genética tiene implicancias enormes para la ciencia agrícola, y la combinación de edición genética con genómica asistida por IA podría acelerar el ritmo de mejora genética en cultivos y ganado. Esto podría ser beneficioso –por ejemplo, para enfrentar los desafíos del cambio climático–, aunque también podría generar problemas, como los asociados a una mayor uniformidad genética. Que estas tecnologías reduzcan o amplíen la brecha de productividad no es en absoluto evidente. Existe potencial para ambos efectos, por lo que es algo que habrá que seguir de cerca.
¿Qué papel ve que América Latina podría llegar a tener en el escenario agrícola global? ¿Cree que nuestros países seguirán siendo simplemente proveedores de materias primas o podría pensarse en que avancen hacia un mayor valor agregado de sus productos?
Depende de qué se entienda por materias primas. Los países latinoamericanos exportan una cantidad significativa de productos agropecuarios procesados como aceite de soja, proteína de soja o jugos concentrados de fruta. También productos como camarones congelados y pelados pueden considerarse procesados. Por lo tanto, ya existe agregado de valor. ¿Puede la región avanzar más en las cadenas de valor? Sí, creo que sí. Esto debería continuar ocurriendo, aunque la imprevisibilidad de los aranceles y de los mercados globales probablemente ralentice el proceso durante el próximo año o dos. ¿Quién querría invertir en una planta de procesamiento cuyo mercado puede desaparecer la semana siguiente por la imposición inesperada de un arancel?
Más allá de la brecha de productividad: Cómo Douglas Gollin redefinió la economía rural
Douglas Gollin se ha consolidado como una voz fundamental en la economía del desarrollo, especialmente para comprender el papel del medio rural y la agricultura en el crecimiento de las naciones. Su trayectoria, que combina el rigor cuantitativo de un doctor en Economía de Minnesota con la perspectiva global de un máster en Relaciones Internacionales de Yale, le ha permitido abordar una de las preguntas más persistentes y cruciales: ¿por qué los trabajadores agrícolas son sistemáticamente menos productivos que los de otros sectores, y qué significa esto para el desarrollo?
La piedra angular de su contribución en este campo es su investigación sobre la “brecha de productividad agrícola”. Durante décadas, la sabiduría convencional atribuyó esta brecha a factores inherentes a la agricultura o a sus trabajadores. Sin embargo, Gollin y sus coautores, en un seminal artículo publicado en el Quarterly Journal of Economics en 2014, demostraron que gran parte de esta aparente ineficiencia era, en realidad, un espejismo estadístico. Al refinar las metodologías de medición y considerar las diferencias internacionales en precios, capital humano y poder adquisitivo, descubrieron que la brecha, aunque persistente, era mucho menor de lo que se pensaba. Este hallazgo fue revolucionario, pues desplazó el foco del debate: el problema no era principalmente que la agricultura fuera intrínsecamente improductiva, sino que existían barreras estructurales—en el acceso a capital, mercados y tecnología—que impedían que alcanzara su potencial.
Su investigación posterior ha explorado las profundas implicaciones de esta visión. Si la mano de obra en el campo puede ser tan productiva como la de la ciudad, entonces la migración rural-urbana masiva no es el único camino, ni necesariamente el más deseable, hacia el desarrollo. En trabajos como “Urbanization with and without Industrialization”, Gollin analiza cómo muchos países en desarrollo experimentan una urbanización acelerada, pero no impulsada por un crecimiento industrial que ofrezca empleos de alta productividad. Este fenómeno puede generar ciudades congestionadas y subempleadas, mientras se descuida el potencial del espacio rural. Su trabajo sugiere que políticas que mejoren la tecnología y el acceso a los mercados agrícolas—como las semillas mejoradas, la mecanización a pequeña escala y las infraestructuras de riego y carreteras—pueden elevar significativamente los ingresos rurales, crear empleo local no agrícola y generar una transformación estructural más equilibrada y sostenible.
Esta línea de pensamiento alcanza su máxima expresión en su liderazgo académico del programa Transformación Estructural y Crecimiento Económico (STEG), una iniciativa de investigación internacional. Bajo su dirección, STEG financia estudios que buscan precisamente entender cómo políticas focalizadas en sectores específicos, como la agricultura, pueden impulsar un crecimiento económico amplio e inclusivo. Su más reciente trabajo, “Two Blades of Grass: The Impact of the Green Revolution” (2021), ofrece una evaluación rigurosa de cómo las innovaciones tecnológicas del pasado transformaron no solo la producción de alimentos, sino economías enteras, proporcionando lecciones vitales para los desafíos actuales.
Desde su doble cátedra en la Universidad de Tufts y su posición como Investigador Sénior en Oxford, Gollin articula una visión poderosa: el desarrollo no es sinónimo de abandono del campo. Por el contrario, invertir en la productividad agrícola es invertir en el núcleo del proceso de desarrollo, creando las condiciones para una transformación estructural donde el progreso rural y urbano se refuercen mutuamente. Su obra, a caballo entre la teoría económica más estricta y la aplicación política concreta, sigue iluminando el camino para lograr ese objetivo.
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