La destitución de Dina Boluarte y la llegada de José Jerí a la presidencia interina no son el desenlace, sino un capítulo más de una crisis sistémica. Mientras el nuevo mandatario intenta gobernar desde la falta de legitimidad de un Congreso repudiado, la protesta social –desde la caminata desesperada de un alcalde de provincia hasta las marchas masivas de jóvenes urbanos–revela un país fracturado cuyos problemas de fondo permanecen intactos.
La imagen del alcalde Aldo Mariños, con el rostro cansado y los zapatos polvorientos, parado en el Palacio de Gobierno era un espejo de las contradicciones peruanas. Había caminado 49 días y 1000 kilómetros desde Pataz, una localidad minera del norte, para ser escuchado. Su destino original era la presidenta Dina Boluarte. Pero la historia, acelerada por la turbulencia política peruana, le deparó otra recepción: la de José Jerí, quien apenas 48 horas antes había jurado como presidente interino tras la destitución de Boluarte por el Congreso.
Este encuentro, cargado de simbolismo, ocurrió el domingo en medio de un panorama nacional fragmentado. Jerí hereda no solo un cargo, sino una crisis poliédrica que trasciende a cualquier figura presidencial. La destitución de Boluarte el jueves pasado no resolvió el malestar estructural; simplemente cambió el nombre en la puerta del despacho presidencial. Mientras Jerí prometía a Mariños “combatir la delincuencia” y firmaban acuerdos para mesas de diálogo, en las calles de Lima una nueva generación, la Generación Z, coreaba consignas contra el nuevo mandatario y un Congreso cuya desaprobación ronda el 90%.
El Perú de 2025 es un país que, a pesar de un crecimiento económico notable en las últimas décadas, no ha logrado construir instituciones sólidas ni cerrar las brechas de desigualdad que alimentan el descontento. La sucesión de Jerí, un político proveniente de un Legislativo ampliamente cuestionado, no es visto como una solución, sino por el contrario como parte de una continuidad que ignora las necesidades urgentes de la ciudadanía.
La larga marcha del descontento
La travesía del alcalde Mariños es un microcosmos de los problemas nacionales. Pataz, en la región La Libertad, está sitiada por la violencia vinculada a la minería ilegal. El hallazgo de 13 mineros asesinados en mayo es solo un episodio sangriento en una crisis de seguridad que se ha normalizado en vastas zonas del país. Su caminata no era una protesta convencional; era un acto de desesperación, una evidencia física de la distancia abismal que separa al centro del poder de la periferia olvidada.
“Vengo a Lima porque en mi pueblo no hay seguridad, no hay recursos. La minería ilegal nos está matando”, declaró Mariños. Su exigencia de una renovación total del gabinete –“solo así se puede limpiar la casa”– resonaba con un sentimiento nacional de podredumbre institucional. Su recepción por Jerí, aunque un gesto positivo, es vista con escepticismo. Los peruanos están hartos de las mesas de diálogo que no se concretan en acciones y de los acuerdos que se firman y luego se archivan.
El nuevo rostro de la indignación
Si la caminata de Mariños representa el descontento de la Perú profundo, las marchas de la Generación Z encarnan la furia del centro urbano, educado y conectado. Estos jóvenes, muchos de ellos en edad universitaria o recién ingresando al mercado laboral, no cargan el bagaje de los conflictos ideológicos del pasado siglo. Su lucha no es contra Sendero Luminoso ni contra un gobierno dictatorial, sino contra un enemigo más difuso y tal vez más corrosivo: un sistema político institucionalizado que consideran intrínsecamente corrupto, inepto y alejado de sus realidades.
Las protestas, que comenzaron semanas atrás exigiendo la salida de Boluarte, no se detuvieron con su destitución. Al contrario, se reconvirtieron para rechazar la sucesión de Jerí. Para estos jóvenes, Jerí es parte del problema. Como expresidente del Congreso, es un símbolo de una institución que, durante meses, bloquear los esfuerzos para fiscalizar a Boluarte, priorizando las alianzas partidistas sobre la rendición de cuentas.
“No nos representan. No queremos a Boluarte, pero tampoco a Jerí. Queremos un cambio real”, declaró Ana López, una estudiante de 21 años, durante una marcha en Lima. Sus consignas, difundidas masivamente en TikTok e Instagram, no piden reformas menores; exigen una renovación total de la clase política, una nueva constitución y el fin de la impunidad para los casos de corrupción.
La crisis del Congreso
El corazón de la inestabilidad peruana late con fuerza en el hemiciclo del Legislativo. El Congreso peruano se ha convertido en un actor disfuncional que, lejos de ser un contrapeso, ha sido el principal generador de inestabilidad. Con siete presidentes en los últimos ocho años, la herramienta de la vacancia presidencial se ha banalizado, usada como un arma política por mayorías volátiles más interesadas en repartirse cargos y evadir investigaciones que en legislar para el país.
La destitución de Boluarte, acusada de “incapacidad moral permanente”, es un eco de los procesos que sacaron a Pedro Castillo y antes amenazaron a otros mandatarios. Este mecanismo, originalmente concebido para casos extremos, se ha convertido en un cheque en blanco para que el Legislativo remueva al Ejecutivo cuando sus intereses partidistas así lo exijan. El resultado es una presidencia debilitada, sujeta al capricho de un Congreso que, irónicamente, tiene aún menos legitimidad popular.
Jerí, al asumir la presidencia, es la personificación de esta distorsión. Su poder emana directamente de una institución que la ciudadanía desprecia, lo que lo coloca en una posición de extrema debilidad desde el primer día. Su mandato, que debe extenderse hasta que el ganador de las elecciones de 2026 jure el cargo, se antoja como un período de transición frágil y bajo asedio constante.
Economía, inseguridad y la sombra de la minería ilegal
Más allá de la pugna política en Lima, Perú enfrenta desafíos estructurales abrumadores. La economía, aunque resiliente, muestra signos de fatiga. La minería, pilar de la economía nacional, tiene un lado oscuro: la minería ilegal de oro. Esta actividad no solo devasta el medioambiente, sino que financia redes criminales que aterrorizan a las poblaciones locales, como en Pataz. Estos grupos operan con una impunidad casi total, en connivencia con funcionarios corruptos y en territorios donde el Estado brilla por su ausencia.
La lucha contra este flagelo requiere una estrategia integral de seguridad, desarrollo alternativo y fortalecimiento institucional, justo lo que los gobiernos de turno han sido incapaces de proveer debido a su propia inestabilidad y falta de visión a largo plazo.
Elecciones 2026 y la sombra de la incertidumbre
La hoja de ruta oficial señala que Jerí debe conducir el país hacia las elecciones generales de 2026. Sin embargo, en el clima actual de desconfianza, nada garantiza que ese proceso electoral sea aceptado como una solución legítima. La clase política tradicional está tan desacreditada que existe el riesgo real de que surjan figuras outsiders, populistas o autoritarias que capitalicen el enojo ciudadano.
La demanda de una Asamblea Constituyente para redactar una nueva carta magna, un clamor en las protestas juveniles, choca con la resistencia de un establishment político que se aferra a las reglas actuales que, aunque imperfectas, le son funcionales.
Una nación en busca de un rumbo
El presidente Jerí se enfrenta a una tarea hercúlea. No basta con gestionar la crisis día a día. Debe intentar lo que sus predecesores no pudieron: reconstruir un mínimo de confianza entre el Estado y los ciudadanos. Su reunión con el alcalde Mariños fue un primer paso simbólico, pero insuficiente.
Perú se encuentra en una encrucijada crítica. Por un lado, la ruta de la continua inestabilidad, donde los ciclos de protestas, destituciones y nuevos gobiernos débiles se repiten hasta que un shock mayor –económico o social– sacuda al país. Por otro, la ruta, más difícil pero necesaria, de un gran acuerdo nacional que permita una transición ordenada hacia elecciones limpias y un debate serio sobre las reformas estructurales que el país necesita.
Mientras tanto, las dos imágenes que definen este momento permanecen: la del alcalde con los pies en la tierra, exigiendo soluciones concretas para su pueblo, y la de los jóvenes en las calles, soñando con un país diferente. Ambas representan las dos mitades de un Perú que el poder en Lima no ha logrado unir. La larga marcha del descontento, tanto desde la sierra como desde las plazas de las ciudades, continúa, y no parece dispuesta a detenerse por un simple cambio de nombre en la presidencia.