En un mundo convulsionado por la guerra comercial, el debilitamiento del multilateralismo y los conflictos bélicos, la política exterior ocupa un lugar fundamental dentro de las decisiones o acciones públicas que pueda realizar un gobierno tanto para preservar sus intereses nacionales como su soberanía en un marco internacional. En ese sentido, América Latina se encuentra ante una disyuntiva histórica. Por un lado, enfrenta sus viejos fantasmas como la dependencia externa, la falta de integración regional y la volatilidad económica. Por otro, posee recursos naturales, capital humano y una posición geopolítica privilegiada que la convierten en una de las regiones con mayor potencial en el Sur global. Así lo sugirieron en entrevistas recientes exclusivas con La Mañana, las reflexiones de dos destacados economistas, James Galbraith y Mario Seccareccia. Sus análisis no solo iluminan los desafíos globales, sino que también trazan un camino posible para que América Latina, y especialmente el Mercosur, aproveche las oportunidades que brinda la creciente multipolaridad.
Galbraith señala que el movimiento hacia un mundo multipolar “abre fuentes de apoyo competitivo para agendas de desarrollo coherentes”. Esto significa que, a diferencia de la era unipolar dominada por Estados Unidos, hoy existen múltiples actores dispuestos a cooperar y financiar proyectos de desarrollo sin imponer necesariamente las condicionalidades del Consenso de Washington. Seccareccia coincide al afirmar que “América Latina tiene un gran potencial si deja de mirar a Europa y Estados Unidos como sus principales fuentes de crecimiento”. Esta mirada estratégica contrasta con diagnósticos más convencionales, como el reciente informe del Banco Mundial “Emprendimiento transformador para el empleo y el crecimiento”, el cual, si bien acierta en señalar la falta de dinamismo empresarial y la precariedad laboral, se concentra en reformas microeconómicas y de capital humano sin abordar la necesidad de una estrategia macroeconómica regional expansiva y el aprovechamiento de la ventana de oportunidad que brinda el nuevo escenario multipolar. Ambos economistas subrayan que el declive relativo de instituciones como el FMI y el Banco Mundial –que Galbraith califica de “obsoletas”– y el surgimiento de nuevos organismos bajo la órbita de los Brics ofrecen un margen de maniobra inédito para la región.
En este nuevo tablero global, el Mercosur –con Argentina y Brasil como sus pilares– despliega un conjunto de ventajas que lo distinguen de otras regiones del Sur global. Su riqueza en recursos naturales no es solo un dato económico, sino una garantía de seguridad alimentaria en un mundo incierto. Con algunas de las mayores reservas mundiales de litio, cobre y soja, y una capacidad productiva que trasciende el autoabastecimiento, la región está llamada a alimentar a una parte significativa del planeta. Mientras África enfrenta crisis recurrentes de hambre y el sudeste asiático lidia con presiones demográficas y límites territoriales, el Mercosur posee una base agrícola y minera sólida y diversificada. Incluso Australia, otro gigante de recursos, no alcanza la escala demográfica ni la variedad productiva que caracterizan a Brasil o Argentina.
Más allá de sus materias primas, la fortaleza del Mercosur se sustenta en su capital humano y su perfil urbano. Ciudades como Buenos Aires y San Pablo no son solo nombres en un mapa, sino centros vibrantes de conocimiento, innovación y servicios. Esta base urbana facilita la formación de clústeres económicos dinámicos y el acceso a educación y salud de calidad. Este panorama contrasta con los desafíos que aún enfrentan regiones donde la juventud de la población no se traduce aún en infraestructura educativa suficiente, o como en el sudeste asiático, que sigue anclado en gran medida a manufacturas de bajo valor agregado.
Otro activo estratégico, aunque menos visible, es nuestra ubicación geográfica. Lejos de los principales focos de tensión en Europa Oriental, Medio Oriente o el Mar de China Meridional, el Mercosur disfruta de una “lejanía geopolítica” que, en tiempos de creciente inestabilidad internacional, se convierte en un valor seguro. Sumado a sus puertos clave en el Atlántico Sur, este aislamiento relativo lo posiciona como un espacio estable para el comercio y la inversión a largo plazo.
Sin embargo, este panorama prometedor se ve empañado por problemas estructurales que la región no ha logrado superar. La falta de una integración efectiva sigue siendo uno de los mayores obstáculos. El Mercosur se mantiene como una unión aduanera imperfecta, lejos de ser un bloque económico cohesionado. Las asimetrías entre sus miembros, los constantes conflictos políticos y la carencia de una visión estratégica común limitan sistemáticamente su potencial. Como bien advierte Mario Seccareccia, el bloque solo podrá convertirse en una “fuente viable de crecimiento exportador” si todos sus miembros adoptan políticas fiscales expansivas que dinamicen la demanda interna. Esto revela una verdad incómoda: la integración genuina exige mucho más que acuerdos comerciales, requiere una coordinación macroeconómica constante y voluntad política compartida.
A esto se suma una dependencia externa que persiste a pesar del discurso soberanista. La región continúa atada a la exportación de materias primas y al financiamiento en divisas, un modelo que la hace vulnerable a los vaivenes globales. James Galbraith nos recuerda que si bien “los recursos son fundamentales” también lo es entender que “una caída en la calidad de los recursos puede amenazar la viabilidad económica”. La falta de diversificación productiva y de inversión sostenida en tecnología e innovación mantiene a la región en una posición frágil, incapaz de amortiguar los shocks externos que periódicamente sacuden sus economías.
Finalmente, la fragilidad institucional y la desigualdad endémica completan este cuadro de desafíos. Aunque Galbraith reconoce que “la desigualdad es necesaria, pero debe estar controlada”, América Latina sigue distinguiéndose como la región más desigual del mundo. Esta brecha no solo genera inestabilidad social y política, sino que actúa como un lastre para el crecimiento económico, al limitar el acceso a educación y salud de calidad para amplios sectores de la población. La desigualdad, lejos de ser un motor de progreso, se convierte así en una barrera estructural que perpetúa el subdesarrollo y frena las posibilidades de un crecimiento sostenido que permita, ante todo, movilidad social.
El futuro de América Latina dependerá de su capacidad para mirar hacia adentro sin aislarse. Seccareccia insiste en que el Mercosur puede desempeñar un “papel extremadamente positivo” si logra articular una estrategia común de crecimiento basada en la demanda interna y la integración monetaria, aunque esto último podría ser cuestionable desde la perspectiva actual.
Además, la región debe aprovechar su posición neutral en un mundo fragmentado. Mientras Estados Unidos y China libran una guerra comercial, y Europa se enreda en tensiones internas y externas, América Latina tiene la oportunidad de convertirse en un puente entre bloques. Puede exportar no solo commodities, también servicios, tecnología y conocimiento.
América Latina está en el umbral de una gran oportunidad. Tiene los recursos, la ubicación y el capital humano para liderar en el Sur global. Pero para ello debe superar sus viejos dramas como la desconfianza mutua, la dependencia externa y la desigualdad crónica. Como bien resume Seccareccia, “si la administración Trump persiste, terminará logrando lo que menos desea: destruir la dominación del dólar en el mundo”. Eso, lejos de ser una amenaza, podría ser la gran oportunidad para América Latina.