La invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. A los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría que no estábamos dispuestos a perder. Con su ayuda, la humanidad ha vivido una fabulosa aceleración de la historia, el desarrollo y el progreso. La gramática compartida que nos han facilitado nuestros mitos y nuestros conocimientos multiplica nuestras posibilidades de cooperación, uniendo a lectores de distintas partes del mundo y de generaciones sucesivas a lo largo de los siglos. Como afirma Stefan Zweig en el memorable final de Mendel, el de los libros: “Los libros se escriben para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.
En diferentes épocas, hemos ensayado libros de humo, de piedra, de tierra, de hojas, de juncos, de seda, de piel, de harapos, de árboles y, ahora, de luz –los ordenadores y e-books–. Han variado en el tiempo los gestos de abrir y cerrar los libros, o de viajar por el texto. Han cambiado sus formas, su rugosidad o lisura, su laberíntico interior, su manera de crujir y susurrar, su duración, los animales que los devoran y la experiencia de leerlos en voz alta o baja. Han tenido muchas formas, pero lo incontestable es el éxito apabullante del hallazgo. Debemos a los libros la supervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana. Sin ellos, tal vez habríamos olvidado a aquel puñado de griegos temerarios que decidieron entregar el poder al pueblo –y llamaron “democracia” a ese osado experimento–; a los médicos hipocráticos, que crearon el primer código deontológico de la historia donde se comprometían a cuidar también a los pobres y esclavos: “Ten en cuenta los medios de tu paciente. En ocasiones debes incluso prestar tus servicios gratuitamente; y, si tienes oportunidad de servir a un extranjero que se encuentra en dificultades económicas, préstale plena asistencia”; a Aristóteles, que fundó una de las más tempranas universidades, y decía a sus alumnos que la diferencia entre el sabio y el ignorante es la misma que entre el vivo y el muerto; a Eratóstenes, que usó el poder del razonamiento para calcular la circunferencia de la Tierra con un margen de error de apenas ochenta kilómetros utilizando tan solo un palo y un camello; o los códigos legales de aquellos locos romanos que un día reconocieron la ciudadanía a todos los habitantes de su enorme imperio; o a ese griego cristiano, Pablo de Tarso, que pronunció quizá el primer discurso igualitario cuando dijo: “No hay judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer”. Conocer todos esos precedentes nos ha inspirado ideas tan extravagantes en el reino animal como los derechos humanos, la democracia, la confianza en la ciencia, la sanidad universal, la educación obligatoria, el derecho a un juicio justo y la preocupación social por los débiles. ¿Quiénes seríamos hoy si hubiéramos perdido el recuerdo de todos esos hallazgos, igual que olvidamos durante siglos las lenguas y los saberes de las civilizaciones egipcia y mesopotámica? El escritor Elias Canetti, búlgaro sefardí de lengua alemana con apellido español –sus antepasados paternos cambiaron Cañete por Canetti–, respondió: si cada época perdiese el contacto con las anteriores, si cada siglo cortase el cordón umbilical, solo podríamos construir una fábula sin porvenir. Sería la asfixia.
No pretendo omitir las zonas de sombra de esta historia. […] Pero, si resistimos el impulso de simplificar la literatura con juicios meridianos, la leeremos mejor. Cuanto más sensata y perspicaz sea nuestra comprensión histórica, más seremos capaces de proteger aquello que valoramos. Como escribe el poeta y viajero Fernando Sanmartín: “El pasado nos define, nos da una identidad, nos empuja al psicoanálisis o al disfraz, a los narcóticos o al misticismo. Los que somos lectores tenemos un pasado dentro de los libros. Para bien o para mal. Porque leímos cosas que hoy nos causarían perplejidad, incluso aburrimiento. Pero también leímos páginas que todavía nos provocan entusiasmo o certezas. Un libro siempre es un mensaje”. Los libros han legitimado, es cierto, acontecimientos terribles pero también han sustentado los mejores relatos, símbolos, saberes e inventos que la humanidad construyó en el pasado. En la Ilíada contemplamos el desgarrador acercamiento entre un anciano y el asesino de su hijo; en los versos de Safo descubrimos que el deseo es una forma de rebeldía; en la Historia de Heródoto aprendimos a buscar la versión del otro; en Antígona vislumbramos la existencia de la ley internacional; en Las troyanas nos enfrentamos a la barbarie propia; en una epístola de Horacio encontramos la máxima ilustrada “atrévete a saber”; en el Arte de amar de Ovidio hicimos un curso intensivo de placer; en los libros de Tácito comprendimos los mecanismos de la dictadura; y en la voz de Séneca escuchamos un primer grito pacifista. Los libros nos han legado algunas ocurrencias de nuestros antepasados que no han envejecido del todo mal: la igualdad de los seres humanos, la posibilidad de elegir a nuestros dirigentes, la intuición de que tal vez los niños estén mejor en la escuela que trabajando, la voluntad de usar –y mermar– el erario público para cuidar a los enfermos, los ancianos y los débiles. Todos estos inventos fueron hallazgos de los antiguos, esos que llamamos clásicos, y llegaron hasta nosotros por un camino incierto. Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido.
Fragmento del libro El infinito en un junco, de Irene Vallejo, filóloga y escritora española que ha recibido el Premio Nacional de Ensayo 2020 por el mencionado libro, el Premio Aragón en 2021 y el Premio de las Letras Aragonesas en 2023.