En los últimos días se instaló la discusión sobre la conveniencia o no del impuesto a las compras directas en el extranjero, propuesto por el ministro de Economía. Surgió incluso un proyecto de ley de un diputado del Partido Nacional que propone limitar estas compras a una por año (hoy se permiten tres).
Una y otra propuesta parten de la base de que estas compras afectan a la industria nacional y al comercio local. A la industria por tratarse de productos que se adquieren a un precio mucho menor que el producido en nuestro país, y al comercio porque el producto que llega por correo no tiene que cumplir con todas las obligaciones de nuestras empresas.
Hace mucho tiempo las políticas económicas aplicadas por los diferentes gobiernos le han soltado la mano a la industria nacional. Se parte del concepto de que el consumidor debe pagar el menor precio posible por un bien. Es además una herramienta fundamental para el control de la inflación. Estamos de acuerdo, sí, con que el consumidor pague lo menos posible por un bien. Pero ese precio reducido, ¿con qué lo paga? Lo paga con su salario, que proviene de un empleo, que le da una empresa que produce. Cuando esta empresa desaparece, desaparece el salario y resulta que lo que se paga más barato ahora no hay con qué pagarlo. A no ser, claro, que intervenga el Estado a pagar por todos: seguro de desempleo, planes sociales, etcétera. Todos sabemos que eso tiene sus límites y que llega un momento en que el Estado debe decir ¡basta!… y sobrevienen las grandes crisis sociales.
Entonces resulta que no es tan malo que los consumidores paguen más por un producto que es producido en Uruguay generando puestos de trabajo, que otorgan salarios y permiten que el ciudadano tenga con qué pagar ese precio más alto.
Por otro lado, ninguna de las propuestas que se han discutido en estos días apunta a limitar las ganancias excesivas de los importadores que en aquellos productos en que juegan sin competencia, por no existir producción nacional o por ser representantes exclusivos, llevan al consumidor a pagar lo que ellos quieren. Se usa siempre como ejemplo el de la pasta de diente o elementos de limpieza, pero no es el único caso en que ciertos importadores tienen “la vaca atada”.
Las micro, pequeñas y medianas empresas constituyen más del 98% de las empresas en nuestro país y generan más del 80 % del trabajo que depende del sector privado. Pareciera indiscutible que cualquier gobierno, sea del pelo que sea, debería tener especial interés en potenciar a las mipymes. Es decir, cambiar la realidad que desde hace mucho tiempo estamos viviendo en el que año a año cierran miles de ellas, ante la inacción del gobierno de turno. Estamos en el país más caro del continente y uno de los más caros del mundo. Es evidente que cualquier cosa que se produzca en nuestro país será más cara que la misma cosa producida en otros países de la región o del mundo. Si la visión económica es que los consumidores deben pagar el precio más bajo sin importar las consecuencias en el trabajo nacional, no nos puede quedar duda de cuál será el final de la película. Un sector productivo desaparecido, a excepción del agropecuario que por sus ventajas naturales comparativas en algunos rubros aún logra sobrevivir. Y un sector importador reluciente que gana lo que quiere…
Pero esta situación no se puede eternizar. Tarde o temprano el Estado no podrá afrontar los costos de reemplazar al desaparecido sector productivo nacional. No podrá seguir fabricando puestos de trabajo innecesarios, ni podrá siquiera afrontar las obligaciones que le impone un sistema de seguridad social cada vez más difícil de sostener.
Es claro que esto no se soluciona con un impuesto a TEMU, que en todo caso lo pagarán los consumidores locales, que igual harán la compra que seguirá siendo conveniente, aunque le sumen un 22% (o lo que sea) sobre el precio que hoy pagan por un producto al que acceden por la quinta parte o menos de su valor en plaza. Reducir la cantidad de compras como se propone puede contribuir a limitar este comercio. Pero en uno y otro caso, ¿es la industria nacional la que se favorece? ¿O son los importadores que imponen sus precios al consumidor, y que tampoco contribuyen a la sobrevivencia de nuestra industria nacional?
Sin duda, la solución de fondo pasa por la competitividad de nuestra fabricación nacional que supo tener épocas de oro en producción de calzados y artículos de cuero, textiles, porcelanas, etcétera… Y eso se logra dejando de ser el país más caro del continente. Y para ello es esencial no seguir planchando al dólar como casi única herramienta antiinflacionaria y, lo impostergable, reducir el gasto público.
Cómo se reduce el gasto público es el problema por resolver. En la vida de los pueblos siempre son importantes las señales que dan sus dirigentes. El sistema político debe implementar políticas de austeridad claras, eliminando o reduciendo gastos prescindibles: autos oficiales, viajes, comisiones ñoquis, gastos de representación, caterings, cargos de confianza, etc. Podrá no mover la aguja en los macro números de la economía, pero es una señal imprescindible para una sociedad cada vez más enervada ante el derroche que, real o no, contribuye en crispar aún más los ánimos. Y se transforma en tierra fértil para cualquier demagogo oportunista que se presente con la ya emblemática motosierra en mano.
Al gran tumor alojado en nuestra sociedad no se lo combate con aspirinas…