¡Qué difícil es disfrutar el fútbol en Uruguay! Al menos el fútbol profesional se ha vuelto un espectáculo de alto riesgo y la concurrencia a él es una especie de carrera de obstáculos reservada para los hinchas pacíficos de todos los tiempos.
Para comprar una entrada hay que saber hacerlo a través del celular, siendo que no siempre para los mayores de 60 años, entre los que me incluyo, se trata de algo cómodo y práctico.
Llegar a los escenarios requiere atravesar vallas, zonas de exclusión y en algunos casos incorporarse a un convoy. Retornar a casa puede demorar una hora encerrado si tu equipo gana para evitar que te cruces con los hinchas del perdedor. Llevar cualquier objeto a un partido corre riesgo de ser requisado.
Atrás quedaron aquellos tiempos en donde llegabas a cualquier cancha o cualquier partido, incluyendo los clásicos, faltando un ratito para empezar o incluso con el encuentro comenzado y comprabas la entrada en el propio estadio. Existían boleterías en todas las tribunas de todos los estadios o canchas. Las había para socios, ya que durante años pagaban menos, pero pagaban, y también para no socios.
Faltando 15 minutos en cualquier partido las puertas se abrían y decenas, a veces cientos de aficionados entrábamos a ver el último cuarto de hora más los descuentos, lo que incluía el festejo y a veces una vuelta olímpica de yapa. Los estudiantes íbamos una vez por año a la AUF, a la que se entraba por 18 de Julio y hacíamos una larga fila para sacar el carnet (en esa época terminaba en t la palabra) de estudiante que ofrecía entradas con descuento y nos íbamos con el cartón que tenía un número por fecha para ir cortando cuando asistíamos.
En esa época (años 60 y 70) estacionaban los que iban en auto en el cantero de la Olímpica o de frente contra todo el contorno del estadio. Si faltaba lugar se usaba algo más del interminable Parque Batlle, que todavía era más conocido como Parque de los Aliados.
Cuando no jugaba un grande, un sábado o un domingo se veía reflejado en las concurrencias de las otras canchas de la A y de la B. Es que al estar cerrado el Centenario sobraban los 50 mil hinchas que en promedio se dividían entre los partidos de los grandes. De esos 50 mil tal vez 15 o 20 mil se repartían en otros escenarios para despuntar el vicio. Casi siempre había uno o dos partidos que llamaban la atención. Sea porque un chico o los dos que se enfrentaban venían bien arriba en la tabla o se jugaban puntos clave por el descenso.
En el Centenario que en esa época era simplemente el “Estadio”.
La Policía estaba en los escenarios, no eran muchos y custodiaban a distancia a los futbolistas y al ómnibus que los traía. En muchos casos los jugadores hacían el calentamiento fuera del escenario, rodeados de curiosos que esperaban el final para después ir a la tribuna.
En esos años que llegaron a alargarse hasta finales de los 80 y parte de los 90, aun percibiendo que se estaba complicando la cosa, los policías que estaban dispuestos a ir de uniforme a un partido tenían entrada gratis y era muy común verlos mezclados entre el público.
En mi caso, como desde los 18 años tuve auto, si el partido lo justificaba, aunque se jugaba todo a la misma hora, me iba a veces en el intervalo a otra cancha para ver el segundo tiempo en un Montevideo que parecía más pequeño por la ausencia de tráfico. Cuando iba a la Ámsterdam, que no era lo que es hoy en materia de inseguridad, más de una vez me iba a la última fila y mientras veía el partido relojeaba los encuentros que se jugaban en el Méndez Piana de Misiones antes de fusionarse con Miramar y del Palermo antes de fusionarse con Español.
A veces eran partido de la A y la mayoría de las veces eran de la B. Pero era fútbol y las hinchadas mezcladas se hacían sentir.
El reloj de la Olímpica estaba ubicado cerca de los que hoy sería la puerta del Museo del Fútbol. Era uno de esos relojes ya por entonces antiguos que sobresalían en el paisaje. “Nos encontramos en el reloj” era la frase más escuchada en época sin celulares ni internet.
Solamente manejábamos un entorno horario y listo. Allí se formaban decenas de grupitos de amigos que lo usaban como punto de referencia y cuando llegaban “todos” el grupito o familia se iba para su tribuna preferida.
Hasta mediados de los años 60 la Colombes era la tribuna más bullanguera, pero siempre sin separación de hinchadas ni pulmón alguno. De a poco algunas barritas comenzaron a ubicarse en la Ámsterdam, siendo contra la América la de Peñarol y sobre la Olímpica la de Nacional. Pero todos mezclados en el resto y esas barras o batucadas no llegaban ni a 50 integrantes ante cuadros chicos ni a 200 en los clásicos. O sea, la tribuna era todo mezclado.
Los taludes eran para estar de pie. Los de la primera fila estaban con sus manos agarrados al alambrado. En los clásicos y en partidos importantes de la selección o de copas los taludes llegaban a albergar 7 mil entradas en cada uno.
Aprovecho para recordar que la Olímpica tenía capacidad para 20 mil aficionados, siendo el primer anillo el que se numeraba solamente en clásicos, selección o algunos partidos de copas internacionales. La Platea Olímpica tenía un espacio inutilizado por la cancha de básquetbol con capacidad para 2500 personas. La Ámsterdam y Colombes tenían eran para 15 mil entradas cada una. La América que no tenía el segundo tramo y era para 5 mil personas. La platea América tenía 2500 asientos. La suma me da 74 mil. El récord fue Peñarol vs Real Madrid en la final del mundo de 1960 con casi 72 mil entradas vendidas, pero nunca se pusieron más de eso a la venta, ya que se sabía siempre que había colados o gente con derecho a entrar gratis por distintas razones e incluso menores obviamente.
Era común que damas y menores no pagaran. Eso se repetía en todos los escenarios y pude ver a nuestros grandes jugar en el Trócolli con 15 mil personas, Jardines, Franzini o Belvedere con 10 mil, el Viera, Saroldi o Nasazzi con 7 mil, el Palermo con 6 mil y así en todas las canchas. Las fotos de los diarios de la época muestran tribunas atiborradas de público sin ninguna separación ni pulmones.
Pero todo eso cambio. Peñarol acaba de jugar sin público sus tres partidos de Libertadores. Nacional tiene suspendidos a sus hinchas en las primeras cuatro fechas del Clausura, mientras el carbonero tampoco podrá abrir puertas a hinchas en las dos primeras.
El clásico de la segunda fecha se jugará sin gente, porque la pandemia cambió de color y ahora tiene sangre en sus manos. Sea por bengalas, piedras, garrafas, balazos en emboscadas, y mil dramas más que nos han enlutado.
La inseguridad ha ido creciendo en las últimas décadas sin importar quién gobierne. Nadie ha dado con la tecla ni parece querer ponerle el cascabel al gato.
Los hinchas de bien están secuestrados por los malvivientes que usan las tribunas y los partidos para sus negocios turbios. Los dirigentes ya no saben cómo controlar y terminan cediendo con prebendas hacia los que peor se portan.
Las autoridades no saben hace mucho tiempo cómo hacer para no dejar de ser políticamente correctos y en lugar de adoptar medidas de prevención adecuadas y represión si es necesario, terminan siendo cómplices involuntarios de quienes saben que está instalado el discurso insólito de que “es peor que esté la Policía cuidando a la gente en la tribuna porque irrita”.
Mientras tanto cada vez hay menos familia, menos gente, aunque algunos partidos parezcan tener más público. Público y “gente” no siempre es lo mismo.