Lo fascinante de las bibliotecas también es la posibilidad de encontrar libros que demasiadas personas prefirieron que no vieran nunca más la luz. Y este es un claro ejemplo de un texto que, pasado un siglo y medio de su primera publicación, continúa susurrando cosas improcedentes. Para todos los que prefieren la siesta de lo políticamente correcto, mi consejo es abstenerse de su lectura.
Maurice Joly fue un malogrado escritor francés satírico que emprendió sus dardos contra Napoleón III pero mucho más que eso, arrasó, como pocos, las recias certidumbres de las huestes liberales que soñaban con un mundo armonioso garantizado por la división de los poderes.
Montesquieu había diseñado una ingeniería que se presuponía perfecta para evitar el despotismo: un sutil equilibrio generado por una explícita vigilancia entre los poderes del Estado, garantizando sufragio y generando contrapesos a los devaneos demagógicos con un Poder Judicial fuerte.
Maquiavelo, un florentino renacentista, ha quedado en la memoria colectiva como la persona que apunta su mirada a los oscuros entresijos del poder y a las estrategias ciertas para lograrlo o mantenerlo, por discutibles que sean desde el punto de vista ético. Pero una lectura mínima de su obra global apunta a dos aspectos. Es realmente el padre de las ciencias políticas, es el intelectual que logró describir cómo son las realidades políticas. Otros podrán soñar o teorizar sobre el deber ser, él tan sólo describió con maestría singular lo que demasiados tratan de ocultar. Pero, asimismo, es necesario recuperar el resto de la obra de Maquiavelo, Los discursos sobre la primera década de Tito Livio o El arte de la guerra para avizorar su compromiso con su tierra y con un futuro mejor para sus ciudadanos.
Joly recrea una confrontación entre ambos modelos para mostrar que a mediados del siglo XIX había ya presente una tecnología del poder distinta a la dictadura, distinta a la democracia. Un sistema que tan solo mantendría los ropajes de la más absoluta legalidad pero pervertiría cada uno de sus presupuestos alegremente frente a la completa indiferencia de la ciudadanía. Incluso, aún más, se apoyaría en la voluntad de aquellos que aniquila políticamente.
Y este perverso milagro se logra por el dominio de la palabra, imagen diseñada del nuevo príncipe y una prensa funcional a los poderosos serán las herramientas funcionales. Joly percibe claramente que el despotismo moderno no debe de ninguna manera suprimir la libertad de prensa –lo cual sería una torpeza–, sino canalizarla, guiarla a la distancia. Hacerse criticar por uno de los periódicos a sueldo a fin de mostrar hasta qué punto se respeta la libertad de expresión es una de las estrategias más inocentes de las planteadas.
Como broche final, no se puede dejar de mencionar que “Dialogo en el Infierno…”, publicado de forma anónima, fue ferozmente censurado y requisado por la policía francesa de su tiempo. Lo cual no impidió que un ejemplar llegara a manos de la Ojrana, policía secreta rusa, que lo reescribió, dando origen a los ominosos “Protocolos de los Sabios de Sión”, generando así una difamación criminal contra la comunidad judía.
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