Hace poco comentábamos que si bien es necesario trabajar por la unidad entre los hombres esta no se puede alcanzar a costa de la verdad ni sacrificando ciertos principios morales objetivos, que son de ley natural. Si bien no faltan quienes niegan la existencia de una ley natural, lo cierto es que, en medio de una enorme cantidad de cosas opinables, hay algunas verdades fundamentales que deben ser reconocidas por todos para que la unidad sea posible y estable. Una unidad que no se funda en la verdad es como una herida infectada que, en lugar de lavarse, se oculta con vendajes.
Ahora bien, la mayor parte de las fracturas y conflictos que observamos en nuestras sociedades, ¿tienen que ver con las verdades objetivas de las que hablamos? Entiendo que no. Hay quienes se enfrentan por cuestiones opinables con un apasionamiento tal que uno se pregunta dónde está la tan mentada tolerancia… Lo peor de todo, es que el fanatismo lleva a que, si uno no se pone la camiseta del bando A, sus partidarios inmediatamente lo etiquetan como fan del bando B. Y esto es un error garrafal.
Si alguien condena, por ejemplo, los viles atentados terroristas de Hamás contra Israel, es muy probable que sea tildado de sionista; pero si, por el contrario, critica la política de Netanyahu en Gaza, casi seguramente será acusado de antisemita. Algo parecido ocurre cuando uno manifiesta su desacuerdo con un partido político local o a sus dirigentes. Si uno critica a los marxistas, siempre habrá alguien que lo acuse de fascista; y si critica a los liberales, no faltará quien lo tilde de comunista. Ante esta realidad, es razonable preguntarnos: ¿podemos pensar por nosotros mismos?; ¿podemos tener nuestras propias ideas sobre cómo debería resolverse una guerra?; ¿podemos discrepar de marxistas y liberales sin que unos y otros nos encasillen en el bando contrario?
Algo parecido ocurre con la práctica de las virtudes. Tan instalada está en nuestra sociedad esa mentalidad maniquea, que muchos frecuentan los valles de los vicios –o se es cobarde o se es temerario; o se es workaholic, o se es holgazán–, pero pocos alcanzan las cimas de la virtud: por caso, la valentía o la laboriosidad.
Ahora bien… ¿es posible evitar el maniqueísmo? Pienso que sí. Pero para ello es necesario restaurar la educación clásica, y con ella, la capacidad de pensamiento crítico. Es necesario ayudar a los niños, adolescentes y jóvenes a pensar críticamente. Y en lo posible a pensar out of the box, es decir, fuera de la caja. ¿Cómo?
Lo primero, creo, es volver a dar a la gramática la importancia que realmente tiene. Las notorias dificultades y carencias que padecen muchos jóvenes para comunicarse de forma oral o escrita son más serias de lo que se suele admitir. Además de la gramática, es necesario que los chicos aprendan a razonar de acuerdo con las leyes de la lógica. Es fundamental que aprendan, por ejemplo, a detectar falacias (razonamientos aparentemente válidos, pero que contienen errores lógicos que los invalidan). Finalmente, deberían aprender a expresarse correcta y persuasivamente, para lo cual tendrían que adquirir una muy buena capacidad retórica –cosa que hoy brilla por su ausencia–. Durante este proceso es necesario que los jóvenes se acostumbren a leer libros y se liberen en lo posible, de las pantallas. Porque la brutal falta de vocabulario que se observa en los jóvenes es consecuencia en parte, de su falta de lectura. Y su falta de lectura, es consecuencia de su adicción a las pantallas. Así, mientras la inteligencia artificial avanza, la inteligencia humana, retrocede.
En suma, es necesario enseñar a pensar críticamente para combatir los razonamientos esquemáticos, reduccionistas y maniqueos sembrados por las ideologías –sistemas cerrados de pensamiento que pretenden adecuar la realidad, a la cabeza del ideólogo–. Es necesario ayudar a los jóvenes a aprender a adecuar la mente a la realidad. Esto es, a buscar la verdad, sin contemplar bandos o etiquetas.
Por supuesto, para que esto ocurra, hace falta una enorme dosis de humildad, en un mundo dominado por la soberbia de unos y la pusilanimidad de otros. Porque el problema de fondo es que casi nadie parece estar dispuesto a aceptar críticas sobre aquellas personas, instituciones, ideas o modos de enseñanza a los que está apegado, y sobre las que caben, lícitamente, opiniones diversas. Sobre todo, cuando la realidad rompe los ojos.