Tras analizar, en general y en particular, las virtudes teologales y las virtudes cardinales, nos disponemos ahora a analizar las virtudes humanas en general. Todas ellas se derivan de algún modo de las cuatro virtudes cardinales.
En el capítulo séptimo de su Evangelio, San Lucas narra una escena por demás conmovedora: Jesús va a cenar con un fariseo y apenas se pone a la mesa llega una mujer que le lava los pies con sus lágrimas, se los seca con sus cabellos y los unge con perfume. El fariseo juzga temerariamente que, si Jesús es profeta, debería saber que esa mujer es una pecadora. Nuestro Señor lee sus pensamientos y le echa en cara al fariseo que mientras la mujer se comportó con él extraordinariamente bien, él no le ofreció agua para lavarse los pies ni ungió con óleo su cabeza. Esto demuestra la importancia que da Jesucristo a los pequeños detalles de cortesía y delicadeza que el fariseo fue incapaz de brindarle. Y nos enseña lo importante que es a los ojos del Señor tratar bien a los demás, criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios.
Toda alma, por metida que esté en el pecado, esconde algo de nobleza. Hay personas que no tratan a Dios porque no han tenido ocasión de conocerlo. Pero si son sinceros, leales, compasivos, honrados, si se esfuerzan por practicar las virtudes humanas… es muy probable que estén cerca de Dios.
Cuanto más lo estará un cristiano que, consciente de su filiación divina, se esfuerza por practicar las virtudes humanas. “El Señor nos quiere muy humanos y muy divinos –dice San Josemaría–, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo”.
¿Cuáles son entonces esas virtudes humanas que debemos vivir? Además de las virtudes cardinales –que son, por cierto, muy humanas– podemos identificar otras como la humildad, la sinceridad, la laboriosidad, la magnanimidad, la puntualidad, la serenidad, la paciencia y la perseverancia, la pureza, entre otras muchas…
No se trata, por supuesto, de ejercitar una o algunas: es necesario luchar por adquirirlas y practicarlas todas, porque todas están relacionadas entre sí. Sin embargo, si vemos, por ejemplo, que en una etapa de nuestras vidas tendemos a ser perezosos o impuntuales, en ese momento tendremos que esforzarnos concretamente por crecer en virtudes tales como la diligencia o la puntualidad.
Ahora bien, luchar por ser virtuoso, ¿no supone aislarse del mundo, convertirse en un tipo raro? No. Las virtudes pueden vivirse con naturalidad y sencillez, sin nada aparatoso, artificial o extraño.
Recuerdo la anécdota de un profesional que una vez fue a un congreso de su especialidad en el exterior. Llegó de noche al hotel, se registró y cuando llegó a su habitación lo estaba esperando una joven. El hombre le pidió a la chica que por favor se retirara, llamó a la recepción y pidió que le pasaran los horarios de Misa del día siguiente…
Es verdaderamente humano quien se empeña día tras día por ser humilde, veraz, leal, sincero, fuerte, templado, generoso, sereno, justo, laborioso, paciente, magnánimo, prudente, casto. Que a veces sea difícil, no significa que sea raro o anormal. Quien se asombre al ver otros vivir virtuosamente, será porque aquello de que “cree el ladrón que todos son de su condición…”
El cristiano debe luchar toda su vida por crecer en virtudes. Porque no cabe amar a Dios solo de palabra, sino con obras y de verdad. Además, cuando luchamos por ser virtuosos, disponemos nuestra alma a recibir la gracia con mayor eficacia. Y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones y los dones que nos regala el Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios.
Descubrimos el gozo, la paz, el júbilo interior… Y nos resulta relativamente fácil estar siempre alegres. Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, nos resulta accidental, transitorio.
La fe confiere, finalmente, todo su relieve a estas virtudes que toda persona debería cultivar. Cuanto más virtuosos somos, más cristianos y más humanos somos: solo siendo muy humanos, podremos comunicar a los demás que la verdadera felicidad, el auténtico interés por servir al prójimo, pasa por el Corazón de Cristo, Nuestro Redentor.
Pidámosle a María, Madre nuestra, la criatura más virtuosa de cuantas han existido, que nos ayude a vivir las humanas. Y que, viviéndolas con la ayuda de la gracia, contribuyamos a forjar un mundo mejor, más pacífico y feliz para todos.




















































