Se ha vuelto costumbre analizar el desempeño económico de un país o una empresa partir de ciertos números e índices que, en cierta forma, representan una foto parcial de la situación y no la realidad completa, con todos sus matices cualitativos, para decirlo de algún modo. No obstante, hay signos que bien podrían pasar desapercibidos, tal como sucede con el último informe trimestral del Banco Central del Uruguay (BCU), que pinta un panorama de moderada estabilidad: un crecimiento del PIB del 1,2% interanual en el tercer trimestre de 2025, impulsado por el consumo interno y un repunte en sectores como el comercio y algunos servicios. Sin embargo, detrás de estos agregados macroeconómicos, se esconde una realidad más compleja y desequilibrada, donde sectores históricos y estratégicos para la identidad y el desarrollo nacional libran una batalla cuesta arriba por su supervivencia. La foto general puede mostrar un país que avanza, pero el zoom sobre el medio rural revela desgarros profundos y un sistema que, en muchos sentidos, parece expulsar a sus actores más tradicionales.
El informe del BCU es elocuente en sus silencios y en sus detalles. El sector de Comercio, Alojamiento y Suministro de comidas y bebidas creció un 5,4%, y los Servicios financieros un 3%, el sector Agropecuario, Pesca y Minería cayó un 0,2%, y la Industria manufacturera se contrajo un 2,1%. Dentro de esta última, se destaca el positivo desempeño de la industria frigorífica y láctea, un dato esperanzador pero que no debe opacar los problemas estructurales que estas cadenas arrastran. La economía uruguaya muestra, una vez más, sus dos caras: una dinámica, vinculada a servicios y consumo, y otra, la productiva y exportadora, que navega entre la resiliencia y la crisis crónica.
Ningún sector simboliza mejor esta dualidad que la ovinocultura. De los 26 millones de cabezas de hace tres décadas, hoy se “arañan los 5 millones”, como señaló con crudeza el Ing. Agr. Gustavo Garibotto, director de Recursos Naturales del Ministerio de Ganadería para esta edición de La Mañana. Esta caída no es solo una cifra; es la pérdida de un capital productivo, cultural y humano. El ovino fue, históricamente, la puerta de entrada a la actividad agropecuaria para miles de pequeños productores. Una majada manejable, con ciclos más cortos que los bovinos, permitía a familias arraigarse en el campo y construir un patrimonio.
Hoy, ese camino parece bloqueado. Y en ese sentido, la meta de incrementar el stock, no puede ser solo un número. Debe ser parte de una política integral que ataque todos los frentes: desde los predadores y la genética, hasta la comercialización, la industrialización y, fundamentalmente, las condiciones de vida de los productores.
Pero si el sector ovino lucha por no desaparecer, el lácteo batalla por mantener su vigor frente a desafíos mayúsculos, aunque ese sector represente en toda su expresión un “ganar-ganar permanente” para Uruguay, como bien lo describió el presidente del Inale, Ricardo de Izaguirre, siendo el cuarto rubro de exportación (superando los US$ 880 millones en 2025), un generador de arraigo rural y de soberanía alimentaria. El informe del BCU corrobora su dinamismo productivo al destacar el crecimiento del valor agregado de la industria láctea. Sin embargo, también hay que decir que este sector se encuentra aquejado por la conflictividad laboral crónica en la industria.
La paradoja, por tanto, resulta escandalosa. Este sector pujante y estratégico ve cómo su instituto rector, el Inale, es condenado a la asfixia presupuestal. Con un presupuesto asignado de 35 millones de pesos, frente a los 60 millones necesarios (unos US$ 1,5 millones), el instituto no podrá cumplir sus cometidos básicos: generar información crucial, mantener su fortaleza técnica y brindar el asesoramiento que el sector necesita para navegar un mercado internacional volátil.
Es un despropósito que revela una mirada cortoplacista y desconectada de la realidad. Mientras se celebra un récord productivo de más de 2000 millones de litros, se debilita la estructura que permite que ese crecimiento sea sostenible y beneficioso para todos los eslabones de la cadena, especialmente los tambos familiares. La caída en el número de productores –un proceso que De Izaguirre se niega a aceptar con resignación, alegando que “en Irlanda esa desaparición no es tal”– es la consecuencia más tangible de este abandono. Cada tambero que cierra no es solo una unidad productiva que se apaga; es una familia que abandona el campo, una escuela rural que pierde alumnos, un pueblo que se vacía.
Desde otra arista, la disyuntiva entre el éxito exportador y los costos locales asfixiantes se repite, con matices, en el sector arrocero. Uruguay acaba de tener una cosecha récord de 1,7 millones de toneladas, pero se enfrenta a una tormenta perfecta: precios internacionales a la baja por la reapertura de India y una sobreoferta regional, combinados con una estructura de costos interna que es de las más altas de la región.
Guillermo O’Brien, presidente de la Asociación de Cultivadores de Arroz, explicó en una entrevista para este medio que el problema es la falta de competitividad. Un atraso cambiario que se suma a costos logísticos desbocados (transporte y puerto) y a una energía eléctrica que es la más cara de la región, un factor crítico para un sector que riega 120.000 de sus 183.000 hectáreas con electricidad. La consecuencia es brutal: para mantenerse competitivos, los productores se ven forzados a exportar el producto bruto (arroz cáscara) en lugar del elaborado. En la última zafra, el 40% de las exportaciones fueron en cáscara, cuadruplicando el volumen de años anteriores. Es la renuncia a agregar valor dentro del país por la simple necesidad de sobrevivir.
El informe del BCU nos da el termómetro de la economía, pero no diagnostica la enfermedad. La enfermedad es la desconexión entre un modelo macroeconómico que celebra cifras de crecimiento y una realidad microeconómica rural en la que muchas veces gana el desaliento, de casas vacías que antes fueron hogares, de escuelas que cierran y de productores que se sienten “expulsados”.
Las soluciones existen y son conocidas por los actores del sector: políticas crediticias como la del BROU deben ir acompañadas de reformas profundas en la comercialización, la logística y la industrialización. Institutos como el Inale necesitan un financiamiento acorde a la riqueza que ayudan a generar. Sectores exportadores como el arroz requieren una bajada urgente de costos logísticos y energéticos, y una diplomacia que abra mercados.
Pero por encima de todo, se necesita un cambio de paradigma: dejar de ver al pequeño y mediano productor como un residuo del progreso y empezar a verlo como el pilar de un desarrollo rural sostenible, demográficamente equilibrado y culturalmente rico. La meta no debe ser solo aumentar el stock ovino o el volumen de leche; debe ser repoblar el campo, fortalecer a las familias que lo trabajan y asegurar que la riqueza que genera la tierra se traduzca en bienestar para quienes la habitan.
El crecimiento económico, para ser genuino, no puede darse la espalda a sí mismo. No puede ser el crecimiento de unos sectores a costa de la agonía de otros. Uruguay tiene la oportunidad, y la obligación, de construir un modelo donde el dinamismo del comercio y los servicios se alimente de un campo pujante, diverso y arraigado. Donde las cifras del BCU dejen de ser una paradoja y se conviertan en el reflejo fiel de un país que crece con todos y desde sus raíces más profundas.



















































