Decenas de migrantes, principalmente venezolanos, quedaron varados en el desierto de Tacna. Huyen de las amenazas de expulsión del candidato chileno José Antonio Kast. Del otro lado, el gobierno peruano, que ya recibió a 1,6 millones de venezolanos, respondió con soldados y un decreto de excepción.
Bajo un sol inclemente que blanquea el asfalto y funde el horizonte en un espejismo, la Carretera Panamericana Sur, arteria vital que conecta continentes, hoy es un escenario de parálisis y desesperanza. En el kilómetro cero de esta tensión, el complejo fronterizo Chacalluta-Santa Rosa, un lugar por el que por décadas transitó el comercio rutinario y el turismo de fin de semana, ha visto transformada su esencia. Ya no es solo un paso; es un tablero geopolítico donde se juegan, con piezas humanas, las ansiedades migratorias de Sudamérica y el ascenso de promesas políticas maximalistas. Aquí, en la delgada línea entre Arica (Chile) y Tacna (Perú), el miedo se ha materializado en caravanas de familias con maletas improvisadas y soldados peruanos desplegados bajo estado de emergencia, y en una crisis que estalla justo cuando Chile se apresta a definir su futuro en las urnas.
La imagen es desgarradora y se repite: hombres, mujeres y niños, la mayoría venezolanos, caminan por el arcén de la carretera, arrastrando mochilas abultadas y llevando en brazos a los más pequeños. No avanzan hacia Chile, sino que intentan salir de él. Su destino inmediato es Perú, pero su mirada está puesta más al norte, en el anhelo imposible de regresar a una Venezuela lejana y quebrada. Sin embargo, el paso está cerrado. Un cordón de la Policía Nacional del Perú (PNP), ahora reforzado con uniformes camuflados del Ejército, les impide el ingreso.
El detonante: una amenaza con fecha de caducidad
El nombre que resuena en esta frontera, como un eco amenazador, es José Antonio Kast. El candidato de derechas, favorito en los sondeos para la segunda vuelta presidencial del 14 de diciembre en Chile, ha centrado su campaña en un trípode de seguridad, economía y, de manera prominente, control migratorio radical. Sus promesas no son eufemismos. En un tono deliberadamente duro, ha dirigido mensajes directos a los aproximadamente 336.000 migrantes en situación irregular que estiman las autoridades chilenas: tienen hasta marzo de 2026 –si él gana– para salir “voluntariamente” del país. “Si no salen voluntariamente, van a tener que salir posteriormente a que yo asuma la presidencia, con lo que tienen, con lo puesto”, ha sentenciado.
Este ultimátum, amplificado por redes sociales y medios, no cayó en el vacío. Actuó como un poderoso acelerante psicológico. Para muchas familias que ya luchaban por sobrevivir en la precariedad, la perspectiva de redadas masivas y expulsiones forzosas fue la gota que colmó el vaso. Comenzaron a moverse. El flujo “normal” de salidas irregulares –estimado por un diputado local en 30 a 50 personas diarias por esta frontera– se convirtió en un goteo constante que, el pasado jueves 27 de noviembre, se aglomeró en un centenar de personas varadas en tierra de nadie. Bloquearon la Panamericana, interrumpieron el tránsito comercial –vital para la economía tacneña– y mostraron al mundo una película humanitaria en tiempo real.
La respuesta peruana
Del otro lado de la línea, Perú observó con alarma creciente. El país que recibe a más de 1,6 millones de venezolanos, el segundo mayor receptor después de Colombia, y que aún sufre las secuelas de su propia crisis política y social, no está en condiciones de absorber una nueva ola. Su sistema de salud, educación y mercado laboral informal ya está sobreexigido. La Cancillería peruana fue la primera en encender la señal de alarma, advirtiendo sobre “la crisis migratoria que se está gestando”. Pero fue el presidente de transición, José Jerí, quien tomó la medida drástica.
Convocando de urgencia al Consejo de Ministros, Jerí decretó el estado de emergencia por 60 días en los distritos fronterizos de Tacna. El decreto, publicado el viernes 28, no solo suspende garantías constitucionales como la libertad de tránsito y reunión, sino que autoriza el despliegue de las Fuerzas Armadas en apoyo a la Policía para el “control y vigilancia” de la frontera. “Vamos a declarar el estado de emergencia para generar tranquilidad ante el riesgo de ingreso de migrantes sin autorización y que podría amenazar la seguridad ciudadana”, justificó Jerí en la red social X.
Inmediatamente, un contingente inicial de 50 soldados se desplegó en Santa Rosa. Otros 50 están por llegar. Las imágenes de militares peruanos patrullando la frontera frente a familias migrantes desesperadas son el símbolo más crudo de la securitización de un drama humano. Según informó EFE el ministro del Interior peruano, Vicente Tiburcio, fue claro: “No permitiremos la migración irregular, no tenemos capacidad para recibir más migrantes”. Perú, en esencia, levantó un muro. No de cemento, sino de uniformes y legalidad de excepción.
Diplomacia de crisis y la sombra de lo binacional
La militarización unilateral podría haber sido el preludio de un conflicto mayor. Pero la gravedad de la situación obligó a la diplomacia a actuar a contrarreloj. Mientras Kast emplazaba al presidente chileno Gabriel Boric a viajar personalmente a Arica, los cancilleres Alberto van Klaveren (Chile) y Hugo de Zela (Perú) establecían, vía videoconferencia, un “Comité Binacional de Cooperación Migratoria”.
Este mecanismo de crisis, que inició operaciones el lunes 1º de diciembre, busca ser una válvula de escape a la presión. Sus objetivos son técnicos y urgentes: establecer patrullajes conjuntos; definir metodologías de verificación migratoria; y, crucialmente, “garantizar la apertura y operación de los pasos fronterizos”. Es un intento por reemplazar la lógica del forcejeo por la de la coordinación. Sin embargo, su éxito está en entredicho. ¿Puede un comité técnico contener una crisis detonada por la retórica incendiaria de una campaña electoral?
El canciller De Zela fue cuidadoso al desvincular la medida peruana de la coyuntura chilena, señalando que Kast “no es una autoridad chilena”. Pero la temporalidad lo desmiente. La emergencia se declara precisamente cuando las amenazas de expulsión masiva comienzan a materializarse en movimiento de personas. Perú no está respondiendo solo a un flujo; está anticipándose a una potencial estampida poselectoral si Kast resulta vencedor.
Las raíces de la tormenta
Para entender la magnitud de este momento, hay que mirar más allá de la frontera. La migración venezolana, el mayor desplazamiento en la historia reciente de América Latina, encontró en Chile y Perú destinos con modelos de acogida distintos. Perú, bajo el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, optó inicialmente por una política de “puertas abiertas” y documentos fáciles, y según datos de la Superintendencia Nacional de Migraciones del Perú, este país recibió alrededor 1,6 millones de venezolanos desde el inicio de esta crisis por 2016, que derivó en una masiva pero precaria integración en su enorme economía informal (que emplea al 70% de los peruanos). Chile, con una economía más formal pero también más rígida, recibió a cerca de 700.000 venezolanos, muchos de los cuales ingresaron de manera irregular por pasos no habilitados, como el propio Chacalluta, en los años previos.
Ambos países llegaron a su límite de absorción casi al mismo tiempo. La inflación, el desempleo y la presión sobre la vivienda alimentaron un creciente malestar social, fácilmente canalizable contra el migrante. Kast no creó este sentimiento; lo catalizó y lo potenció hasta llevarlo al centro de la disputa por el poder. Su discurso resuena en un sector de la población chilena exhausta, ofreciendo soluciones simples (expulsar) a problemas complejos (integración, control ordenado, cooperación regional).
Expertos como José Koechlin, especialista en migraciones, dudan seriamente de la viabilidad material de las promesas de Kast. “Es bastante complejo que pueda materializarlo… se necesitan demasiadas condiciones logísticas para expulsar a una población tan significativa”, señala, recordando además la negativa del régimen de Nicolás Maduro a aceptar repatriaciones forzosas. Pero en política, a menudo la percepción es más poderosa que la factibilidad. El miedo que ha logrado instalar es ya un hecho tangible, y sus primeras víctimas son las familias atrapadas en la frontera.
El futuro: ¿corredor humanitario o mayor represión?
A dos semanas de la elección chilena, el escenario es volátil. El gobierno de Boric, a través de su ministro de Seguridad, Luis Cordero, intenta manejar la situación con un llamado a no “utilizar a las personas como medios para una controversia electoral”, mientras busca acuerdos operativos con Perú. El diputado oficialista Vlado Mirosevic propone la creación de un “corredor humanitario” que permita un tránsito ordenado de quienes desean retornar a Venezuela vía Perú y Ecuador. Es una idea lógica, pero choca contra la firme decisión peruana de no aceptar más carga migratoria irregular.
El general peruano Luis Olivero Chumpitaz, exjefe policial fronterizo, apunta a la necesidad de recuperar la coordinación operativa que ya existía. Mientras, desde la sociedad civil, especialistas como Koechlin insisten en que, más allá del control, es imperativo diseñar protocolos humanitarios para proteger a los más vulnerables: niños, mujeres embarazadas, enfermos.
La frontera Chile-Perú se ha convertido en un espejo de las contradicciones de una región que, habiendo recibido con compasión inicial a millones de hermanos venezolanos, ahora ve cómo ese gesto se quiebra bajo la presión interna y la instrumentalización política. El estado de emergencia en Tacna es una solución parche, un intento desesperado por contener una presión que podría multiplicarse exponencialmente después del 14 de diciembre.




















































