Los orígenes de la banca central se atribuyen a un antecedente escandinavo (el hoy Sveriges Bank) fundado en 1668. El Banco Central del Uruguay (BCU) nació tres siglos después como desprendimiento del Departamento de Emisión del Banco de la República. A pesar del tiempo y las distancias, las funciones básicas de la banca central en todo el mundo presentan grandes similitudes, pero los desafíos que enfrentan pueden ser muy distintos en distintas etapas de su evolución.
La mayoría de los bancos centrales se construyeron sobre las ruinas de sus predecesores, la banca privada, en un intento por evitar las frecuentes crisis del sistema financiero. Además de ser –en muchos casos– el prestamista de primera instancia del gobierno, con el correr del tiempo sus principales cometidos fueron evolucionando hasta comprender también:
- La emisión monopólica de la moneda, garantizando su valor (estabilizar precios).
- Promover la estabilidad financiera, actuando como supervisor y prestamista de última instancia al sector bancario privado.
- Velar por el nivel de la actividad económica (combatir desempleo).
Claramente, estos términos de referencia no solo son ambiguos, sino hasta en algunos casos contradictorios. Por ejemplo, un alza en la tasa de interés dirigida a moderar la inflación puede repercutir negativamente en el nivel de actividad e inversión. Se sacrifica un cometido para cumplir con otro. El tema es decidir cuál es el más importante, lo que suele incluir un cálculo político.
Un tiempo para cada cosa
Mark Carney, actual primer ministro de Canadá y exgobernador de los bancos centrales del Reino Unido y Canadá, ilustra en su excelente libro Valore(s) (Value(s), ed. William Collins, 2021) el funcionamiento automático del patrón oro (1870-1914). Para poder cumplir con las paridades cambiarias establecidas, el sistema ponía todo el peso del ajuste sobre los niveles de actividad, precios y salarios mediante cambios en la tasa de interés. Al punto que cuando se reintrodujo el patrón oro a la paridad imperante previo a la guerra, desató una fuerte recesión que obligó a su abandono.
Como dice Barry Eichengreen, refiriéndose también al patrón oro: “Se trataba de una institución de creación social cuya viabilidad dependía del contexto en que operaba”. Claramente, en el mundo de hoy la adopción de un sistema similar de paridades fijas y ajuste automático de las variables “reales” (producción, empleo) no tendría viabilidad política alguna.
Y una cosa para cada tiempo
El BCU nació en un período financieramente turbulento: en el cuatrienio 1965-68 la inflación promedió el 82% anual. Pero la inflación era simplemente un reflejo de la desmesurada emisión y las frecuentes devaluaciones. El problema era –y sigue siendo– básicamente fiscal. Ceder ante la tentación política de captar votos mediante el gasto irrestricto –financiado ya sea por emisión monetaria o endeudamiento– ha sido una constante en el manejo macroeconómico del país.
Superada la crisis del 2002 y con el reingreso a los mercados financieros globales, el país fue reemplazando la emisión por el endeudamiento y apoyándose en el boom de precios primarios para iniciar un lento descenso de la inflación. Con el tiempo fue puliendo su inserción en el mecanismo de metas de inflación (MI) hasta finalmente lograr ubicar el tipo de cambio en el rango meta, donde se ha mantenido por dos años.
El objetivo central de MI es desanclar las expectativas de inflación del comportamiento del tipo de cambio y anclarlas en el pronóstico inflacionario de la autoridad monetaria. El logro de dicha convergencia debe considerarse como un éxito. Pero dicho proceso de convergencia duró dos décadas, en las cuales la inflación constantemente superó la evolución del dólar.
Es así como este fenómeno del exchange lag (atraso cambiario), tan negado por las autoridades, no desaparece con la convergencia, sino que simplemente deja de crecer. Pero la pérdida acumulada del poder adquisitivo del dólar en Uruguay –que equivale al aumento del poder adquisitivo del peso en el mundo relevante– seguirá afectando la competitividad. No tanto en las exportaciones primarias –donde los precios se fijan en mercados internacionales– pero sí en los procesos intensivos en el “costo Uruguay”.
Volvemos al tema de prioridades
La estrategia de los gobiernos recientes ha enfocado la inflación como principal objetivo, favoreciendo a quienes canalizaron sus fondos a la moneda nacional para lograr rendimientos superiores a los disponibles en dólares y desvalorizándolos en el proceso. Dicha estrategia ha tenido un impacto negativo en la industria nacional, aumentando sus costos en dólares y promoviendo la importación.
Los gobiernos se apoyan en un excesivo gasto fiscal (4% del PBI) para mantener el empleo y los niveles salariales, desactivando el impacto de la política bancocentralista. ¿Pero cuánto más puede durar esto? En un entorno global cada vez más incierto e impredecible, ¿los mercados estarán dispuestos a financiar indefinidamente el crecimiento de la deuda uruguaya con relación a su producto interno?
Como dice Eichengreen, los bancos centrales son construcciones sociales y en algún momento deben escuchar y ponderar los intereses de todos los sectores. La libre flotación cambiaria permite más flexibilidad para atender los otros objetivos de un banco central, pero debe haber incentivos. Tener una tasa de interés que incentive la producción y el consumo es imprescindible para el crecimiento. Con sus dos rebajas recientes de 0,25% en la tasa de política monetaria, el BCU ha dado un paso en la dirección apropiada, mirando para adentro en lugar de afuera.