Poderosamente persuasiva y singularmente aplicable a nuestro medio es la opinión del famoso novelista español Javier Cercas que se publicó en La Nación del 5 de junio pasado y dice : “La mentira, venga de donde venga, es letal para una democracia al igual que lo son los extremismos y la falta de lealtad a las instituciones, y que cada vez que toleramos que un político las socave, tildando como legítimas las resoluciones judiciales que lo beneficien y de tramposas las que lo perjudiquen estamos trabajando para la destrucción de la democracia”.
La indiscutible afirmación del escritor español, que parece inspirada en una actual lectura de nuestro medio, golpea la sensibilidad de cualquier ciudadano demócrata y tiene tanto de ejemplar enseñanza como de dura crítica para los actores del sistema político.
Hablar de lealtad para con las instituciones es mantener la exigencia de un mínimum ético que supone el respeto absoluto de las disposiciones de nuestra Constitución que regulan, con sabiduría secular, los órganos de gobierno y su articulación en un sistema de pesos y contrapesos que garantizan a la vez, el eficaz ejercicio del gobierno y la plena libertad de los ciudadanos.
Pero la sórdida intromisión de la política en el sistema judicial penal, que opera desde la aprobación del nuevo Código del Proceso Penal, ha llegado al punto tal de que el abogado de un político de segundo orden cuya formalización se ha solicitado con sólidos fundamentos, a criterio del fiscal interviniente, decida amenazar a la propia Fiscalía con la presentación de una denuncia penal en su contra. O sea, el mundo del revés que hace crujir la democracia.
De igual modo, la aberración institucional atentatoria del derecho público nacional de convertir la Fiscalía de Corte en un servicio descentralizado, violenta el texto constitucional y también el sistema de garantías que evitaba la influencia del Poder Ejecutivo sobre el Ministerio Público y lo expone al grave inconveniente de su contralor, que se puede concretar hasta con la suspensión de sus actos según lo autoriza el artículo 197 de la Carta Magna.
Ese despropósito, acompañado por el peor Código del Proceso Penal que registra nuestra historia, ha terminado con generar el desprestigio de la Justicia Penal, siendo que, como corresponde señalar, el servicio judicial funciona correctamente en los ámbitos del derecho civil, laboral, comercial, de familia, de menores, administrativo, de género y demás.
Por otra parte, ha convertido a los señores fiscales en funcionarios cuyos actos pueden ser objeto de contralor por el Poder Ejecutivo como acabamos de ver. Según el constitucionalista profesor Dr. Eduardo Lust, han dejado de ser magistrados pasando a ser simples funcionarios. Pero, además, como ya hemos dicho en otras oportunidades, el nuevo y fallido Código Procesal Penal quita garantías al justiciable y desplaza a los jueces en la administración de la Justicia.
Tampoco ha tenido éxito en instalar el sistema acusatorio, pues como el 95% opta por el proceso abreviado, en la práctica las mejoras que se esperaban con la aplicación de los principios de la oralidad, rapidez, concentración, inmediatez e igualdad entre las partes no se advierten.
Si no alcanzara para la evidencia del fracaso, el señalamiento de esas perversiones, debemos sumarle las graves inconstitucionalidades que el nuevo texto trae aparejadas, todas ellas en perjuicio de los justiciables que pueden ir presos sin la semiplena prueba de su conducta ilícita.
Ya decidida la reforma del sistema procesal penal, el presidente Orsi dispuso un grupo para su redacción, bajo la coordinación del Dr. Jorge Díaz, prosecretario de la Presidencia, pero la oposición con buen criterio alegó que “la persona que lo escribió no parece ser la más indicada para cambiarlo”. Se acordó, entonces, en el Parlamento, entre gobierno y oposición encargar la tarea a un grupo de trabajo constituido por seis diputados del Frente Amplio, cinco de los partidos de oposición y uno de Identidad Soberana, que se encargarán de redactar un anteproyecto. Todo indica que se trabajará sobre la base de redactar un código nuevo, pues el actual en su corta vida lleva encima 15 o más modificaciones, por lo que no es aconsejable trabajar sobre su texto.
Todo este proceso nos lleva a la frase del escritor español que citamos al comienzo: la necesidad del respeto de las instituciones como único y sólido resguardo de la democracia.
Por eso discrepamos de la pretensión de derogar por medio de una ley común a toda norma legal que tenga el apoyo popular, que significa su ratificación por medio de una consulta como el plebiscito o referéndum, que son la expresión directa del pueblo actuando por sí mismo y sin la mediación de sus representantes. Da tal forma que, galvanizada una ley por la voluntad expresada en forma directa por el titular de la soberanía (artículo 4º. de la Constitución) no pueden los meros representantes derogarla imponiendo su subalterna voluntad.
Es decir que los representantes desautorizan a los mandantes, desconocen su autoridad, se arrogan el derecho de borrar su decisión. ¿Puede concebirse semejante atropello a la Constitución?
Decimos esto frente a los rumores que circulan desde voces indoctas anunciando la derogación de artículos de la LUC, como ya se ha hecho en violación de innegables principios de jerarquía normativa. Será, si llega el caso, responsabilidad de la Suprema Corte de Justicia mantener la integridad del orden jurídico democrático.
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