Hasta ahora, hemos venido hablando de las virtudes teologales que, como dijimos, tienen la particularidad de ser infusas. Se tienen por pura gracia de Dios. No obstante, el creyente puede contribuir activamente al crecimiento de estas virtudes en su alma, pidiéndole a Dios que se las aumente; o a su debilitamiento, si no corresponde a la gracia recibida.
En cambio, las virtudes de las que ahora vamos a hablar dependen de la voluntad que ponga del hombre para adquirirlas. Por eso se llaman “virtudes humanas”. Si bien quien ha sido bendecido con una buena dosis de virtudes teologales puede llegar a adquirir con más facilidad las virtudes humanas, practicarlas siempre exigirá un esfuerzo de su parte.
De hecho, dice Alasdair MacIntyre en Tras la virtud que cualquier carácter individual puede, en cualquier tiempo dado, ser un compuesto de virtudes y vicios, y estas disposiciones se apropiarán de la voluntad para llevarla en una u otra dirección. Pero siempre está abierto a la voluntad el ceder o el resistir a estos impulsos”. MacIntyre dice además que “el carácter, campo de lucha de las virtudes y los vicios, es una circunstancia externa a la voluntad”, y que “el verdadero campo de lucha de la moral es la voluntad y solo ella”.
Las principales virtudes humanas son cuatro, y se denominan “virtudes cardinales”. ¿Por qué cardinales? Porque en torno a ellas giran todas las demás virtudes. El término cardinales proviene de cardo o quicio, lo que permitía girar a las puertas antiguas.
Las virtudes cardinales son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Son la base de las demás virtudes y son esenciales para una vida moralmente buena: una vida según Cristo. Porque el cristiano, está llamado a ser “otro Cristo”. Ahora bien, ¿cómo concretarlo? ¿Cómo llegar a ser “perfectos como nuestro Padre Celestial es perfecto”, teniendo en cuenta nuestra naturaleza humana caída?
Es evidente que la perfección absoluta solo Dios la posee. Pero cada hombre, está llamado a su propia perfección, al desarrollo de todo su potencial físico, moral y espiritual. Santo Tomás de Aquino, da una buena idea de cuál es la perfección que Dios espera de todo hombre, en siete tesis que se corresponden con las siete virtudes –las tres teologales y las cuatro cardinales– fundamentales para vivir una vida plena:
“1. El cristiano es un hombre que, por la fe, llega al conocimiento de la realidad del Dios uno y trino.
2. El cristiano anhela –en la esperanza– la plenitud definitiva de su ser en la vida eterna.
3. El cristiano se orienta –en la caridad– hacia Dios y su prójimo con una aceptación que sobrepasa toda fuerza de amor natural.
4. El cristiano es prudente, es decir, no deja enturbiar su visión de la realidad por el sí o el no de la voluntad, sino que hace depender el sí o el no de esta de la verdad de las cosas.
5. El cristiano es justo, es decir, puede vivir en la verdad con el prójimo; se sabe miembro entre miembros en la Iglesia, en el Pueblo y en toda Comunidad.
6. El cristiano es fuerte, es decir, está dispuesto a sacrificarse y, si es preciso, aceptar la muerte por la implantación de la justicia.
7. El cristiano es comedido, es decir, no permite que su ambición y afán de placer llegue a obrar desordenada y antinaturalmente.
En estas siete tesis queda claro que la teología moral clásica es, ante todo, una doctrina de las virtudes”.
“Devolver a su forma original a la conciencia universal de nuestra época la imagen grandiosa del hombre, que está ya descolorida, y, lo que es peor, desfigurada, no es tarea que carezca de importancia, a mi parecer”, dice Josef Pieper. Se refiere, por supuesto, a la imagen del hombre virtuoso.
Y si bien Paul Valery –citado por Pieper– decía hace ya más de 90 años que “se ha llegado a tal extremo, que las palabras ‘virtud’ y ‘virtuoso’ solo pueden encontrarse en el catecismo, en la farsa, en la academia y en la opereta”, el deber del cristiano no es solo procurar vivir las virtudes –teologales, cardinales y humanas en general–, sino también enseñarlas.
Esto suele ser lo más arduo, porque es no es fácil que los hijos o los alumnos adquieran virtudes que sus padres o maestros no tienen o no practican. Pero es precisamente ahí donde está la oportunidad: para educar a nuestros hijos en virtudes, no necesitamos ni mucho dinero, ni grandes conocimientos, ni grandes infraestructuras: lo principal, es que nos esforcemos un día sí y otro también, por ser virtuosos.