Hace unas semanas hablamos de la virtud de la humildad, por ser la primera y más importante “virtud humana”. Hoy vamos a hablar de la virtud de la laboriosidad –o diligencia–, que nos lleva a trabajar a conciencia, con la mayor perfección humana y cristiana posible, a pesar de nuestras limitaciones.
¿Por qué el trabajo es tan importante? Porque para trabajar creó Dios al hombre. Dice Génesis 2, 15: “Tomó, pues, Yahvé Dios al hombre y lo llevó al jardín de Edén, para que lo labrara (ut operaretur) y lo cuidase”. Es decir, para que lo trabajara.
El mandato divino de trabajar, de cuidar el jardín, es anterior a la creación de la mujer, a la entrada del pecado en el mundo y a la pérdida de los dones preternaturales. El trabajo no es un castigo de Dios: al principio no costaba. El esfuerzo y el cansancio que desde el pecado original acompañan al trabajo son consecuencia de la rebelión del hombre contra Dios.
Como ocurre con todas las virtudes, la laboriosidad se adquiere por repetición de hábitos: a trabajar, se aprende trabajando. Y para ello generalmente se requiere una preparación profesional previa. En la Edad Media, los jóvenes que eran formados en artes liberales aprendían a pensar correctamente, y los que eran formados en artes serviles aprendían habilidades que tenían una utilidad práctica.
Hoy, si bien están resurgiendo los centros de enseñanza que educan en artes liberales, la mayoría de los colegios y universidades prepara a sus alumnos para las artes serviles. Les dan conocimientos que les permiten hacer cosas y ganar dinero. Y esto está bien: de algo hay que vivir. El problema es que hoy, los jóvenes aprenden a hacer cosas, pero no saben por qué ni para qué: no conocen el sentido de su trabajo.
Pensar sobre el sentido de las cosas es fundamental. Si los alumnos no fueron educados para pensar correctamente y si nunca se plantearon las grandes preguntas de la vida –¿por qué estoy en el mundo?; ¿cuál es el sentido de mi vida?; ¿hay vida después de la muerte?; ¿existe Dios?…–, ¿cómo podrán hacer bien su trabajo en orden al fin último, que es dar gloria a Dios? ¿Cómo llegarán a entender que están en esta tierra “ut operaretur”, para labrar y cuidar la Creación de Dios…?
Por supuesto que los fines próximos del trabajo pueden ser muy loables: ganar dinero para mantener a nuestra familia; construir puentes para facilitar las comunicaciones; producir alimentos sanos para contribuir a la salud del pueblo…
Pero solo si los fines próximos del trabajo humano honesto se subordinan a su fin último se puede decir que ese trabajo se ofrece a Dios y, por tanto, que se santifica. Hacen falta hombres y mujeres católicos que santifiquen su trabajo, que trabajen por Dios y para Dios. Si ofrecer el trabajo a Dios es la intención última que siempre está detrás, todos haremos lo posible por mejorar cada día la calidad de nuestro trabajo.
De hecho, una de las muchas alabanzas que recibió Jesús en vida fue aquella exclamación que repetía la multitud al presenciar sus milagros: bene omnia fecit, todo lo hizo admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, Cristo las realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y hombre perfecto.
Si cada periodista y cada columnista trata de escribir lo mejor posible sus artículos, por amor a Dios; si cada editor procura que todas las columnas, notas, entrevistas e imágenes queden perfectamente presentadas, por amor a Dios; si el distribuidor se esfuerza para que el diario llegue en las mejores condiciones posibles al quiosco, por amor a Dios; y si el quiosquero, por amor a Dios, procura que el diario esté bien visible para que la gente lo compre, esa “cadena de producción”, quedará santificada. Y si ese ofrecimiento del trabajo a Dios se repite una y otra vez en todos los trabajos honestos habidos y por haber, la sociedad se santificará por completo y los hombres podremos vivir en paz. Porque lo que en el fondo santifica es la búsqueda heroica de la virtud… por amor a Dios.
Para que eso ocurra, cada uno debe hacer lo posible por santificar su propio trabajo. Cada uno debe procurar vivir cada vez mejor la virtud de la diligencia, esforzándose por trabajar con el mayor empeño y perfección posibles, para poder ofrecerlo a Dios.
Y es que Dios –dijo un gran santo– no acepta las chapuzas: “No presentaréis nada defectuoso –dice la Sagrada Escritura– pues no sería digno de Él”.



















































