Nuestra civilización se construyó sobre la base de los principios morales que el cristianismo tomó del antiguo judaísmo y difundió por todo Occidente. El quinto mandamiento del Decálogo impone lacónicamente: “No matarás”. Este principio impregnó no solo la moral sino también el derecho, que tradicionalmente ha protegido la vida, constituyendo esta, por otra parte, el presupuesto de cualquier derecho de los seres humanos. En definitiva, la protección de la vida ha asumido desde siempre en nuestra civilización un papel principalísimo y las acciones humanas dirigidas a ponerle fin antes de la muerte natural han sido sancionadas, al extremo que el dar muerte a una persona constituye el más grave de los delitos. Sin duda, esta acción de dar muerte a un semejante, o sea el homicidio, constituye el delito más grave que se pueda cometer según el derecho de los países de Occidente.
No obstante lo que acabamos de señalar, en los últimos años y cada vez con más vigor, surgen corrientes que, con la pretensión de constituir una sociedad sobre nuevas bases, cuestionan todos los principios tradicionales, que son puestos en duda y en muchos casos inexplicablemente demolidos, en una actitud insensata, cuyas consecuencias hemos comenzado a sufrir y pueden no solo significar el fin de una civilización, sino también el de la especie humana. El aborto, el consumo de drogas y ahora la eutanasia no solo ponen en peligro la salud espiritual de la humanidad, sino que también ponen en peligro la vida misma de nuestra especie. La demografía de muchos países nos muestra cómo las muertes superan los nacimientos, pero el fenómeno no genera mayores reacciones, hasta diría que preocupa más la posible extinción de ballenas, osos polares y otras especies animales que la desaparición del hombre sobre la faz de la Tierra.
Es así como la moral y el derecho tradicionalmente condenaron la eutanasia, que supone un acto celebrado por una persona, generalmente un médico, que respondiendo a un requerimiento de un tercero le provoque la muerte. Es así como la profesión médica a través de la Asociación Médica Mundial, en Asamblea General celebrada en Ginebra en 1948, revisada en Sídney en 1968, actualizó la fórmula hipocrática, señalando: “Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo…”. A su vez la Ley 19.286 de 25 de setiembre de 2014, que en nuestro país aprobó el Código de Ética Médica, en su artículo 46 establece: la eutanasia activa entendida como la acción u omisión que acelera o causa la muerte de un paciente es contraria a la ética de la profesión”.
Contrariando lo que ha sido una tradición moral y jurídica, se nos propone la eutanasia en consonancia con una corriente de pensamiento que cuenta con gran fuerza a nivel internacional por diversas razones, que van desde la tendencia gregaria de los seres humanos de dejarse llevar por las novedades, así como por la influencia de círculos de poder que a nivel internacional empujan iniciativas tendientes a eliminar la vida por razones que van desde el supremacismo racial a los intereses económicos de favorecer a ciertos grupos humanos en detrimento de otros, pasando por los no menos influyentes que persiguen fines económicos dirigidos a eliminar poblaciones que originan mayores gastos, verbigracia: niños y ancianos. Tampoco debemos descartar la tontera de algún legislador que pretenda pasar a la posteridad con un proyecto de ley que genere estruendoso ruido mediático y eventualmente le haga pasar a la historia, a nuestro juicio con mala fama.
El proyecto a estudio, que presumiblemente se aprobará próximamente en Cámara de Representantes, es no solo malo por razones éticas que han expuesto con fundamento Miguel Pastorino y Diego Velasco, sino porque es un verdadero mamarracho que regula de manera deficiente un acto cuya trascendencia sobre la vida de las personas es de la mayor importancia.
En una rápida relación, que merecerá en algún momento una consideración más extensa y profunda, nos permitimos señalar que se habilita la eutanasia por condiciones de salud crónicas, incurables e irreversibles. En resumidas cuentas, una deficiencia de cualquier sentido ya sea la vista, el oído, etc. puede dar lugar a la aplicación de la medida, basta que le cause a quien lo padezca un sufrimiento insoportable. Nos preguntamos si dicho sufrimiento debe ser físico o mental y ante semejantes vaguedades más parece ser un estímulo al suicidio que otra cosa.
A renglón seguido se establece que la eutanasia puede ser practicada por un médico o por su orden. No solo se autoriza a los médicos a quitarle la vida a una persona, sino que cualquiera por orden médica puede transformarse en verdugo. No solo se desnaturaliza una profesión que cuidaba lo más precioso que tienen los seres humanos, que es su vida, sino que se institucionaliza la muerte por encargo o sea una especie de sicariato médico.
Posteriormente, se establece que el que quiera se le aplique semejante procedimiento lo debe requerir por escrito. Señalemos que para vender un inmueble se requiere una escritura pública y para vender un auto la certificación de la firma. Aquí nada asegura la autenticidad del escrito, se consagra una especie de testamento ológrafo, ya que se omite cualquier formalidad, ni más ni menos, que para disponer de la vida. En definitiva, la manifestación del deseo de ser ejecutado está rodeado de menos formalidades que la venta de un inmueble o un automóvil.
Luego se establece que si el médico que recibe el pedido de oficiar de verdugo no desea hacerlo debe explicar los fundamentos de su opinión. Esta disposición suena más a amenaza que otra cosa. Es de esperar que los buenos médicos, y los hay a raudales, se nieguen a participar de semejante salvajada vestida de falsa piedad, pero no hay ninguna razón para que se les obligue a indicar los motivos de su objeción de conciencia. Se trata de un condicionamiento amenazante, que rechazamos porque es evidente que intenta ponerle cortapisas a la objeción de conciencia, o sea a la libertad del médico de atenerse a principios éticos tradicionales.
También se establece que el médico verificará que la voluntad del aspirante a ser sometido al procedimiento en cuestión sea libre, seria y firme. No parece que un médico pueda verificar si la persona que pide su eutanasia lo haga en esas circunstancias o esté condicionado por un tercero, por razones económicas, morales o de cualquier otro tipo. No se puede exigir a un médico que se responsabilice de una constatación de semejante naturaleza, cómo puede el profesional saber si el paciente no está siendo amenazado o inducido a adoptar semejante decisión. ¿Es que acaso el médico se debe transformar en un investigador?
Posteriormente el proyecto regula la necesidad de una segunda opinión médica y en caso de discrepancia una tercera. Lo cierto es que todo queda reducido al ámbito médico, cuando la tradición jurídica nacional en otra materia, algo menos importante, porque no está en juego la vida, como es la declaración de incapacidad, remite las actuaciones al Poder Judicial. En este procedimiento de declaración de incapacidad, que regula el Código General del Proceso, el juez debe cometer a dos facultativos de su confianza que interrogue al sujeto y puede estar presente durante el interrogatorio, sin perjuicio que también debe examinar personalmente al sujeto por lo menos una vez y no estará condicionado en su decisión por lo dictaminado por los facultativos. No parece entonces ajustado a la tradición jurídica y al sentido común que un procedimiento de consecuencias más graves aún se decida solo en la órbita médica y sin las garantías de la Justicia.
Pero además el proyecto no tiene en cuenta la opinión de los familiares, eventuales herederos, que deberían ser oídos porque dicho pronunciamiento los afectará probablemente moral y materialmente. Téngase en cuenta que los familiares estarán legitimados para reclamar por las consecuencias de dicho procedimiento y sería de elemental cautela escucharlos y saber cuál es su opinión al respecto.
El proyecto prevé una declaración final ante dos testigos, agregando insólitamente que de dichos testigos “uno por lo menos, no haya de recibir beneficio económico alguno a causa de la muerte del declarante”. Cualquier estudiante de derecho sabe que la prueba requiere por lo menos dos testigos no tachables, siendo que la ajenidad del testigo es imprescindible para no constituirse en un testigo sospechoso por encontrarse en circunstancias que afectan su credibilidad o imparcialidad por parentesco, dependencia, sentimientos o interés en relación con las partes. La previsión del proyecto relativa a la existencia de un solo testigo no tachable es absurda, contraria a Derecho y por tanto inadmisible.
El colmo del absurdo es que después de producida la muerte, el proyecto ordena, se comunicará al Ministerio de Salud Pública y éste, si hubo alguna irregularidad, denunciará el hecho a la Fiscalía General de la Nación. Nos preguntamos si no sería mejor que la regularidad del procedimiento se controlara antes de verificarse la muerte, ya que lo previsto suena a llorar sobre lo mojado. ¡Quizás alguien piensa en resucitar a la víctima de un procedimiento irregular!
También, como no podía ser de otra manera en un proyecto que resuma autoritarismo, por no decir prepotencia, se obliga a las instituciones médicas a despecho de sus principios fundacionales a practicar este procedimiento de dudosa ética, en una muestra de cabal intolerancia totalitaria, como corresponde a marxistas y a muchos que hacen abluciones de liberalismo.
Para concluir, el proyecto impone que la muerte por eutanasia será considerada como muerte natural. Una vez más se confunde el deseo con la realidad, las cosas no son según los caprichos de los hombres y de las leyes que dicten, sino que la verdad es independiente de los antojos humanos. La ley no puede ordenar ni imponer la mentira, si lo hace carece en absoluto de legitimidad desde el momento que los ciudadanos no pueden ser víctimas de imposiciones que faltan a la verdad.