Cierran sin cesar empresas en Uruguay. Debería ser una señal de alarma. Pero parece no serlo. Y acaso lo peor es el factor de la inercia introduciéndose en cada capa del Estado y del gobierno de turno, habilitando una política cuyos resultados están más que a la vista. Esto, obviamente, va mucho más allá de aplicar una motosierra a lo Milei –que ya enfrenta las peripecias de sus propias limitaciones–, sino de que la ciudadanía se tome en serio este problema que no admite más dilaciones. Lamentablemente, siempre surge recurrentemente ese comentario conformista, que tiene a bien estar mejor que algunos de nuestros vecinos latinoamericanos. En esa línea, el sistema político, tanto oficialismo como oposición –con excepciones–, se presta a un juego mediático que prefiere quedarse en la superficie y no rascar el revoque que se cae. O, mejor dicho, prefiere el ruido a las nueces.
La cruda realidad se materializa con hechos. Ya a principios de 2025, la planta de Yazaki, una autopartista japonesa, anunció su cierre trasladando operaciones a Argentina y Paraguay. La razón: altos costos de producción y falta de competitividad global. Más de 1500 puestos de trabajo se evaporaron. No fue un caso aislado. En abril cerró la empresa láctea Calcar y unas 80 personas quedaron sin trabajo en la planta de Tarariras. Y la lista podría seguir hasta casos más recientes, como por ejemplo la planta quesera Howald y Krieg en Nueva Helvecia, Colonia, fundada en 1950 y creadora de la popular línea de quesos Alpa. Una empresa que en los años 90 empleaba a más de 80 personas y exportaba. Además, para fin de octubre, Fenedur, la empresa detrás de productos icónicos como el pegamento La Gotita o Poxipol, anunció el cierre de su planta en Canelones y su traslado a Argentina.
En definitiva, cada cierre es un drama humano, una familia que ve fracturarse su sustento, una comunidad que se resiente. Las cifras macroeconómicas, a menudo esgrimidas para pintar un panorama de estabilidad, esconden esta sangría. Según datos reportados por Ámbito, en el primer trimestre de 2025 cerraron 7901 empresas en Uruguay. Esta no es una estadística fría; es la radiografía de un mal estructural que carcome la base productiva del país. Mientras se celebra un PIB estable o una inflación controlada, la capacidad de generar empleo de calidad y de retener el talento y la inversión se erosiona. La pregunta obligada es ¿por qué un país serio, estable y con un Estado de derecho consolidado, como bien describe Julio César Lestido, presidente de la Cámara de Comercio y Servicios, se vuelve inhóspito para la producción?
Su análisis es contundente. El problema no es solo que Uruguay sea un país caro, sino que “no está siendo eficiente en el momento de ser competitivo”. No se trata únicamente de los costos laborales o energéticos, sino de una ineficiencia sistémica cuyo principal responsable es un Estado “pesado, lento” que “no va a la velocidad que el mundo está pidiendo”. Y en este sentido, no nos estamos refiriendo a un ajuste salvaje, sino más a bien una simplificación radical de trámites y regulaciones que complican el diario vivir de las empresas, que enlentecen y encarecen la actividad. Esta burocracia asfixiante actúa como un impuesto silencioso sobre la productividad. La afirmación de que “es mucho más barato producir afuera y vender para Uruguay que producir en Uruguay y vender para afuera” debería ser un baldazo de agua fría para cualquier estrategia de desarrollo.
Uno de los puntos más críticos es la tensión entre la necesidad de atraer inversiones y los nuevos compromisos fiscales planteados, como, por ejemplo, el impuesto mínimo global para multinacionales impulsado por la OCDE. Porque más allá de reconocer la importancia de cumplir con los organismos internacionales, la prioridad de Uruguay debería ser crecer y para eso se necesita inversión. La lógica es simple. Sin inversión, no hay crecimiento, sin crecimiento, no hay empleo. El riesgo de cambiar las reglas de juego para empresas que ya han invertido bajo un régimen promocional específico es altísimo, ya que destruye la credibilidad y envía una pésima señal a futuros inversores.
En este contexto, la reconversión laboral se vuelve también un eje estratégico ineludible. El cierre de empresas como Yazaki o Fenedur, que deja a cientos de trabajadores en la encrucijada, no puede abordarse únicamente con medidas paliativas como los seguros de paro. La solución de fondo requiere de políticas de Estado proactivas que prioricen la educación y la capacitación continua. El rol fundamental de lo público debe pasar de ser un mero regulador a convertirse en un facilitador dinámico, garantizando que el sistema educativo y de formación profesional se sincronice con la demanda de competencias técnicas y digitales. Sin esta actualización urgente, el riesgo no es solo el desempleo cíclico, sino la consolidación de un desempleo estructural que margine a segmentos enteros de la población de los empleos del futuro. La preparación para lo que viene es, por lo tanto, la inversión más crucial para la sostenibilidad social y económica del país.
Y aunque circule un argumento recurrente señalando a la tecnología como la gran destructora de empleos, una mirada histórica podría demostrar que el verdadero impacto del cambio tecnológico no es la eliminación del trabajo, sino su transformación. Por lo que el desafío actual no reside en este factor, sino en la brecha creciente que hay entre las habilidades que demanda el nuevo paradigma productivo y la capacitación real de la fuerza laboral. La singularidad de este momento, a diferencia de revoluciones industriales anteriores, es la velocidad vertiginosa a la que ocurren estos cambios, lo que exige una respuesta igualmente ágil y contundente.
En esa línea, el análisis que realizó la directora de Cifra, Mariana Pomiés, en exclusiva para La Mañana, sobre estos primeros siete meses de gobierno parece confirmar una tendencia preocupante. Tanto el oficialismo como la oposición han preferido, en gran medida, instalarse en el “ruido” de la coyuntura. Las discusiones se han centrado en temas como la compra de la estancia María Dolores o en señalamientos particulares a jerarcas, mientras que en lo práctico brilla por su ausencia una visión tangible y compartida sobre cómo materializar los cambios que el país necesita. Pomies describe un gobierno que “trata de mantener equilibrios” y donde “no se visualizan grandes cambios” y una oposición que está lejos de articular una estrategia común.
Esta falta de una brújula compartida a nivel país es el lujo más peligroso que Uruguay puede permitirse en el contexto de esta sangría empresarial. La solución trasciende con creces las medidas cosméticas o la polarización política que domina el debate público y mediático. La gravedad de la situación exige, con urgencia, la construcción de un pacto nacional productivo que convoque al gobierno, a la oposición, a los empresarios y a los sindicatos. Un acuerdo que se comprometa de manera concreta con una reforma administrativa profunda para agilizar un Estado que todos reconocen como lento y pesado.
El “ruido” político no puede seguir ahogando el estruendo de las nueces: el sonido de las fábricas cerrando. Como señala Pomiés, una vez que se vote el Presupuesto “empieza a jugarse otro partido”. Ese partido no puede ser más de lo mismo. Uruguay tiene las condiciones para prosperar, pero la estabilidad macroeconómica es solo el piso. Sin un entorno competitivo y ágil para producir, la sangría continuará. Y sabemos bien que el conformismo de “estar mejor que el vecino” es un paliativo tramposo. La hora presente es de acción, no de retórica.