Estamos iniciando un ciclo de conmemoración del Bicentenario de la Independencia del Uruguay muy particular. Dos siglos de existencia independiente no es poca cosa. En este lapso se produjeron enormes transformaciones globales en la economía y en la cultura, impresionantes avances científicos y tecnológicos, caída de imperios y surgimiento de superpotencias.
Uruguay nació sin Estado y sin fronteras establecidas. Sí con un Ejército oriental y artiguista, que portará en su ADN aquel ideario y proyecto. Hubo un largo proceso de consolidación estatal a través de la política y la diplomacia, atravesado por guerras civiles y reformas constitucionales. Fueron jefes militares, Rivera y Oribe, los precursores de las divisas históricas que luego conformarían los partidos Colorado y Nacional.
Estos partidos, a través de sus principales caudillos y dirigentes civiles, entre tensiones y pactos, moldearon ese nuevo país y sus instituciones. El comercio inglés se centraliza en el puerto de Montevideo, eje del desarrollo nacional. Se constituye el Uruguay moderno con los frigoríficos y la inmigración, la burocracia estatal, la educación laica, gratuita y obligatoria.
En la década del 50 del siglo XX empieza un lento desmoronamiento de ese modelo, básicamente por la crisis y retirada del Imperio británico. A nivel político se expresó inicialmente en el surgimiento del movimiento ruralista, que buscó retomar el proyecto artiguista, sin los extremos del liberalismo ni el estatismo y ya en la década del 60 aparecen también agrupaciones y partidos de izquierda nacionalista. Pero fueron incapaces de quebrar el bipartidismo.
También fue militar Seregni, fundador del Frente Amplio, una coalición que iba desde socialcristianos hasta comunistas, que se convirtió en divisa con la dictadura y que tras medio siglo conforma un partido que aprovecha un abanico de sectores, mutando en cada elección, generando un tercer polo, hasta representar hoy en día un aparato y un bloque socialdemócrata y progresista (con una incipiente ala liberal) que es el mayoritario a nivel electoral.
Los partidos tradicionales, blancos y colorados, quedaron muy encasillados en la etiqueta de neoliberales al cerrarse el período de los gobiernos que fueron desde la restauración democrática hasta la poscrisis de comienzos del siglo XXI. Muchos elementos socialdemócratas y progresistas fueron absorbidos por el bloque frenteamplista, que los transfiguró y adaptó a su retórica.
Pero el país no pudo volver a la senda de un crecimiento significativo y sostenido. El auge de los precios internacionales de los commodities, de la inversión extranjera directa y los compromisos con agendas promovidas por organismos de créditos no fueron suficientes para torcer la inercia en la que se encuentra desde hacía varias décadas el Uruguay.
Cuando fue evidente que el Frente Amplio se quedó sin libreto en su tercer gobierno, apareció la chance de que se conformara otro bloque. La ciudadanía le dio su voto de confianza a una coalición llamada Republicana, que tenía tres actores fundamentales: el Partido Nacional, el Partido Colorado y el novel Cabildo Abierto.
El tábano
Se dio un fenómeno absolutamente inusual. Un movimiento sin estructuras y sin recursos económicos logró en pocos meses recoger un 11% de la votación de la mano del liderazgo del hasta entonces comandante del Ejército, Guido Manini Ríos. Surgió con la promesa de orden, de respeto a la Constitución y los pronunciamientos soberanos y de compromiso con el ideario artiguista. Llegó a un electorado de la periferia semirrural y urbana al que blancos y colorados tenían dificultades en acceder.
El gobierno de la Coalición Republicana tuvo que enfrentar la pandemia y una de las peores sequías en mucho tiempo. La política de “libertad responsable” que se prefirió a los que pedían cuarentena obligatoria, el fondo solidario covid, una ley de urgente consideración refrendada por la ciudadanía, el plan de erradicación de asentamientos, la defensa de la democracia en la región y haber encarado, aunque sea parcialmente, las reformas educativa y previsional le reportó altos índices de simpatía y satisfacción con la gestión, que prácticamente se concentró en la figura de un buen comunicador como el presidente Lacalle Pou.
Blancos, colorados e independientes recorrieron esa estrategia de competirle al Frente Amplio como una alternativa socialdemócrata con mejores modales, más pragmática, menos populista. Sin caer en los extremos progresistas, no renegó del pinkwashing cuando era conveniente ni alteró en lo sustancial las políticas de drogas y antinatalistas que venían de administraciones anteriores. Y al mismo tiempo se mantuvo en lo básico una continuidad en la gestión Astori-Arbeleche en materia económica.
Para Cabildo Abierto lo cómodo hubiera sido plegarse a la estrategia de sus socios de coalición. O, por el contrario, romper estruendosamente y salirse ante las primeras diferencias. Sin embargo, optó por el camino más sacrificado, mantenerse hasta el último día y ser como el “tábano de Sócrates”, cuyo papel era incomodar y sacar del letargo al gobierno en muchos temas, aun con el riesgo de ser aplastados fácilmente.
No porque los cabildantes tuvieran la solución ideal para todos los asuntos, por supuesto que no. Simplemente ponían sobre la mesa algunos temas que se prefería barrer bajo la alfombra. Primero se buscó encasillar a Cabildo en la extrema derecha, en un lugar donde no molestara y se limitara a ser el paladín del orden, garante del status quo y a despotricar contra la épica frenteamplista y de la izquierda. Después, ridiculizar algunas de sus posturas “conservadoras”. Luego, se le minimizó atacando su autoridad moral con diversas acusaciones de clientelismo. Y no faltaron episodios, menores, aunque reiterados y amplificados, que alimentaron cada una de esas caricaturas.
Pero es bastante evidente que se subestimaron sus aportes, más allá de algunas concesiones que se hicieron. Cabildo Abierto tenía la oportunidad de darle un carácter patriota, popular y cristiano a un bloque político de tendencia mayoritariamente liberal y socialdemócrata. Seguramente dirigentes como Bordaberry, Da Silva y hasta el propio Orsi aprovecharon, cada cual en su chacra, ese vacío y conectaron con parte de ese electorado que se dispersó. Otros, descontentos y descreídos, engrosaron las filas de la propuesta “anticasta” de Salle.
Una nueva etapa, las mismas banderas
A Cabildo Abierto no lo dejaron, pero tampoco tuvo hacia adentro la capacidad de transformar ese gran movimiento inicial en un partido político con una organización que le permitiera mantener la cohesión y la coherencia interna (teniendo en cuenta la procedencia sumamente heterogénea de sus integrantes). Tampoco hacer un seguimiento de cada dirigente y sus acciones (todos en su primera experiencia de gobierno), formar cuadros en aquellas ideas y principios comunes (que permiten renovar la dirigencia, aprovechar la experiencia y enriquecer las opciones) y comunicar mejor sus decisiones y propuestas programáticas.
El Congreso Extraordinario de Cabildo Abierto del pasado sábado fue un paso sumamente importante para devolver a este espacio un lugar de protagonismo en la política nacional. Allí se reafirmaron varias cosas. En primer lugar, la vigencia de las banderas del artiguismo y los principios provida. Segundo, la conducción y liderazgo de Guido Manini Ríos. Tercero, la vocación de conformar un partido participativo, con distintas agrupaciones y con amplia representación del interior del país. Cuarto, el compromiso de los diputados Álvaro Perrone y Silvana Pérez Bonavita de llevar adelante las políticas consensuadas en el programa aprobado en 2024. Quinto, la importancia de darle espacio a la juventud y a los valiosos técnicos y profesionales con los que se cuenta.
A Cabildo Abierto lo han dado por muerto mil y una veces desde que apareció en la escena política nacional. Y desde luego que no está asegurada su permanencia, si es útil va a sobrevivir y si no, no. Pero lo cierto es que su pensamiento y sus reivindicaciones lo colocan en un sitio diferente al resto, algo especialmente significativo en el actual contexto en que estamos lejos de ver una salida a la crisis demográfica (con políticas antifamilia y con coletazos en la seguridad social), al problema de las drogas, del crimen organizado, de la destrucción de pymes e industrias, de la usura legalizada, de la falta de visión y acción de largo plazo. Situaciones que se arrastran de aquella decadencia que describimos al inicio en sus etapas históricas.
Es absolutamente claro que no tiene sentido una coalición en la oposición. Se está llegando a la situación insólita de que ahora –que no hay mayorías parlamentarias propias- hay blancos y colorados que proponen proyectos que Cabildo Abierto presentó en la legislatura anterior (como la reforma del Código del Proceso Penal o la eliminación de la retención automática de la cuota sindical) y fueron desestimados por sus socios.
Tampoco se trata de cobrar cuentas del pasado. Ahora es momento de mirar hacia adelante y hacer las cosas bien. Es política, no es la guerra. Donde sí hay una guerra es en las calles, donde crece el sicariato, el narcotráfico y los atentados mafiosos. Donde vemos las ruinas de un aparato productivo agonizante, gente en la calle y una cultura en su ocaso. Allí es donde hay que depositar todas las energías y recuperar la esperanza con nuevos horizontes.