En 2008 se rompió algo más que una burbuja financiera. Se rompió una confianza que venía de lejos. Hasta entonces mucha gente creía que el capitalismo, por turbulento que fuera, seguiría funcionando como un sistema basado en mercados abiertos, empresas que compiten por beneficios y Estados que actúan como árbitros más o menos eficaces. Pero lo que vino después parece haber desmontado esa idea. Yanis Varoufakis sostiene en Tecnofeudalismo que esa ruptura abrió la puerta a un sistema distinto, que ya no merece el nombre de capitalismo. Según él, vivimos en un orden donde los mercados han sido reemplazados por plataformas y los beneficios por rentas. Y todo lo que ha ocurrido desde 2008 parece empujar en esa dirección.
Cuando estalló la crisis financiera, los bancos centrales rescataron al sector financiero con una lluvia de crédito casi infinito. Ese dinero barato mantuvo en pie empresas que ya no competían en mercados reales. Al mismo tiempo, permitió que naciera una forma distinta de poder económico: el que reside en las grandes plataformas tecnológicas. Varoufakis las llama los señores del capital en la nube. Son quienes deciden qué vemos, qué compramos, cómo pagamos y, cada vez más, qué pensamos. No producen mercancías en el sentido tradicional. Producen espacios digitales donde todos estamos obligados a entrar si queremos participar en la vida económica y social. A cambio, pagamos con dinero, atención, datos o trabajo no remunerado. Esa relación, dice Varoufakis, se parece más al vasallaje que al mercado.
La crisis de 2008 no solo destruyó empleo. También aceleró el endeudamiento público. Los Estados gastaron para evitar un colapso mayor, pero después se impuso un ciclo de austeridad que dejó los servicios públicos al límite. Mientras tanto, las plataformas crecieron a un ritmo que ningún regulador pudo seguir. Aquella década vio nacer el smartphone como extensión de la vida diaria, la publicidad dirigida, las redes sociales convertidas en plazas públicas privatizadas y un conjunto de empresas capaces de colonizar casi cualquier actividad humana. En ese contexto, la economía dejó de girar alrededor del intercambio de productos para centrarse en el control de los accesos. Acceso a una app, a una red, a una nube. Todo tiene un peaje.
Cuando llegó la pandemia en 2020, el sistema mostró otra grieta. El covid no solo paralizó la movilidad y hundió a millones de pequeños negocios que vivían de la actividad a pie de calle. También consolidó el dominio de las plataformas que ya gobernaban la vida digital. Mientras los bares cerraban y las tiendas bajaban la persiana, el comercio electrónico y el teletrabajo crecían a velocidades inéditas. El virus aceleró la transición hacia un mundo donde la interacción física pasa a segundo plano y la interacción digital queda mediada por unos pocos intermediarios privados.
Los pequeños empresarios fueron los grandes perdedores. Muchos tuvieron que endeudarse para sobrevivir, otros se vieron absorbidos por cadenas más grandes. El Estado volvió a endeudarse, esta vez para sostener rentas y empresas en coma inducido. La deuda pública saltó a niveles que en otro tiempo se habrían considerado imposibles. Y, sin embargo, quienes más se beneficiaron de la pandemia fueron las mismas plataformas que llevan años acumulando poder. No porque compitan mejor, sino porque ocupan posiciones desde las que pueden cobrar peajes. Varoufakis diría que eso no es capitalismo, sino feudalismo digital.
Tras la pandemia llegó otro golpe: la guerra entre Rusia y Ucrania. Este hecho bélico desordenó aún más el tablero económico. Subió el precio de la energía, obligó a los gobiernos europeos a endeudarse más y alimentó una nueva carrera por el control tecnológico entre Estados Unidos y China. En ese conflicto silencioso, las plataformas digitales son tanto armas como territorios. La información se convierte en munición geopolítica. Y los Estados, incluso los más poderosos, se ven obligados a negociar con empresas que ya no son simples proveedores, sino infraestructuras críticas.
Esta nueva guerra fría que menciona Varoufakis no se libra solo con tanques o misiles. Se libra en los chips, en los cables submarinos, en las patentes, en los datos y en la nube. Se libra también en el terreno de la moneda. El dominio del dólar, aunque sigue firme, ya no es tan incuestionable. China impulsa alternativas. Las sanciones financieras se convierten en armas. Y la política monetaria vive atrapada entre la inflación y las consecuencias sociales de subir los tipos de interés. Es otro síntoma de que los Estados ya no controlan plenamente los mecanismos que un día definieron su soberanía.
En medio de todo esto, irrumpe la inteligencia artificial (IA). Para muchos es la gran oportunidad del siglo. Para otros, una amenaza que agrava desigualdades. De todos modos, la IA nace dentro de plataformas que ya concentran datos, computación y talento. No es una innovación que abra un campo de juego totalmente libre. Es una herramienta que ensancha el fosado de quienes ya dominan el terreno y quienes no. Si la IA se alimenta de datos y esos datos pertenecen a las plataformas, el poder que genera también termina en ellas.
Entonces, el mundo que se avecina parece dividido entre quienes pueden acceder al conocimiento, a la tecnología y al capital, y quienes quedan atrapados en trabajos cada vez más precarios, sin capacidad para negociar salarios, horarios o condiciones. Los pequeños empresarios seguirán enfrentando costes crecientes, mercados concentrados y plataformas que dictan reglas sin transparencia. Los Estados, endeudados y con poco margen, tendrán dificultades para financiar servicios públicos básicos mientras tratan de responder a crisis encadenadas: climática, demográfica, tecnológica y geopolítica.
Varoufakis propone llamar a esto tecnofeudalismo.
No obstante, el término también tiene sus contradicciones. Ya que las plataformas no eliminan los mercados, sino que los reorganizan. Aunque imponen condiciones y comisiones, siguen operando bajo una lógica competitiva: Apple compite con Google, Amazon con Alibaba, Meta con TikTok. Aunque describe con bastante precisión cómo estos dominios son controlados por unas pocas empresas que actúan como señores digitales.
Hay que añadir aquí también que el concepto de renta digital no necesariamente es una ruptura histórica. A lo largo del capitalismo han existido sectores con poder oligopólico, desde el ferrocarril hasta las telecomunicaciones. La diferencia actual es el grado de integración de las plataformas, no su naturaleza económica.
En definitiva, la cuestión no está en negar el fenómeno tecnológico presente, sino más bien en cómo repensar el papel del Estado en este plano, para que no pierda su autonomía económica y política, protegiendo, por ejemplo, a los pequeños negocios, reduciendo la dependencia de plataformas privadas y creando espacios digitales públicos que no funcionen en lógica de peaje. También habría que abordar el problema de la deuda, que se ha convertido en una carga que condiciona cada decisión de política económica.
La respuesta está en si la ciudadanía, cada vez más culturalmente homogenizada, será capaz de recuperar control sobre las herramientas republicanas que han organizado nuestra vida democrática. Porque, como intuía Varoufakis, cuando el capital se vuelve intangible y omnipresente, la libertad deja de ser una garantía y se convierte en un proyecto que hay que defender.



















































