Tal vez el lector se pregunte por el sentido del título que acaba de leer. Alude a una obra de teatro del autor Éric-Emmanuel Schmitt, estrenada en 1994 en Francia y en Uruguay, en Argentina y en el mundo entero. No es exageración: aunque tal vez no muy conocido en nuestro medio, el autor está ampliamente reconocido internacionalmente, habiendo recibido innumerables premios por su obra literaria y explícitos reconocimientos de críticos y público por sus novelas y piezas de teatro.
Un aspecto significativo de su evolución personal y espiritual es que, recientemente, después de años de búsqueda que se reflejan en toda su obra y habiendo hecho una visita a Jerusalén de la que dio testimonio en un libro sobre ella que ha llegado a ser un best seller en Francia, ha manifestado públicamente su adhesión explícita al cristianismo. En relación con ello, recibió una carta del papa Francisco, tuvo una entrevista personal con él e incluyó parte de sus declaraciones en la crónica de su viaje a Tierra Santa.
Este proceso merecería una consideración específica, sea por sí mismo, por la relevancia del autor como también porque coincide con una tendencia contemporánea verificada por recientes investigaciones, según las cuales está habiendo una intensificación de la búsqueda de aproximación al catolicismo, sea en Europa, en los Estados Unidos como en otras partes del mundo. En tal contexto, la experiencia del autor, si bien es un hecho profundamente personal, puede ser evaluada también como un signo de los tiempos.
El visitante del Dr. Freud desarrolla una acción ambientada en Viena en el año 1938, en el consultorio de Sigmund Freud, en el tenso ambiente de la reciente invasión a Austria por el nazismo en su expansión por Europa. Son sus personajes el propio Freud, con 82 años en ese momento, afectado ya por el cáncer de garganta que poco tiempo después le llevaría a la muerte; su hija Anna, predilecta de su padre y continuadora de sus pesquisas psicoanalíticas, que sufrió en aquellas circunstancias una momentánea detención por la Gestapo. Hasta aquí, todos los sucesos presentados en la obra reflejan hechos históricamente verificados. A ellos se suman otros dos personajes creados por el autor: un oficial nazista que, aprovechando las circunstancias, extorsiona a Freud exigiendo dinero; y un inesperado “visitante” que, en ese momento difícil de la vida de Freud, entabla un diálogo y una confrontación con él en torno a la situación reinante, a las convicciones filosófica de Freud, a su ateísmo y a la pregunta sobre el sentido de la vida.
Estos hechos, fruto de la inventiva del autor, complementan los anteriores, posibilitando el planteamiento de una serie de cuestiones de alta relevancia poco frecuentadas en el teatro contemporáneo. Ellas son, entre otras, un debate entre racionalismo y espiritualidad, ciencia y religión, ateísmo y fe.
Estas cuestiones no son abordadas en la obra en forma teórica, abstracta o simplemente doctrinal, si bien esa dimensión filosófica está presente en ellas. Lo que torna su desarrollo dramático particularmente atrayente es que ellas van surgiendo en forma existencial, relacionadas con la peripecia vital de los personajes y en función de la relación entre ellos. Es esta una cualidad relevante del arte del autor, que pudimos ratificar en otra obra teatral suya a la que asistimos (Variaciones enigmáticas). Ellas son, también, las que nos motivan a compartir con el lector nuestra valorización de ella.
Freud y su hija –y también, en cierto modo, el nazista– aparecen dando ocasión, desde diferentes ángulos, al contraste entre una visión existencial prescindente de la trascendencia y el misterioso visitante que polemiza con ellos –sobre todo con Freud– y que argumenta al respecto, sin dejar de atender a las motivaciones o convicciones que pueden llevar al hombre contemporáneo a tal prescindencia o rechazo y respondiendo a ellas con una argumentación sensible y al mismo tiempo eficaz.
Evoquemos algunos fragmentos de diálogo que ejemplifiquen lo dicho. Después de dos tentativas de identificar la personalidad del visitante: una, haciéndolo reclinarse en el diván como si fuera un paciente; y otra, en una experiencia de hipnosis durante la cual el desconocido evoca sorprendentemente para Freud una experiencia infantil que este nunca había dado a conocer, y ante la posibilidad de que tuviese ante sí una presencia transcendente, Freud manifiesta su negativa a reconocer tal posibilidad, diciendo:
“Perdóneme. No puedo creer que se trate de usted”.
Desconocido: Ya sé. Tú no crees en mí. El doctor Freud es un ateo, un magnífico ateo, un catecúmeno de la incredulidad.
Freud: ¿Por qué vino a mí? […] ¿Por qué yo? ¿Para convertirme?
Desconocido (riendo): ¡Qué orgullo! No. Es demasiado tarde. Dentro de unos meses habrás publicado tu Moisés. No conseguiré convertirte.
Ya en este diálogo están esbozadas las alternativas entre la posibilidad de creer y la negativa a ello que irán alternándose a través de la obra y la interrogación sobre la verdadera identidad del Visitante; instancias que el autor trabaja a través de una serie de “vueltas de tuerca” sobre la identidad de los personajes y situaciones evocadas y que mantienen en vilo la atención del espectador por los vuelcos imprevisibles que acontecen en la acción dramática.
Aunque en un primer plano la visión crítica asumida por el visitante apunta al psicoanálisis en su forma “ortodoxa”, en verdad tiene como trasfondo más amplio el racionalismo enciclopedista de la Ilustración dieciochesca que condiciona la visión de mundo moderna y de la cual el psicoanálisis, tal como se personifica en Freud, es una manifestación entre otras.
En polémica con el desconcertante visitante, Freud evoca el sufrimiento del mundo y sus propios sufrimientos personales argumentando que eso le impide creer en Dios y que, en cuanto ateo, tiene el coraje de aceptar la falta de sentido de la vida sin aferrarse, como el creyente, a la ilusión de una fe que lo consuele.
Responde, entre otras cosas, el visitante: “Estás demasiado enamorado de tu coraje”.
En el calor de la discusión, Freud insiste en afirmar: “No creo en Dios porque eso me haría demasiado feliz”.
Responde el visitante: “Pero entonces, Dr. Freud, si esedeseo existe, ¿por qué no complacerlo? ¿No es una censura? ¿Cómo lo llama usted?
Argumenta pues, con la propia teoría de Freud, que demuestra conocer perfectamente.
Otro de los debates surge cuando Freud afirma que la psicología cumpliría en el mundo moderno la función que antes se atribuía a la religión y que no se necesitaría de esta porque ahora la ciencia habría asumido su lugar, cosa que, efectivamente, el propio Freud afirmó en algunos momentos: “Si pudieras ver más lejos. […] Este siglo será uno de los más extraños en la vida de la Tierra. Le llamarán el siglo del hombre, pero será el siglo de todas las gestas: la gesta roja, del lado de oriente y aquí, en occidente, la peste parda, que empieza a infestar las calles de Viena y de la que solo se ven las primeras pústulas, pero que pronto cubrirá el mundo entero y no encontrará resistencia alguna. Y vendrán otras gestas, pero siempre será el mismo virus el que te impide creer en mí: ¡el orgullo! Hubo un tiempo en que el orgullo humano se conformaba con desafiar a Dios. Pero hoy pretende hacer algo más: reemplazarlo. Hay una parte divina en el hombre y es la que permite, ahora mismo, negar a Dios. No se contentan ustedes con menos. Han barrido con todo: el mundo no es más que el producto del azar, de una obstinación confusa de las moléculas. Y en el primer momento se han felicitado de haber matado a Dios: ¡nada es debido a Dios! ¡Todo al hombre! Pero, Freud, ¿no lo ves todavía?, el mundo quedará privado de toda luz. Los jóvenes preguntarán a los viejos: ‘Cuál es el sentido de la vida?’ Y nadie podrá responderles. Esa es tu obra, la tuya y la de otros. Explicar al hombre por el hombre, la vida por la vida. ¿Qué será del hombre, solo en su celda, en su prisión?: Tú disfrutas todavía de la embriaguez de los que descifran, los que fundan, pero piensa en los otros, los que van a nacer. ¿Qué mundo les has dejado?: ¡El ateísmo revelado! ¡Una superstición más tonta todavía que todas las que le han precedido!”
Freud (asustado): “Yo no he querido eso”.
Ya en la penúltima escena de la obra, cuando el visitante anuncia que va a partir, Freud –que a esa altura, después de varias alternativas entra a sospechar que puede tratarse de una manifestación de Dios– intenta retenerlo por la fuerza, inclusive amenazando disparar sobre él con un revólver, queriendo tener, con eso, una evidencia de que se trate de Él. Se suscita entonces el siguiente diálogo:
Freud (temblando): Tengo confianza. ¡Usted no va a morirse!
Visitante: Perfecto. Confórmese con eso. La fe se nutre de fe, no de pruebas.
Freud: No me ha convertido.
Visitante: Tú solo puedes convertirte. ¡Eres libre!
Freud: No he ganado nada.
Visitante: Hasta esta noche pensabas que la vida era absurda. Desde ahora sabes que es misteriosa.
Estas citas que hemos transcrito apenas pretenden dar cuenta del vigor y la profundidad de los diálogos presentes en el drama; solo su apreciación directa permite al lector o espectador captar el acierto con que aparecen en la obra. Las hemos transcrito apenas con la intención de motivar al lector a su confrontación directa.
Se preguntarán, tal vez, como será ello posible en el momento actual, después de tantos años transcurridos desde la representación del drama. En tal sentido, nos permitimos ofrecer y remitir al lector una versión grabada de ella, que fue elaborada inicialmente como una instancia por parte de los actores de la época para revisar su propia interpretación que, como ya dijimos, obtuvo, en su momento, el Permio Florencio al mejor espectáculo teatral del año y a la dirección. Si hemos conseguido suscitar su interés a través de estas líneas, quedamos a su disposición.
(*) Sacerdote uruguayo. Superior de la Institución Dalmanutá en Brasil.